Primera imagen de la tierra
No es la primera vez que cometo este error, le explico a Susana poco antes de subir al autom¨®vil que nos llevar¨¢ a Sevilla. Desde hace ya muchos a?os, siempre que tengo la oportunidad de elegir, incurro en Andaluc¨ªa.Todo es consecuencia, en principio, de la irresistible atracci¨®n que el Mediod¨ªa ejerce sobre los pueblos n¨®rdicos. Quiz¨¢ deba aclarar que soy de Asturias, regi¨®n que limita al norte con Inglaterra (la mar en medio). Y esa vecindad, am¨¦n de otras brumosas concomitancias, me inclina a mirar el Sur con los ojos d¨¦cimon¨®nicos y algo miopes de un casi ingl¨¦s rom¨¢ntico.
- Si son algo miopes, ?no estar¨¢s mirando con ojos de casi japon¨¦s? -me interrumpe Susana.
-No. Como todo el mundo sabe, los japoneses no miran: fotograf¨ªan -le respondo triunfante.
Y a¨²n a?ado, tratando de ignorar la impertinente mirada que dirige a mi Kodak autom¨¢tica:
- Cuando digo "ojos de un casi ingl¨¦s", s¨¦ muy bien lo que digo. Y no me interrumpas, pues hay otras cosas importantes que debo explicar.
Porque luego, para complicarlo todo, entraron en mi adolescencia las canciones de Imperio Argentina, y los versos de Manuel y Antonio Machado, de Lorca, de Alberti y de Fernando Villal¨®n, y la voz de la Ni?a de los Peines, y los acordes en s¨¦ptima disminuida de Claude Debussy, y Benito Perojo, y una ver¨®nica de Pepe Luis V¨¢zquez (le¨ªda en El Ruedo), y hasta los Bailes Rusos de Diaghilev, a los que, por supuesto, tampoco hab¨ªa visto nunca; pero eso no importa. El caso es que tan extraordinario conglomerado bast¨® para darme una imagen precoz de Andaluc¨ªa, una imagen que mis ojos de casi ingl¨¦s se precipitaron con j¨²bilo a autentificar. A la sombra de esa imagen, m¨¢s s¨®lida y duradera de lo que pudiera creerse, pas¨¦ los a?os m¨¢s s¨®rdidos de mi primera juventud.
- ?Y despu¨¦s? -pregunta Susana, intentando sacarme de un sombr¨ªo mutismo.
Se lo resumo. Despu¨¦s me hice funcionario p¨²blico, y cuando lleg¨® el momento de elegir destino, pase¨¦ mi mirada septentrional por la lista de vacantes y eleg¨ª las ocho capitales andaluzas.
- El resultado era de esperar -concluyo con desaliento-. Me toc¨® Sevilla.
- Parece que lo dices con un punto de tristeza retrospectiva.
Susana se equivoca; apenas hab¨ªa entonces tristeza en mi esp¨ªritu, a pesar de que aquello suced¨ªa en 1953. Tampoco ser¨ªa exacto decir que esa experiencia destruy¨® mi imagen de Andaluc¨ªa. Si sali¨® un poco deteriorada del trance es porque los sevillanos la confirmaron por exceso. Pero, en el fondo, Sevilla no me defraud¨®. Era bastante parecida a la que yo hab¨ªa le¨ªdo en los versos de Antonio Machado: la plaza y los naranjos encendidos..., rejas de hierro, rosas de grana..., sobre el agudo cipr¨¦s brillaba la luna llena... Todo era verdad, todo estaba all¨ª, bell¨ªsimo, con olor a jazm¨ªn, a la orilla del r¨ªo que mereci¨® ser llamado gran rey de Andaluc¨ªa. Por desgracia, no hab¨ªa contado yo con los sevillanos; ¨¦se fue mi error. Los sevillanos me hicieron comprender que el conflicto Norte-Sur no es una invenci¨®n de los comentaristas pol¨ªticos. Y como consecuencia de ese conflicto, sal¨ª huyendo de Sevilla en cuanto se me present¨® la primera ocasi¨®n.
-Y ahora vuelves a Sevilla.
No; ahora vuelvo a Andaluc¨ªa. Sevilla es s¨®lo una pequena parte de una regi¨®n honda y ancha, dif¨ªcil de definir, misteriosa, que contiene en el tiempo y en el espacio muchas Andaluc¨ªas diferentes. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, ¨¢rabes, jud¨ªos... De todos ellos quedan en Andaluc¨ªa testimonios que los castellanos, sus ¨²ltimos ocupantes, no pudieron erradicar. No s¨®lo f¨®siles y ruinas, sino murallas, mezquitas, torres, camin¨®s, palacios, trazados urbanos que sobreviven casi intactos, que forman parte de la cotidianidad de los andaluces de hoy. Y esas supervivencias materiales pueden ser -deben ser- ¨ªndice de otros rasgos m¨¢s sutiles, de complicadas y viejas maneras de entender el mundo que hacen de Andaluc¨ªa y los andaluces una realidad misteriosa y esquiva. El tiempo, su larga y diversa historia, es lo que le da hondura a Andaluc¨ªa. Adem¨¢s, est¨¢ la extensi¨®n, que tambi¨¦n dificulta su entendimiento. Desde las cumbres m¨¢s altas de la Pen¨ªnsula hasta las aguas m¨¢s azules del Mediterr¨¢neo, desde los desiertos de Almer¨ªa hasta las marismas del Guadalquivir, ?cu¨¢ntas Andaluc¨ªas distintas e inconfundibles se oponen y se ensamblan para configurar la Andaluc¨ªa ¨²nica que nadie, que yo sepa, ha sido capaz de resumir! ?C¨®mo voy a meter tantas Andaluc¨ªas en 10 folios? Mis ojos de casi ingl¨¦s volvieron a llevarme al error.
Estamos ya en la carretera N-IV, en el centro del paisaje plano de La Mancha, "aburrido como un cuento contado dos veces", seg¨²n Richard Ford, otro ingl¨¦s que pas¨® por aqu¨ª hace m¨¢s de 150 a?os. Algunos olivos, ventas con emparrado, vifias, cort¨ªjadas lejanas, son como cu?as publicitarias de lo que pronto veremos, m¨¢s y mejor, en Andaluc¨ªa.
A la altura de Almuradiel el paisaje se anima: lomas, cerros que no permiten prever lo que, de pronto, se nos echa encima (?y debajo!): sierra Morena, el desfiladero de Despe?aperros. "Un sobresalto geol¨®gico", en palabras de Caballero Bonald.
La hora de comer me sorprende en La Carolina, y acepto alegremente el envite de la primera venta que me sale al paso. Ante una fuente de chuletas de cordero, le explico a Susana que estamos en la frontera de un mundo diferente y maravilloso. Como dijo el Guerra, resumiendo po¨¦ticamente esa idea, "de Despe?aperros para abajo se torea". Interrumpo la frase para atacar las chuletillas diz que de lechal, y Susana, que ya las hab¨ªa probado, la completa de forma inesperada: "Y de Despe?aperros para arriba se come".
Le doy la raz¨®n. El cordero lechal debi¨® haber perdido hace anos la memoria de la leche que mam¨®. La gastronom¨ªa: he ah¨ª otra manifestaci¨®n del conflicto Norte-Sur, y no la menos grave en mi caso. Si viajo por n a ucia con ojos de casi ingl¨¦s, no puedo renunciar a un paladar definitivamente asturiano.
Sigo viaje hacia el Sur. Desde?o el camino que lleva a Baeza y ?beda, para m¨ª dilect¨ªsimos lugares. Desde?o tambi¨¦n -y ya es pecado- C¨®rdoba, pr¨®xima y abarrotada, seg¨²n deduzco de las docenas de autocares aparcados a la sombra de lo que queda de su excelso muro. La carretera que lleva a Sevilla corre por campos f¨¦rtiles y bien cultivados. Pasado Carmona, las tierras labrant¨ªas se metamorfosean en una espesa plantaci¨®n de gr¨²as. Debajo est¨¢ Sevilla, o mejor dicho, el proyecto del Quinto Centenario.
Si, seg¨²n los urbanistas, una ciudad sin obras es una ciudad muerta, Sevilla est¨¢ viva, muy viva. En el siglo XIX se inici¨® la destrucci¨®n de uno de los ¨¢mbitos urbanos m¨¢s bellos del mundo, pero queda a¨²n mucha Sevilla; hermos¨ªsima Sevilla. Quedan tambi¨¦n muchos sevillanos, con los que los septentrionales, como dije, no nos acabamos de entender; nada grave en el fondo. Es un conflicto que he cre¨ªdo advertir en otros andaluces. "?Oh maravilla / Sevilla sin sevillanos / la gran Sevilla!", escribi¨® Antonio Machado. Me dicen que, de todas las Andaluc¨ªas, s¨®lo los se?oritos de Jerez se identifican sin reservas con los sevillanos, y que en su intento de imitarlos llegan incluso a mejorar el original. Incre¨ªble.
?La gracia sevillana! Es injusto, pero son muchos los que no tienen el suficiente sentido del humor para apreciarla. No es f¨¢cil. El gracejo sevillano depende menos del argumento que de la puesta en escena. El gesto, el seseo exagerado para la ocasi¨®n, tal vez un pasito de baile y un ?ol¨¦! oportuno y emitido con energ¨ªa, la convicci¨®n y autoridad en el tono, imponen al auditorio la risa como un acto de obligado cumplimiento. La risa suele estallar en el comienzo del cuento, aun cuando no se sabe de qu¨¦ va el cuento, porque ?es tan graciosa la cara que pone ese t¨ªo! Si alguien carece de luces para entender el motivo de las carcajadas y palmoteos, se le conmina severamente: "?Y t¨² por qu¨¦ no te r¨ªes, esabor¨ªo?". Y esa ingeniosa salida provoca un nuevo estallido de jolgorio. "?Que no decaiga!". Y no decae, qu¨¦ va. Puede durar noches.
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