El Estado y la educaci¨®n
Entre esc¨¢ndalo y esc¨¢ndalo no es f¨¢cil encontrar hueco para ocuparse de alg¨²n otro problema de fondo. Si la nueva ley de educaci¨®n ha saltado a la palestra es ¨²nicamente por el olor a chamusquina que despide el choque con la Iglesia. Acostumbrados a no escuchar m¨¢s que rumores injuriosos o picantes, me temo que pretender llegar al meollo de una cuesti¨®n, adentr¨¢ndose por intrincados vericuetos te¨®ricos parezca af¨¢n tan inadmisible como inaguantable, m¨¢xime con los calores veraniegos. Perm¨ªtanseme, sin embargo, unas consideraciones generales con el ¨²nico fin de mostrar una apor¨ªa sobre la que valdr¨ªa la pena reflexionar.La educaci¨®n es un proceso social harto complejo que, como todos los que comportan una dimensi¨®n normativa, necesita de una escala de valores. No cabe educar sin poseer previamente una visi¨®n global del ser humano como paradigma a alcanzar. Aspirar a un tipo de ser humano que se define como ejemplar es lo que diferencia a la educaci¨®n, un proceso consciente de transmisi¨®n de conocimientos y pautas de conducta, m¨¢s o menos institucionalizado, de la mera socializaci¨®n, en la que de manera inconsciente y no formalizada se transmiten los conocimientos, h¨¢bitos y actitudes que constituyen el entramado social. La mayor parte de las dificultades a las que se enfrenta el pedagogo provienen de los choques y disfuncionalidades entre el proceso educativo, que apunta a un modelo ideal, y el de socializaci¨®n, que reproduce las pautas establecidas.
A la salida del mundo antiguo y hasta bien mediado el siglo XVIII, el cristianismo ha constituido la base de nuestra concepci¨®n del hombre y, en consecuencia, del sistema educativo. El siglo XVIII supone una ruptura en un doble sentido: por un lado, el cristianismo pierde su aceptaci¨®n universal y se convierte en una parte, con el tiempo cada vez m¨¢s minoritaria, de nuestras sociedades (proceso de secularizaci¨®n y de desencantamiento); por otro, surgen distintas concepciones del hombre que conllevan distintos modelos educativos: Rousseau, el marxismo, las modernas revoluciones pedag¨®gicas.
Con la primac¨ªa indiscutible del cristianismo hemos perdido, tal vez definitivamente, una visi¨®n unitaria del hombre y del mundo. Lo que caracteriza a las sociedades contempor¨¢neas es el pluralismo de las concepciones del mundo y de los sistemas de valores. Frente al monote¨ªsmo del pasado, incluido el monote¨ªsmo secularizado de la preeminencia de la raz¨®n, tenemos que hab¨¦rnoslas con el polite¨ªsmo de las muy variadas concepciones del mundo, de la multiplicidad de la idea de raz¨®n y de los sistemas de valores.
La apor¨ªa fundamental que pesa sobre la educaci¨®n en nuestro tiempo consiste en que, por lo menos como paideia, tal como la hemos entendido desde sus or¨ªgenes griegos, precisa de un paradigma ideal de ser humano que se propone realizar, y justamente lo que caracteriza a nuestras sociedades contempor¨¢neas es la multiplicidad de modelos y de ideales no compatibles entre s¨ª. En principio, en una sociedad pluralista coexisten distintos modelos educativos que corresponden a ideas muy distintas del hombre y del universo. El que desde el despotismo ilustrado el Estado aspire a controlar el proceso educativo hasta convertirlo de hecho en un monopolio, choca directamente con el pluralismo que caracteriza a la sociedad civil.
El Estado moderno se reclama de dos principios, en s¨ª mismos incompatibles. Por un lado, afirma su neutralidad ante las distintas cosmovisiones; identificarse, como hizo en el pasado, con una determinada religi¨®n o ideolog¨ªa pone en cuesti¨®n el pluralismo que subyace en la sociedad civil y quebranta uno de los supuestos b¨¢sicos de la convivencia democr¨¢tica. Por otro, asume como una parte esencial de su responsabilidad financiar, organizar e impulsar la educaci¨®n en sus diferentes niveles, desde el jard¨ªn de la infancia hasta la Universidad, dise?ando las l¨ªneas maestras del sistema educativo.
La apor¨ªa fundamental de la educaci¨®n en nuestras sociedades contempor¨¢neas consiste en que el Estado democr¨¢tico, por un lado, no sirve, en raz¨®n de su deber de neutralidad, como instituci¨®n encargada de la educaci¨®n -no cabe educar sin tener muy presentes los fines a los que se aspira, y el Estado no puede establecer fines sin recurrir a un sistema de valores determinado, traicionando su neutralidad-; por otro, en las sociedades contempor¨¢neas resulta inconcebible que el Estado democr¨¢tico pueda renunciar a un derecho que ha arrebatado a la Iglesia en un largo proceso de secularizaci¨®n, derecho que implica un deber, el de mejorar la formaci¨®n de los ciudadanos, que, en cuanto motor decisivo de la capacidad productiva de un pa¨ªs y elemento compensador de las desigualdades que impone el sistema de producci¨®n, apoya el conjunto de la sociedad.
Por un lado, la riqueza y bienestar de un pa¨ªs dependen, en primer t¨¦rmino, del nivel de educaci¨®n que haya alcanzado; por otro, como ya propuso Condorcet en los mismos or¨ªgenes revolucionarios de la sociedad moderna, frente a la desigualdad creciente que comporta el sistema de producci¨®n, la ense?anza se considera instrumento principal para conseguir la tan mentada igualdad de oportunidades. En la escuela deber¨ªan desaparecer, o por lo menos aminorarse, las diferencias sociales, de modo que prevalezcan las ¨²nicas que requiere una sociedad para ser realmente competitiva: las que provienen de la inteligencia y del car¨¢cter.
Ni que decir tiene que en una concepci¨®n semejante de la ensed¨ªanza p¨²blica, tan directamente vinculada al Estado democr¨¢tico moderno, se translucen valores muy discutibles desde otras escalas valorativas, por lo que es todo menos compatible con el principio de neutralidad que este mismo Estado postula. El Estado proclama su neutralidad valorativa, pero, comprensiblemente, no est¨¢ dispuesto a dejar de incluir en su actividad educativa la legitimaci¨®n del orden social y del r¨¦gimen pol¨ªtico establecidos. La internacionalizaci¨®n de los valores dominantes es uno de los fines b¨¢sicos de la educaci¨®n.
La apor¨ªa no se resuelve apelando a la tolerancia como el fin primordial de la educaci¨®n. La tolerancia es un fin subsidiario que puede derivarse de concepciones, religiosas o agn¨®sticas, muy diferentes, pero que en s¨ª no dise?a un objetivo suficiente para el educador. No se puede configurar la personalidad del educando exclusivamente desde el principio de la tolerancia. El paradigma educativo tiene que ser positivo, basado en una idea concreta de lo que debe ser el ciudadano. La tolerancia, todo lo m¨¢s, podr¨ªa servir de criterio para tratar de debilitar a las ideolog¨ªas sociales que no supieran asumirla y propagarla. No se puede educar para la tolerancia como ¨²nico fin; hay que educar para fines que se definan positivamente, eso s¨ª, todos ellos compatibles con la tolerancia. Al fin y al cabo, se es realmente tolerante, no desde el vac¨ªo . moral e ideol¨®gico, sino s¨®lo desde laf¨®rtaleza que proporciona una verdadera identidad. En la ilustraci¨®n Nathan el Sabio predic¨® la tolerancia entre cristianos, jud¨ªos y mahometanos, no desde la supresi¨®n o confusi¨®n de las tres religiones, sino, al contrario, desde la identidad recia de cada una.
es catedr¨¢tico de Ciencias Pol¨ªticas de la Universidad Libre de Berl¨ªn.
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