Las palabras mentirosas
De M¨¦xico a Ecuador, la palabrota pendejo quiere decir tonto. Misteriosamente, al cruzar la frontera peruana se vuelve su opuesto. En el Per¨², el pendejo es el vivo, el inescrupuloso audaz. En Colombia, en Venezuela, al cacaseno de provincias reci¨¦n llegado a la capital al que le venden el metro o el palacio de gobierno llaman lo que en el Per¨² al ministro manolarga que se llena los bolsillos robando y no le ocurre nada. En Centroam¨¦rica, una pendejada es una despreciable estupidez; en el Per¨², una deshonestidad que tiene ¨¦xito.La forma en que esa palabreja, originalmente empleada para designar el anodino velillo del pubis, se antropomorfiz¨® y pas¨® a designar al b¨ªpedo completo no es algo que me quite el sue?o. Pero s¨ª me intriga sobremanera -no: me llena de pavor- esa misteriosa raz¨®n por la que en mi pa¨ªs los tontos (le otras partes resultan los vivos, y los vivos for¨¢neos, los tontos. Pues la contrapartida de aquella metamorfosis es la que experimenta la palabra cojudo, ap¨®cope o reducci¨®n de cojonudo, que en tantas partes de Espa?a e Hispanoam¨¦rica sirve para designar -con groser¨ªa- a la persona o cosa formidable y excelente y, en el Per¨², en cambio, al imb¨¦cil.
Esas mudanzas sem¨¢nticas no son gratuitas, desde luego. Detr¨¢s y debajo de ellas, provoc¨¢ndolas y apuntal¨¢ndolas, hay una idiosincrasia y una moral, y, para decirlo con pedanter¨ªa, una Weltanschauvng. Podemos hablar de inversi¨®n de valores, craso maquiavelismo o de un pragmatismo pervertido que asfixia toda consideraci¨®n, principio altruista o solidario y promueve en la vida social un darwinismo nietzcheano: el culto al superhombre que sabe salirse con la suya aplastando a los dem¨¢s y el desprecio al ingenuo que, por respetuoso de la norma, est¨¢ condenado a fracasar en lo que emprende.
Entre 1945 y 1948 gobern¨® el Per¨² un destacado jurista: el doctor Jos¨¦ Luis Bustamante y Rivero. Escrib¨ªa ¨¦l mismo Sus discursos en un castellano castizo y elegante, era de una honradez escrupulosa y ten¨ªa la man¨ªa del respeto a la Constituci¨®n y a las leyes, a las que citaba, cada vez que abr¨ªa la boca, para explicar lo que hac¨ªa o se deb¨ªa hacer. La oposici¨®n lo bautiz¨®: el cojur¨ªdico. Es decir, un idiota que cree que las leyes llenen importancia, que se han hecho para ser cumplidas. El infame apodo prendi¨® r¨¢pidamente en el pueblo.
Durante la campa?a electoral para la presidencia, en 1990, una agencia especializada en encuestas de opini¨®n me permiti¨® asistir (del otro lado de un falso espejo) a una sesi¨®n en la que una se?ora diestra en estos menesteres auscultaba la opini¨®n de 125 ciudadanos lime?os sobre un candidato al que, en esos mismos momentos, se acusaba de tr¨¢ficos con propiedades inmuebles. Sin una sola excepci¨®n, todos afirmaron que votar¨ªan por ¨¦l. Y uno de ellos sintetiz¨® el porqu¨¦ con una frase exultante de admiraci¨®n: "?Es un gran pendejo, pues!".
Desde entonces he sentido la tentaci¨®n de escribir, con el t¨ªtulo de Di¨¢logo del pendejo y el cojudo, una suerte de ap¨®logo, a la manera de esos que escrib¨ªan los fil¨®sofos del siglo de las luces, sosteniendo que las miserias de mi pa¨ªs no cesar¨¢n, y m¨¢s bien seguir¨¢n aumentando, hasta que los peruanos recompongamos nuestra tabla de valores sem¨¢nticos y dejemos de llamar vino al pan y pan al vino. O, dicho sin alegor¨ªas, degrademos al ¨²ltimo lugar de la escuela de tipos humanos a ese admirado pendejo que hoy la preside y ascendamos de un solo envi¨®n, al primer lugar, al ridiculizado cojudo. Porque no son los p¨ªcaros audaces y simpatiqu¨ªsimos que act¨²an como si estuvieran m¨¢s all¨¢ del bien y del mal los que labran la grandeza de las naciones, sino esos aburridos personajes que conocen sus l¨ªmites, diferencian lo que se debe y puede hacer de lo que no y son tan poco imaginativos que viven siempre dentro de la ley.
Lo que ocurre con las palabras pasa tambi¨¦n con las instituciones, y eso no s¨®lo en el Per¨²: es, por desgracia, un mal latinoamericano. En nuestros pa¨ªses, las ideas, las creencias, los sistemas que importamos a menudo experimentan m¨¢gicas sustituciones de sentido y de m¨¦dula, aunque su apariencia prosiga inc¨®lume. Se siguen llamando lo mismo, pero en realidad se han vuelto ant¨ªpodas de lo que dicen ser. El fen¨®meno es tan extendido y de consecuencias tan nefastas para la vida pol¨ªtica, econ¨®mica y cultural de Am¨¦rica Latina, que sin exageraci¨®n puede decirse que nuestro fracaso como naciones -nuestra pobreza y atraso en relaci¨®n con Am¨¦rica del Norte, Europa y, ahora, con buen n¨²mero de pa¨ªses de Asia- se debe a esa terrible propensi¨®n nuestra a desnaturalizar lo que decimos y hacemos, empleando mal las palabras, corrompiendo las ideas y suplantando los contenidos de aquellas instituciones que regulan nuestra vida social, unas veces de manera sutil y otras abrupta y soez.
Nos emancipamos de Espa?a para ser libres, pero nuestra ineptitud para gobernarnos con algo de sentido com¨²n -para aprender del error seg¨²n la f¨®rmula de sir Karl Popper- y hacer las cosas de manera razonable nos empobreci¨® tanto que nuestra adquirida libertad se volvi¨® caricatura, una forma m¨¢s sutil de servidumbre que nuestra antigua condici¨®n colonial. La libertad con pobreza (o, peor, con miseria) es tal vez posible en el caso de ciertos individuos fuera de lo com¨²n, personalidades ejemplares a quienes el desasimiento de lo material, la vida asc¨¦tica, da una gran fortaleza de esp¨ªritu; pero, en el caso de una naci¨®n, la soberan¨ªa es un mito, una f¨®rmula ret¨®rica desmentida brutalmente cada vez que sus intereses entran en colisi¨®n con los de las naciones poderosas. Como, luego de alcanzar la independencia, fuimos incapaces de darnos Gobiernos estables y democr¨¢ticos, y nos dividimos y desangramos en luchas de facciones, nos quedamos pobres, y por tanto vulnerables, v¨ªctimas de invasiones., ocupaciones y despojos. Por eso perdimos muchas veces en la pr¨¢ctica esa libertad de la que se jactaban nuestros gobernantes y nuestras constituciones. Aunque no nos guste que as¨ª sea -y a m¨ª no me gusta, desde luego-, lo cierto es que un pa¨ªs pobre y atrasado es precariamente libre. Pues en t¨¦rminos nacionales una cierta prosperidad y poder¨ªo es el requisito indispensable de la libertad.
En tanto que nuestro vecino del norte, luego de su independencia, se dio una Constituci¨®n -sencilla y breve- que hasta ahora le sirve para organizar el funcionamiento democr¨¢tico de esa vasta sociedad que son los Estados Unidos, la proliferaci¨®n de cartas magnas, leyes fundamentales o constituciones
Las palabras mentirosas
en los pa¨ªses latinoamericanos s¨®lo puede parangonarse con la hinchaz¨®n palabrera de esos mismos textos, cada uno de los cuales, por lo general, aventaja y enaniza al precedente en el n¨²mero de cap¨ªtulos y disposiciones. El pecado mortal de todos ellos es que nunca tuvieron mucho que ver con la realidad que los produjo; eran ficciones que no dec¨ªan su nombre, as¨ª como muchas obras latinoamericanas del periodo indigenista y costumbrista que se llamaban novelas eran, en verdad, documentales sociol¨®gicos, compilaciones ¨¦tnicas, arengas pol¨ªticas o catastros geogr¨¢ficos sin mayor parentesco con la literatura.Enfrascarse en esas constituciones que, en la historia de Hispanoam¨¦rica, se suceden como las bengalas de un fuego de artificio es pasear por la irrealidad, entrar en contacto con un curioso h¨ªbrido: lo imaginario-forense, lo po¨¦tico-legal. Su abundosa logomaquia prescribe -describe- rep¨²blicas ejemplares, poderes independientes que se fiscalizan uno al otro, voluntades ciudadanas que se manifiestan a trav¨¦s del voto, comicios pulqu¨¦rrimos, libertades garantizadas, tribunales probos y asequibles a todo el que sienta sus derechos vulnerados, propiedad privada inalienable, fuerzas armadas sometidas al poder civil, educaci¨®n universal y gratuita, etc¨¦tera. Por lo com¨²n, nada de lo que aquellas cartas fundamentales dispon¨ªan lleg¨® a encarnarse en esos pa¨ªses reales que, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, vivieron convulsionados por guerras civiles, motines, golpes de Estado, elecciones ama?adas, el caciquismo y la dictadura militar.
De manera poco menos que axiom¨¢tica, fueron los tiranos m¨¢s sangrientos los que hicieron promulgar las constituciones m¨¢s civiles y liberales, y los reg¨ªmenes m¨¢s olig¨¢rquicos los de cartas magnas m¨¢s igualitarias. El desprecio por el contenido genuino de las palabras y las ideas, esa ol¨ªmpica desverg¨¹enza para divorciar lo que se dice de lo que se hace, son constantes latinoamericanos que han practicado por igual conservadores y progresistas. Y ello es evidente, sobre todo, en esas constituciones puntillosas y lib¨¦rrimas que nunca fueron aplicadas; que no fueron concebidas para ser aplicadas, sino para estar all¨ª, como bellos adornos y coartadas formales de los due?os del poder. Su parecido es grande con esos discursos de los dictadores, de cualquier signo, que, de Somoza a Fidel Castro, han chisporroteado siempre con ruidos que sonaban as¨ª: justicia y libertad.
Esa aptitud para desalmar a las palabras, desasoci¨¢ndolas de los actos y las cosas, desastrosa en la vida social y pol¨ªtica, pues de ella resultan la confusi¨®n y la anarqu¨ªa, tiene en cambio muy provechosas consecuencias en la literatura. Esa alquimia irresponsable en el uso del lenguaje se convierte, por ejemplo, en manos de un poeta como Vallejo, a la hora de Trilce, en suprema libertad, en audaz rebeld¨ªa contra el acartonamiento de las im¨¢genes y las rutinas verbales de su tiempo, y, en el Neruda de Residencia en la tierra, en una profunda explotaci¨®n de la subjetividad y el instinto, en una representaci¨®n alucinante del deseo humano, dominio donde la incoherencia y los contrasentidos son inevitables. Y en un Nicanor Parra, que ha hecho del disparate sem¨¢ntico y gramatical una forma de genialidad art¨ªstica, en un refinado m¨¦todo de creaci¨®n po¨¦tica.Un artista puede permitirse todas las suplantaciones que se le antojen a la hora de crear: ellas quedar¨¢n justificadas o invalidadas por el grado de consistencia y originalidad que alcance lo que crea. (El poeta simbolista peruano Jos¨¦ Mar¨ªa Eguren encontraba que la palabra nariz era horrible y la reemplazaba en sus poemas con nez. Escrib¨ªa tambi¨¦n barbaridades como tristura o celestia que, fuera de sus poemas, hacen chirriar los dientes; dentro de ellos, en cambio, suenan bien).
Pero en el discurso pol¨ªtico la falta de propiedad es un signo inequ¨ªvoco de incivilizaci¨®n. El babelismo que practicamos al elaborar nuestros idearios, explicar nuestras convicciones, intenciones y metas c¨ªvicas, dictar las leyes, justificar nuestras conductas y definir nuestras instituciones, hace que nuestra vida pol¨ªtica y social -por lo menos la oficial- tenga mucho que ver con la ilusi¨®n y poco con la realidad. Esta censura es peligros¨ªsima, por dos razones. La primera, porque, en una sociedad democr¨¢tica, toda acci¨®n de reforma econ¨®mica o institucional requiere apoyo popular, y este apoyo, para ser s¨®lido y bien fundado, exige una comprensi¨®n cabal de aquello que est¨¢ en juego, de la naturaleza y sentido de lo que se va a reformar y de la manera en que la reforma va a ser hecha. Si las palabras no expresan n¨ªtidamente lo que deben expresar, si no se funden y desaparecen hasta ser una misma realidad con la cosa o el acto que nombran o califican, si se las usa de manera ambigua o, peor a¨²n, mentirosa, para pasar de contrabando algo diferente a lo que son y representan, un principio b¨¢sico de la cultura democr¨¢tica queda vulnerado: el famoso contrato social se vuelve estafa social. Y cuando el pueblo descubre que se le ha dado gato por liebre, que -enga?ado por el espejismo de las palabras- apoy¨® algo opuesto a lo que se le dijo que apoyaba -o rechaz¨® algo distinto a lo que crey¨® que rechazaba- simplemente retira su respaldo y lo muda en rechazo frontal. Y en democracia no hay pol¨ªtica que tenga ¨¦xito con la hostilidad activa de la poblaci¨®n.
La segunda raz¨®n es que ella deval¨²a el lenguaje pol¨ªtico hasta restarle credibilidad a la pol¨ªtica misma y, por supuesto, a los pol¨ªticos. Aqu¨¦lla aparece, m¨¢s y m¨¢s, como una representaci¨®n -en la acepci¨®n teatral del t¨¦rmino- en la que lo que se dice y hace es una suerte de coreograf¨ªa desconectada de la verdad y de la experiencia -los problemas que se viven, los sufrimientos que se padecen, las necesidades que claman por una soluci¨®n-, en la que unos perse-najes m¨¢s o menos locuaces e insinceros se ejercitan en el arte de embaucar a las gentes, diciendo cosas que no hacen.y haciendo cosas que no dicen.
Que aquello ocurra con las dictaduras no tiene nada de sorprendente. El arte de mentir les es constructivo, sobre todo en Am¨¦rica Latina, donde, con la excepci¨®n tal vez de las dictaduras de Castro y de Pinochet -inspiradas en una cierta concepci¨®n ideol¨®gica no democr¨¢tica que ellos reivindicaban como fuente de legitimidad-, todos los tiranuelos y dictadorzuelos que hemos padecido, no basaban su poder en creencia, filosof¨ªa o idea alguna, s¨®lo en la fuerza, el apetito crudo de llegar al poder y perpetuarse en ¨¦l para aprovecharlo hasta el hartazgo. Es natural que en las bocas de estos hombres fuertes -general¨ªsimos, padres de la patria, benefactores, caudillos, etc¨¦tera- y en las de los letrados, pol¨ªgrafos, leguleyos y r¨¢bulas a su servicio, el vocabulario pol¨ªtico se prostituyera sin remedio y palabras como Iegalidad", "libertad", "democracia", "derecho", "orden", "equidad", "igualdad", adoptaran, desde la perspectiva del hombre com¨²n, las mismas jibas, bubas, excrecencias monstruosas y grotescas que adoptan las caras y, cuerpos de las personas en esas casetas de espejos def¨®rmantes de los parques de atracciones.
Pero lo grave es que en nuestros periodos democr¨¢ticos, cuando la vida pol¨ªtica de nuestras naciones transcurr¨ªa bajo Gobiernos nacidos de elecciones, ocurr¨ªa tambi¨¦n a menudo la misma desnaturalizaci¨®n del discurso pol¨ªtico por obra de los pol¨ªticos, (entendida esta expresi¨®n en su sentido m¨¢s ancho: los que hacer pol¨ªtica y los que hablan y, escriben sobre ella). ?sta es una poderosa tradici¨®n que gravita con mucha fuerza sobre nuestras sociedades y, por eso, no es f¨¢cil sacudirse de ella. Pero si no hacemos un esfuerzo tit¨¢nico para conseguirlo y purgarnos nuestro lenguaje pol¨ªtico de las infinitas impurezas, equ¨ªvocos, paralogismos, contradicciones, mitos y trampas que lo tienen estragado, y no le devolvemos la propiedad sernz¨¢ntica que nos permita entendenos sobre lo que queremos y hacemos, y averiguar lo que realmente nos acerca o nos distancia, corremos el riesgo, ahora que tantas cosas parecen haber cambiado para bien en America Latina -han ca¨ªdo las dictaduras militares y, con excepci¨®n de Cuba, todos nuestros Gobiernos son civiles y representativos lo m¨¢s importante, hay un consenso en nuestros pueblos a favor del sistema democr¨¢tico-, de fracasar una vez m¨¢s en nuestra historia y de que el ideal de ser pa¨ªses modernos quede remitido de nuevo a las calendas griegas.
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