Problema real, respuesta equivocada
LOS PIQUETES que patrullan en algunos barrios a la busca y captura de narcotraficantes y, m¨¢s frecuentemente, de toxic¨®manos constituyen respuestas ilegales y equivocadas a un problema real. Respuesta ilegal, porque la ley de Lynch no figura en la normativa ni en la filosof¨ªa conceptual de ning¨²n Estado de derecho; equivocada, porque no sirve para acabar con el mal que se combate y provoca otros. Pero problema real, porque el de la inseguridad ciudadana asociada a la droga ha convertido a ciertos barrios en un infierno.Evitar que prosiga la sangr¨ªa ocasionada por el consumo de hero¨ªna entre. los j¨®venes es un objetivo propio de la pol¨ªtica sanitaria. Es hora de decir rotundamente a este respecto que el Plan Nacional contra la Droga se ha convertido en un gran fiasco cuya responsabilidad corresponde en buena medida a un Ejecutivo que lleva nueve a?os gobernando sin abordar en profundidad un problema que ha aumentado espectacularmente en este periodo.
Pero la droga es tambi¨¦n el centro de un negocio. Y desde el momento en que hay gente que roba y mata por conseguirla, un negocio que afecta a la seguridad de todos. Algo, por tanto, que tiene que ver con el derecho de los ciudadanos a ser y saberse protegidos frente, a la delincuencia. Al tendero que es atracado tres veces al mes o a las personas que llevan a?os sin poder pisar las calles a partir de determinada hora no se les puede responder que el asunto de la droga es muy complejo y que por el momento no cabe hacer otra cosa que aguantarse. Una respuesta tal equivaldr¨ªa a reconocer el fracaso del Estado como tal y, por tanto, una crisis democr¨¢tica de consecuencias perversas. Hay que rechazar, pues, cualquier puja por la demagogia en este aspecto.
Los efectos m¨¢s visibles del comercio de la droga han ido desplaz¨¢ndose en las grandes ciudades a los barrios perif¨¦ricos; en general, a los m¨¢s miserables y marcados por la marginalidad social de una parte de sus habitantes. Ese desplazamiento no es ajeno a la propia decisi¨®n pol¨ªtica de concentrar la actuaci¨®n preventiva y represiva de la polic¨ªa en las zonas c¨¦ntricas de las ciudades. Empujada tambi¨¦n por la presencia disuasoria de los servicios privados de seguridad en las urbanizaciones de m¨¢s alto nivel de renta, la droga ha encontrado su gueto en la periferia marginalizada, a la que ha llegado con su inevitable acompa?amiento: la inseguridad, en sus m¨²ltiples manifestaciones, pero tambi¨¦n el espect¨¢culo cotidiano de la degradaci¨®n de los yonquis, los riesgos de contagio de ciertas enfermedades, el temor de que los ni?os sean iniciados en pr¨¢cticas ya habituales en el barrio.
Las personas que estos. d¨ªas se han movilizado contra tal situaci¨®n han esgrimido argumentos muy discutibles; pero es irrebatible el que afirma que si son v¨ªctimas directas o indirectas de esos problemas relacionados con la droga es porque no cuentan con medidas de seguridad equivalentes a las que existen en otras zonas menos deprimidas de la ciudad. Y si la movilizaci¨®n se ha extendido con tanta rapidez es, sobre todo, por el contraste que los vecinos advierten entre la angustia y la sensaci¨®n de indefensi¨®n con que viven esos problemas y la impresi¨®n de impunidad que transmite el mundo de la delincuencia asociada a la droga.
Aunque esa impunidad, con su carga de desmoraliz¨¢ci¨®n social, ya ven¨ªa siendo denunciada por las asociaciones de vecinos, la rebeli¨®n actual las est¨¢ desbordando en favor de un nuevo asociacionismo con acusados rasgos populistas y xen¨®fobos. Pero si es cierto que algunas de las movilizaciones de estos d¨ªas han revelado preocupantes contradicciones, su reduccionista identificaci¨®n con fen¨®menos racistas o protofascistas oscurece m¨¢s que aclara su significado.
Ausencia de respuestas
M¨¢s probable parece, en cambio, que sea precisamente la ausencia de respuestas democr¨¢ticas a los problemas que de manera m¨¢s o menos confusa expresan esas movilizaciones lo que contribuya a crear el caldo de cultivo necesario para que prendan los mensajes del populismo de extrema derecha. Por ello, la peor de todas las respuestas ser¨ªa la del silencio; o su equivalente: el discurso bien pensante de quienes consideran que esos problemas no tienen soluci¨®n (o siquiera alivio) en el marco de la sociedad actual, y supeditan cualquier medida concreta a ciertos cambios culturales o sociales tan deseables como, por el momento, inalcanzables.
Seguramente es cierto que una soluci¨®n definitiva a los problemas de seguridad relacionados con la droga pasa por la eliminaci¨®n de su car¨¢cter de muy rentable negocio clandestino; es decir, por la legalizaci¨®n de su venta o suministro controlado. Pero para ser eficaz, ello habr¨ªa de ocurrir simult¨¢neamente en todos los pa¨ªses, y no parece que tal soluci¨®n sea para ma?ana. No ser¨ªa decente decir a las v¨ªctimas que esperen a que los Gobiernos se pongan de acuerdo al respecto. Pero tampoco animarlas a desplegar iniciativas como la de acosar y linchar a los drogadictos. Es falso que de tales pr¨¢cticas derive una mayor seguridad ciudadana en sus calles y seguro, por el contrario, que conduce a una escalada de violencia incontrolada.
Por el contrario, iniciativas como la de las patrullas policiales de barrio -integradas por agentes conocidos por los vecinos- s¨ª podr¨ªan ser ¨²tiles para, al menos, evitar esa sensaci¨®n de impunidad que exaspera a los ciudadanos. Suprimir tal sensaci¨®n es la condici¨®n para establecer una relaci¨®n de confianza entre agentes y vecinos de la que depende en buena medida la eficacia, de la actuaci¨®n policial y judicial contra los traficantes.
Naturalmente que ello no resolver¨ªa el problema de la droga, pero es en cambio probable que ayudar¨ªa a evitar que se agravasen los problemas con ella relacionados. Incluido, y no en ¨²ltimo lugar, el de un movimiento incontrolado de vengadores particulares a la b¨²squeda de un l¨ªder suficientemente audaz para convertir esa indignaci¨®n en bandera contra las libertades. Esa desgraciada eventualidad, que acontecimientos recientes en diversos pa¨ªses europeos aconsejan no echar en saco roto, se ver¨ªa muy fortalecida si los gobernantes cometen determinados errores. Por ejemplo, el de creer que basta una legislaci¨®n lo suficientemente en¨¦rgica para que la seguridad florezca donde no la hay. Es lo que podr¨ªamos llamar el error Corcuera. Lo peor del mismo es que, al hacer depender cualquier avance en la eficacia policial de que los ciudadanos hagan la vista gorda sobre la vulneraci¨®n de determinados principios, se est¨¢ contribuyendo a acreditar aquello mismo que pregonan quienes consideran a la democracia un obst¨¢culo a sortear antes que un sistema de valores a defender. Verdaderamente, s¨®lo faltaba que a alguien se le ocurriera culpar a los intelectuales -referencia de inequ¨ªvoca resonancia para los espa?oles que conocieron el franquismo- de la oposici¨®n suscitada por algunos art¨ªculos del proyecto; pero ya ha ocurrido.
Otra variante es la de quienes consideran l¨ªcito convertir los nuevos problemas relacionados con el tr¨¢fico y consumo de drogas en terreno para las batallas y ajustes de cuentas entre partidos; actitud que podr¨ªamos denominar error ?lvarez del Manzano. Consiste en intentar ganar por la mano a la propia ley Corcuera, llevando su l¨®gica un metro m¨¢s all¨¢ mediante el establecimiento de multas a los yonquis que se inyecten en la calle. Es poco probable que esa normativa tenga alg¨²n efecto pr¨¢ctico respecto al consumo de droga, pero es, en cambio, bastante probable que sirva para aumentar el atasco -y por tanto el desprestigio- de la Administraci¨®n de justicia con las impugnaciones que, dado su endeble fundamento legal, a buen seguro provocar¨¢n tales multas.
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