Varado en Goya
La primavera ha alterado, en efecto, la sangre de Madrid. Durante una hora, el ¨²ltimo mi¨¦rcoles, sub¨ªan y bajaban por la calle de Goya innumerables madrile?os con los rostros dominados por el efecto de esa estaci¨®n contradictoria. Nadie podr¨¢ creerlo porque eso no se puede registrar ni con una fotograf¨ªa, pero es verdad que hay un d¨ªa del a?o en que es especialmente primavera en Madrid. Luego todo se rompe y, por ejemplo, se muere Celaya, se le va a la ciudad un hu¨¦sped ilustre y perenne y se produce la tentaci¨®n de decir que la primavera tampoco sirve para nada.Pero es verdad que hay un d¨ªa del a?o en que la atm¨®sfera se paraliza por un instante y hay un olor que no puede ser de otro tiempo: es el olor global de la primavera.
La primavera cambia a la gente. El mi¨¦rcoles por la tarde, varados en aquella calle donde el lujo se combina con la. necesidad, hab¨ªa mendigos bien vestidos que alternaban con las se?oras y se intercambiaban detalles sobre la vida flagelada que unos y otros llevan en las esquinas de la gran ciudad. En el interior de los establecimientos, mujeres reci¨¦n pintadas se relataban las dificultades que ten¨ªan para leer ¨²ltimamente y ojeaban revistas mientras les preparaban los bocadillos vegetales. Una mujer muy bien dispuesta resid¨ªa en el suelo mendigando, y la verdad es que parec¨ªa que estaba all¨ª de tertulia. Unas j¨®venes extranjeras le dejaron unas pesetas y ella las mir¨® como si fuera extra?o que el dinero le lloviera del cielo.
La ciudad en primavera es como un tren vol¨¢til en el que viaja la gente como si acabara de llegar. Celaya se pas¨® la vida extra?¨¢ndose y a veces, cuando estaba en el colmo de esa extra?eza, sal¨ªa a pasear con esos ojos antiguos que le dio la bah¨ªa donostiarra y que en Madrid achic¨® hasta hacerlos de nuevo infantiles, Ojos de Oteiza en la meseta. Y lo que ve¨ªa en la calle este hombre poblado era gente, multitud de gente que hablaba al un¨ªsono como si quisiera parar el tiempo. El mismo lo cont¨® en unos versos memorables que no fueron escritos: ahora comprendo por qu¨¦ beben ¨¦ste y el otro, a qu¨¦ obedece todo este traj¨ªn.
Madrid, en realidad, y eso se ve desde la primavera, sigue siendo una ciudad de amigos, o al menos de gente que va buscando a otra gente por ese pasadizo olvidado que son las calles multitudinarias. Hay un pintor, Cristino de Vera, que se pas¨® parte de su vida preguntando a la gente en los pasos de peatones sobre la cantidad de tristeza o de alegr¨ªa con que se les iba pasando la jornada. Al atardecer iba al cine e interrogaba a las taquilleras: "?Y usted qu¨¦ recuerda al cabo del d¨ªa?". "Bocas, bocas, Fila 12, fila 13. S¨®lo recuerdo bocas".
Eleanor Rigby
Dan ganas en estas calles abigarradas y presurosas de parar a la gente y preguntarle qu¨¦ le pasa para ir as¨ª por el mundo. Los Beatles se lo preguntaron en Eleanor Rigby y de ese trozo de soledad que ve¨ªan hicieron una canci¨®n m¨ªtica de los sesenta. La literatura no ha hecho otra cosa que poner el espejo al borde del camino para entencler qu¨¦ le pasa a la gente cuando no mira a la gente y se mira a s¨ª misma.
En primavera parece cambiar el curso de las cosas y da la impresi¨®n de que Madr¨ªd regresa a su viejo estado de acera poblada de amigos y los paseantes aminoran el paso, miran a los lados y dan la hora, o una limosna. Habr¨ªa que estar en una calle a esta hora para ver que la ciudad no se muere nunca en primavera.
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