La boca del subterr¨¢neo
El conductor se despide de Emy y le grita desde el asiento todopoderoso del autob¨²s: "?Emy, que no me entere que te tocan el culo en el metro!" Emy le responde, ya desde la acera: "?Vete a la porra!". Emy se acaba de lavar la cabeza y en sus rizos rubios tiene todav¨ªa la densidad opaca del agua. Ya no debe ser estudiante, porque lo que agarra contra su pecho no es una carpeta de apuntes, sino un bolso que resguarda de los efectos perversos de la calle. Luego desaparece, sonriendo, por la boca del metro.Son las nueve. A las ocho los hab¨ªa aun con caras m¨¢s urgentes, descompuestos seres de la ma?ana que llegan tarde a cualquier sitio. El metro tiene ese olor sin retorno que parece devolver a la gente a su boca con la cara ensimismada. A las nueve van y vienen con una moneda o con un billete, y se adentran o salen, con el semblante en otra cosa. Los ventiladores callejeros que hizo famosos Marilyn Monroe resumen ese olor y lo despiden como una met¨¢fora de lo que debe haber all¨ª dentro.
Los que estamos fuera, los que vemos al aire de la calle ese ir y venir incesante de bur¨®cratas, estudiantes, profesionales liberales, gente lavada y sin corbata, personajes que vienen de la noche y a¨²n no se acostumbran a la agresi¨®n malvada de la claridad, asistimos al espect¨¢culo como si la ciudad empezara a fabricarse en ese instante y ese horno del que sale y entra tanta gente fuera la boca de una gran panader¨ªa.
La ciudad tiene a esa hora de la ma?ana el olor del metro y de sus circunstancias, gente con prisa por llegar al trabajo mientras las taquilleras del metro se acostumbran a quedarse obsoletas mientras ven salir tiques autom¨¢ticos como regalos min¨²sculos que dan a los hombres las m¨¢quinas mudas.
De pronto, un joven vestido con chaqueta de cuero se hurga la nariz ostentosamente borracho; sale del metro a las nueve de la ma?ana y se tambalea por Francisco Silvela hacia la Cruz Roja. A su alrededor, indiferentes, le miran los que bifurcan sus caminos hacia cualquier otro sitio, y ¨¦l mismo se pierde en zigzag comp para ponerse en peligro.
Es extra?o, pero a esta hora aqu¨ª no venden ni flores, y pasa el aire del metro como si fuera la ¨²nica sustancia de este d¨ªa de prisas. Una mujer espera un taxi, acaso gravemente atacada de claustrofobia, y abajo miran los peri¨®dicos aquellos que se han fabricado un lugar donde esperar que llegue por Fin el ¨²ltimo tren de sus trasbordos.
Vida de trasbordos
Es una vida hecha de trasbordos la que viven en la ciudad los que habitan lejos. Antes, cuando ir a pie era una cosa de provincias, los hombres se saludaban por la calle y se daban los buenos d¨ªas como si intercambiaran pan tostado. Ahora el mundo es diferente y los saludos se mezclan con esta atm¨®sfera de cruas¨¢n revenido que tiene el porvenir de la ma?ana.
Siempre, sin embargo, ocurren hechos estimulantes que hacen que la calle se anirrie a su manera: una chica de pelo largo y sedoso, acaso una Emy m¨¢s despreocupada, ha salido a la calle con una minifalda de platino y va dotada de una mochila largu¨ªsima, llena de lentejuelas, que le llega justamente a las nalgas y se las golpea con parsirrionia y con detenirniento. Las conductores son como todo el mundo que ve estas cosas y todos le dicen algo desde las ventanillas de sus coches. Ella marcha tan campiante, como una met¨¢fora de acera.
Poco a poco se van haciendo las nueve y media, y ya aquella atm¨®sfera voraz del metro se apacigua y empiezan a entrar y salir estudiantes que llegan tarde, se?oras de la limpieza y obreros que han hecho el turno de noche y ahora regresan a sus casas como s¨ª les hubieran dado la vuelta al d¨ªa.
Es un mundo de ida y vuelta que desde esta boca de olores tan diversos se ve como un paisaje que quedara al fondo de un t¨²nel que una vez fue una ciudad con arbolitos.
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