Zoolog¨ªa moral
Hace dos o tres meses acab¨® mi programa favorito de televisi¨®n, el ¨²nico capaz de hacerme abandonar cualquier otra obligaci¨®n o recreo para disfrutarlo. Era (es, porque por fortuna puede conseguirse toda la serie en v¨ªdeo) La vida a prueba, dirigido por David Attemborough, el hermano listo del empe?oso Richard. No he le¨ªdo demasiados comentarios sobre estos documentales excepcionales, quiz¨¢ porque la admiraci¨®n pura puede pasarse de glosas. Su tema, me atrevo a record¨¢rselo a quienes imperdonablemente se los hayan perdido, es el comportamiento comparado de los animales en todos los aspectos de la vida: nacimiento, cr¨ªa, nutrici¨®n, alojamiento, apareamiento, defensa y ataque, etc¨¦tera. Una realizaci¨®n prodigiosa y una informaci¨®n exhaustiva para mejor narrar lo m¨¢s ins¨®lito: la descifrable rutina de otros seres.El espect¨¢culo resulta fascinante y sobrecogedor. Le pone a uno delante aquello a lo que Baudelaire fue tan sensible, "el ¨¦xtasis de la vida y el horror de la vida". Visto superficialmente, y pese a ocasionales toques de comedia o de seco romanticismo, el conjunto pertenece a lo que podr¨ªamos llamar el g¨¦nero terror¨ªfico. Para luchas sin cuartel ni miramientos, la m¨¢s vieja de todas, la lucha por la existencia: rech¨¢cense imitaciones. El hecho de que la vida siempre se abra paso por medio del espanto no aminora el espanto, sino que lo refuerza. Todo est¨¢ calculado... Viendo los programas de Attemborough aprende uno la filosof¨ªa de Schopenhauer sin necesidad de leerla y comprende la piedad impl¨ªcita en el dictamen cartesiano de los animales-m¨¢quinas. ?Como buen racionalista, pretend¨ªa escamotear el sufrimiento de los sin pecado!
No hace falta ser Walt Disney para caer en la tentaci¨®n de antropomorfizar en ternurismo o moraleja todas esas fatigas y celadas, esos sobresaltos gen¨¦ticamente programados. Se parecen, sin mucho rebuscamiento, a otros que conocemos demasiado bien. Son afanes que resuenan como un eco tras los nuestros: problemas de supervivencia y convivencia que cada especie tiene su propio modo de afrontar y sobre los que nosotros debemos improvisar e innovar, no siempre con demasiado acierto. Ante los remedios zool¨®gicos a las complicaciones vitales puede experimentarse a veces envidia, por la firme contundencia de la soluci¨®n adoptada; en otras ocasiones, cierto alivio por rituales atroces de los que parecemos estar ya libres. Los nuestros estilizan impulsos semejantes, pero a?aden una incertidumbre creadora que requiere el nunca garantizado acuerdo de las voluntades y sabe aprovechar las rebeld¨ªa s discrepantes. Siempre lo que ideamos guarda perceptible un trasunto zool¨®gico, pero en nada se nota tanto nuestra diferencia espec¨ªfica como en nuestros "parecidos" con otros seres vivos. Desde luego somos tan naturales como los dem¨¢s, pero -caso ¨²nico- naturalmente artificiales. Hace poco lo comentaba muy bien Cayetano L¨®pez en un precioso art¨ªculo (Lo natural y lo humano, EL PA?S 8 de agosto).
En lo que m¨¢s diferimos de los animales es en nuestra posibilidad de sentir complejos respecto a ellos, sea de superioridad, de inferioridad o de identificaci¨®n. La tendencia actual parece ir en la l¨ªnea apuntada por aquella definici¨®n que dio Thomas Szasz de la raz¨®n: "Es la caracter¨ªstica que distingue a los seres humanos de los animales y que los seres humanos emplean en negar la validez de esta distinci¨®n". Todas las especulaciones recientes sobre los derechos de los animales confirman tal dictamen. Una de las exposiciones m¨¢s articuladas de este complejo aparece en el libro El contrato animal (Emec¨¦, 1991), de Desmond Morris, que hace a?os ya hab¨ªa acariciado a contrapelo el af¨¢n zoom¨®rfico de las multitudes con El mono desnudo. El t¨ªtulo de la obra de Morris alude, claro est¨¢, a El contrato social, de Rousseau. Seg¨²n ¨¦l existe un impl¨ªcito contrato entre animales y hombres que nos convierte en socios para compartir el planeta. "La base de este contrato consiste en que cada especie debe limitar el crecimiento de su poblaci¨®n de tal modo que permita la convivencia con otras formas de vida". Los hombres hemos roto el pacto al creemos "el peligroso cuento de que la humanidad est¨¢ por encima de la naturaleza". Esta arrogancia nos ha llevado a explotar y humillar a los bichos de mil maneras, en contra de nuestro compromiso inicial. Morris concluye su libro proponiendo un nuevo dec¨¢logo de derechos de los animales, cuyo respeto restaurar¨¢ la vigencia del contrato animal. No queda claro si debemos actuar as¨ª por lealtad a los animales o por miedo al castigo que pueda infligimos la naturaleza en caso contrario, aunque el autor parece inclinarse por esta ¨²ltima y veladamente teol¨®gica amenaza.
Este contrato de Morris recuerda mucho a aquel famoso de los hermanos Marx, el de "la parte contratante de la primera parte dice a la parte contratante de la segunda parte, etc¨¦tera". Morris habla por todas las partes y firma dos veces. Si alguna vez se ha llegado al colmo de la manipulaci¨®n antropoc¨¦ntrica y de la negaci¨®n de lo natural como natural es precisamente ahora. El primero de los derechos o mandamientos inventados por Morris reza as¨ª: "Ning¨²n animal debe ser revestido de cualidades imaginarias relativas al bien o al mal para satisfacer nuestras creencias supersticiosas o nuestros prejuicios religiosos". Por lo visto, al buen se?or, el convertir velis nolis a los animales en "socios" de los hombres, en "parte contratante" y en "derecho-habientes" no tiene nada que ver con proyectar sobre ellos cualidades imaginarias relativas al bien o al mal para satisfacer supersticiones zo¨®latras. Antes incluso se ha burlado, con laico regocijo, de los paganos desvar¨ªos de los egipcios respecto a gatos y escarabajos o de los jud¨ªos contra los cerdos... En cambio, ¨¦l se debe considerar el colmo de la ciencia cuando afirma: "Est¨¢ mal aplicar las duras reglas del comercio a la vida de los animales. Debemos admitir que la calidad de vida es tan importante para ellos como para nosotros". ?Gracias, Darwin!
No quiero dar la impresi¨®n de que Desmond Morris es un extremista de la zoolatr¨ªa. Pese a una exhortaci¨®n de carne y verduras sint¨¦ticas (supongo que para aumentar la comuni¨®n del hombre con la naturaleza), admite el uso de los animales como alimentaci¨®n humana. Es obvio que la eliminaci¨®n de microbios y bacterias, o de la filoxera y la langosta africana, tampoco le presentan problema, porque de esas incuestionables matanzas nada dice (aunque, parad¨®jicamente, recomiende no supeditar el respeto a los animales a que ¨¦stos nos resulten "simp¨¢ticos" o "bonitos"). Se muestra, en cambio, severo con el empleo de nuestros socios para la diversi¨®n humana o para productos de lujo (pieles, plumas, etc¨¦tera). Tales cosas, por lo visto, no son necesarias. Resulta as¨ª, seg¨²n Morris, que los hombres tenemos que basar nuestra conducta en las necesidades biol¨®gicas, mientras que los animales deben ser tratados de acuerdo con derechos morales. Poco a poco, la superstici¨®n b¨¢rbara retrocede...
Voltaire dijo que la superstici¨®n era a la religi¨®n lo que la astrolog¨ªa a la astronom¨ªa: la hija chalada de una madre muy sabia. Con mayor raz¨®n hubiese podido aplicar la misma humorada a este contrato animal imitado del contrato social. Todas las disquisiciones sobre "derechos" de los animales son la parapsicolog¨ªa de la ¨¦tica. Y como buena parapsicolog¨ªa, se rodean de cuanta parafernalia cient¨ªfica puede movilizar la credulidad tecnol¨®gica de materialistas arrepentidos y beatos reciclados. Los unos nos informan de lo poco que nuestro patrimonio gen¨¦tico difiere del de algunos simios y niegan, por tanto, que los humanos seamos particularmente ilustres: todo lo m¨¢s, ex simios. Los otros ser monean que los animales son m¨¢s respetuosos con el orden natural que nosotros, cosa bastante l¨®gica, si se tiene en cuenta que llamamos "orden natural" a lo que hacen los animales y "salvajada antinatural" a ciertos comportamientos humanos. Para todos ellos los animales son algo as¨ª como unos pobres raros, m¨¢s d¨®ciles y decorativos que los abundantes pobres corrientes y molientes que ya le hartan a uno. ?Pobres bichos! ?Si supieran que sus protectores no quieren rescatarlos del ruedo o del zoo m¨¢s que para llevarlos a la parroquia!
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