Vuelven los vencejos
La Ba?ezaDescanso forzoso en La Ba?eza, junto a la leonesa vega del ?rbigo, por cat¨¢strofe digestiva de mis acompa?antes debida al abusivo consumo de mantecadas de Astorga, compradas en un despacho de dulcer¨ªas llamado La Confianza, cerca del gaudiniano Palacio Episcopal. Al llegar aqu¨ª, en La Ba?eza, en lugar de someterse a un higi¨¦nico ayuno y limitarse a admirar la espl¨¦ndida plaza del Ayuntamiento, se empe?aron en juzgar por s¨ª mismos si la fama de sus alubias y ancas de rana respond¨ªan a la realidad. Satisfechos con la comprobaci¨®n, se entregaron a experimentar con las yemas y los c¨¦lebres imperiales, que constituyeron industria ya a finales del XIX y alcanzaron, triunfales, la modernidad portando la siguiente proclama: "Muri¨® el ruso imperial en el exilio, / del imperio espa?ol s¨®lo hay retales, / mientras Dios conserve hijos de Emilio, / habr¨¢ imperio espa?ol y habr¨¢ imperiales".
El camino desde Valladolid a Le¨®n, entrando por Tierra de Campos, discurri¨® bajo un calor sofocante del que s¨®lo aliviaba la belleza del paisaje. Los campos de cereales se suced¨ªan, majestuosos, cerca de Sahag¨²n, en un silencio solemne, casi sobrehumano. La trilla mandaba, de vez en cuando, briznas de oro que cruzaban, lentas, el espacio inm¨®vil. Entramos por el Arco de San Benito, parte de la antigua puerta del antiguo monasterio de Sahag¨²n, como sumidos en un sue?o del que resultaba imposible saber si sal¨ªamos o entr¨¢bamos, deslumbrados por las tonalidades rojizas del ladrillo de la iglesia rom¨¢nica de San Tirso.
Afortunadamente, la temperatura es, en tierras leonesas, tan contrastada como su paisaje y la noche, declaradamente fr¨ªa, estimul¨® al paseo por las viejas y estrechas calles del barrio antiguo de Le¨®n que llaman al vino y al tapeo y conduce luego a la Casa Botines de Gaud¨ª, a la elegante fachada barroco-clasicista del Ayuntamiento Viejo, al palacio de los Guzmanes, o a la catedral g¨®tica m¨¢s hermosa de la Pen¨ªnsula. Afortunadamente, el interior de esta catedral no qued¨® malogrado en, su esbeltez -como sucedi¨® en otras catedrales g¨®ticas espa?olas- por la ortop¨¦dica presencia posterior del coro. En nuestra visita a la catedral, al pante¨®n real de San Isidoro, con sus admirables pinturas rom¨¢nicas, y al Museo Arqueol¨®gico Provincial se reprodujo una escena similar a las que ha escandalizado a Anke en otros museos visitados durante el viaje: grupos de adolescentes que, ante un cuadro o representaci¨®n escult¨®rica, se preguntan por el significado de t¨ªtulos como Descendimiento, Anunciaci¨®n, Pentecost¨¦s, Asunci¨®n, Ver¨®nica... El baterista, triunfal, le explic¨® que la religi¨®n ha dejado de ser asignatura obligatoria en la ense?anza; yo le expliqu¨¦ al baterista que una cosa es la religi¨®n como asignatura obligatoria, que s¨®lo ense?aba a rezar, y otra la cultura. El baterista sufre una juventud sensata, y asiente.
Salamanca
"Gira, zumba y canta", dijo Ili¨¢ Ehremburg refiri¨¦ndose a la plaza Mayor de Salamanca. Y tan briosas palabras podr¨ªan extenderse a la ciudad entera. Pocas urbes peninsulares reciben al visitante con esa atm¨®sfera de encendido jolgorio y sensualidad casi italiana. Si mi joven baterista no anduviera a¨²n tan prendido de su pudor adolescente, le hubiera vendado los ojos para conducirlo hasta el centro de la plaza Mayor y, una vez all¨ª, devolverle la libertad visual para que recibiera, de repente, una de las mayores impresiones est¨¦ticas de este viaje. Pero no s¨®lo me lo impidi¨® el respeto a las aprensiones ajenas, sino el sol que se derramaba sobre la plaza, y opt¨¦ por buscar acomodo en la terraza de un caf¨¦ con intenci¨®n de contemplar los cambios de luz, y del color de la piedra, al lento caer de la tarde.
Nuestra centroeuropea ha reaparecido hoy, tras dos d¨ªas de misteriosa fuga. La dejamos anteayer en el hotel, ordenando las notas que hab¨ªa tomado en Toro y Zamora sobre do?a Urraca, y, al despedimos, establecimos posterior cita en la entrada del colegio mayor Fonseca, cuyo encantador patio renacentista pretend¨ªa yo revisitar. El antiguo Colegio de los Irlandeses estaba cerrado al p¨²blico, y en vano estuvimos esper¨¢ndola. Seg¨²n nos ha contado hoy la ma?ana en que la dejamos trabajando en el hotel se sinti¨® repentinamente abrumada por los avatares existenciales de do?a Urraca y decidi¨® disfrutar de la luminosa jornada salmantina, aventur¨¢ndose al exterior. Visit¨® el convento de las Due?as y su lujurioso claustro renacentista; visit¨® San Esteban, donde las filigranas platerescas de la fachada empezaron a cosquillearle el ¨¢nimo; lleg¨® a las Escuelas Menores, cuyo patio confundi¨® con el sal¨®n de Afrodita; alcanz¨® la universidad, asegura que oy¨® a fray Luis y a Unamuno impartiendo sabidur¨ªa; ascendi¨® y descendi¨®, varias veces, la famosa escalera y dice que lo hizo al vuelo para no pisar semejante suntuosidad, y, finalmente, se hallaba contemplando la fachada del edificio cuando el plateresco se le subi¨® a la cabeza, y tambi¨¦n ella, como la plaza Mayor, empez¨® a girar, a zumbar y a cantar. Un joven rubio se le ofreci¨® como gu¨ªa capaz de introducirla en la simbolog¨ªa de la fachada, despu¨¦s el rubio se le ofreci¨® como gu¨ªa de la rubia ciudad, al anochecer le confes¨® no ser gu¨ªa profesional sino torero que se ganaba el pan como pod¨ªa en los dif¨ªciles inicios de una carrera que el ¨¦xito no tardar¨ªa en coronar... En fin, Anke ha regresado esta ma?ana a sus cl¨¢sicos, sin gu¨ªa y sin torero. Lee a Unamuno y me ha preguntado qu¨¦ significa vencejos. Una clase de p¨¢jaros. Le he recordado que los hemos visto, durante el viaje, volando en el honzonte, negros, de forrna parecida a la de las gaviotas, pero m¨¢s peque?os, presagiando el estancamiento de nubes. Anke ha vuelto al poema de Unamuno: "...ya vuelven los vencejos, las cosas naturales siempre vuelven". Mart¨ª, sensible a la desdicha de la centroeuropea burlada, ha intentado devolverle la esperanza sugiriendo que el falso gu¨ªa, el falso torero, tal vez el falso rubio, quiz¨¢ vuelva a la ciudad cualquier lunes de agua y, cronica del pasado hist¨®rico salmantino en mano, el baterista nos ha le¨ªdo lo siguiente: "Pasada la Semana Santa, el lunes siguiente despu¨¦s de Pascua, autorizaba el Concejo salmantino, all¨¢ por los esplendores del siglo XVI, que volvieran a la ciudad las mujeres que hab¨ªan sido apartadas de los burdeles desde que comenzara la mortificaci¨®n cuaresmal. Cumplida la abstinencia, los estudiantes, sopistas y gorrones, en grand¨ªsima algarab¨ªa, sub¨ªan a buscar a las damas en sus retiros, Tormes arriba, en toda clase de barcas y esquifes que ornaban para la ocasi¨®n con los primeros brotes primaverales".
Soria
Tras despedimos de Anke en ?vila, donde decidi¨® quedarse hasta qui¨¦n sabe cu¨¢ndo, sumida en una melancol¨ªa nada carmelita, emprendimos, Mart¨ª y yo, un desordenado deambuleo por tierras segovianas. Segovia, ciudad, aparec¨ªa esplendorosa desde el Alc¨¢zar, a orillas del Eresma, y el regodeante bullir urbano nos incitaba a rebelarnos contra los r¨ªgidos dictados del ya m¨¢s que apretado calendario, sumo castrador de felicidad. Los reales sitios, ya serranos (La Granja de San lldefonso, Riofr¨ªo) soportaban con resignaci¨®n la sequedad agoste?a que mengua su afrancesada belleza, pero no logra anularla. En el llano, los verdes pinares, en las comarcas de Cu¨¦llar, Coca y Santa Mar¨ªa de Nieva, dulcificaban la se?orial vetusteza de castillos y memorables iglesias y murallas. No nos detuvimos en Nava de la Asunci¨®n donde, hasta no hace mucho, hubo una casa solariega a la que el poeta Jaime Gil de Biedma, ya desaparecido, "siempre acababa por volver". La verja del cementerio, apartado del pueblo, estaba cerrada y dejamos que la habanera de Carmen sonara, potente, en el radiocasete del coche aparcado. Un paseante nos mir¨®, sorprendido, y, luego, reemprendi¨® el paso, sin entender.
La risue?a Alameda de Cervantes, en Soria, bulle a la hora del paseo de la tarde, llena de veraneantes que van y vienen de la ajardinada avenida al comercial Collado. Es nuestro ¨²ltimo d¨ªa de viaje y Mart¨ª ha insistido en volver a la plaza de la Audiencia, solitaria y magn¨ªfica en su sencillez. Rodeando el impresionante palacio renacentista de los condes de G¨®mara, repetimos visita a Santo Domingo. Veo al joven baterista frente a la fachada rom¨¢nica m¨¢s bella del mundo, y la fragilidad del casi adolescente se suma a la de la belleza de la piedra: siento un ligero sobresalto. Adivino que, durante los pr¨®ximos d¨ªas, me perseguir¨¢ la visi¨®n de la ligera figura del baterista paseando por entre los arcos de San Juan de Duero, o por el l¨ªrico y arbolado camino de San Saturio; le ver¨¦ contemplando la estremecedora ciudad, desde el Mir¨®n, y le recordar¨¦ frente a la destartalada entrada del instituto Antonio Machado. Y experimentar¨¦ un ligero remordimiento: la joven sensibilidad del baterista merec¨ªa mejor gu¨ªa para descubrir lo que s¨®lo hemos entrevisto. Le he hecho jurar que, nunca m¨¢s, cometer¨¢ insensatez semejante a la que acabamos de hacer: recorrer tanta maravilla en tan poco tiempo. Ha levantado una mano al cielo castellano, asintiendo, y ha completado el juramento con una seriedad aleccionadora: "Ni intentar¨¦ resumirla en diez folios". Luego, me ha comunicado que, antes de partir, quiere dar un paseo, solo, "por abajo". Y ha se?alado el Duero. Creo que, a pesar de todo, algo ha entendido.
Ma?ana: Galicia / 1
En el d¨ªa de la patria gallega
Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n
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