Bienvenido, caos
El Wissenschaftkolleg se halla en un barrio boscoso de Berl¨ªn, entre altos ¨¢rboles, estanques con cisnes y calles tan pulcras que parecen de carta postal. La casa en la que vivo, a 500 metros del Kolleg, la construy¨® a fines del siglo pasado un arquitecto amante de las simetr¨ªas y de Roma: es maciza, rectil¨ªnea, con estatuas de guerreros, escudos, ¨¢guilas de piedra y medallones en lat¨ªn. Est¨¢ tambi¨¦n dentro de un bosque y con s¨®lo alzar la vista de mi escritorio aparecen a mi alrededor, en las ventanas, todos los bell¨ªsimos verdes y amarillos del oto?o. Por lo menos una docena de miembros del Kolleg viven aqu¨ª, con sus familias, pero jam¨¢s escucho el menor ruido ni me cruzo con nadie en unos pasillos que alg¨²n fantasma debe de barrer y lustrar mientras yo duermo, porque siempre est¨¢n limp¨ªsimos. Es verdad, se dir¨ªa que no hay sitio mejor en el mundo para trabajar. Pero en las semanas que llevo aqu¨ª he aprendido a desconfiar de las apariencias, sobre todo si ellas fingen el orden y la perfecci¨®n.La obligaci¨®n de quienes pasamos el a?o en el Kolleg es proseguir nuestros proyectos particulares y, unas cuantas veces por semana, almorzar juntos. En esos almuerzos me toca a veces al costado un especialista alem¨¢n de la caligraf¨ªa china del siglo XII, un core¨®grafo israel¨ª, un exegeta de Plat¨®n, un psicoanalista kleiniano o una antrop¨®loga australiana que investiga la brujer¨ªa. Pero yo hago siempre toda clase de malabares para sentarme cerca del f¨ªsico franc¨¦s que estudia el caos.
G¨¦rard tiene una barbita mefistof¨¦lica y una esposa griega simpatiqu¨ªsima, una ling¨¹ista desencantada de las teor¨ªas desconstruccionistas de Derrida y Paul de Man. El tambi¨¦n es muy simp¨¢tico, y aunque trabaja doce horas diarias, hace sus pausas para que vayamos de vez en cuando a la ¨®pera y a los conciertos. Luego, comiendo salchichas o alguna espantosa mezcla de carne con jalea de cerezas, yo lo acoso a preguntas ca¨®ticas que ¨¦l absuelve con paciencia y buen humor.
Cuando me dijo que estudiaba el caos cre¨ª que hac¨ªa una met¨¢fora. Pero la frase debe entenderse en sentido literal. El tema es vasto, desde luego, y G¨¦rard se aproxima a ¨¦l por varias v¨ªas. Una es la de los juegos infantiles. Muchos de ellos cruzan los siglos y las fronteras con un pu?ado de reglas id¨¦nticas, como el juego de la rayuela, el juego de las prendas y el juego de la berlina (yo he jugado de ni?o a los tres). Son muy distintos uno del otro, pero tienen algo en com¨²n entre ellos y con todos los dem¨¢s entretenimientos concebidos como un orden estricto, con principio, desarrollo y final: su resultado es siempre imprevisible. No hay operaci¨®n matem¨¢tica capaz de determinar de antemano su desenlace, como no la hay, tampoco, en el juego de naipes, el p¨®quer, o cuando, lanzando al aire una moneda, apostamos a ?cara o sello! Los ordenadores muestran que en todos estos casos lo imprevisible es lo ¨²nico que se puede prever. La reglamentaci¨®n inflexible que regula su funcionamiento es una ilusi¨®n, una m¨¢scara detr¨¢s de la cual hay incertidumbre y arbitrariedad.
No importa cu¨¢n elaborados y complejos sean esos ¨®rdenes que inventa el hombre para combatir el aburrimiento, el hambre, la violencia o el miedo, todos son precarios, pues la realidad ¨²ltima dentro de la que han sido construidos los desmiente y amenaza; ella carece de organizaci¨®n, de l¨®gica, de una coherencia objetiva que el conocimiento humano pueda aprehender. S¨®lo en su superficie es la realidad -social o fisica- un orden. Mientras m¨¢s penetrante es el an¨¢lisis que los avances de la ciencia contempor¨¢nea permiten en la estructura de la materia org¨¢nica, el espacio sideral o los elementos naturales, m¨¢s incierto y desconcertante es el territorio que se vislumbra. As¨ª, los cient¨ªficos de nuestros d¨ªas, despu¨¦s de tantas d¨¦cadas de seguridad, en las que la inteligencia humana parec¨ªa haber desentra?ado el orden que regula el mundo, las trayectorias de la vida, se hallan en una situaci¨®n parecida a la de aquellos audaces exploradores de los siglos XV y XVI que se aventuraban por los mares convencidos de que iban al encuentro de la confusi¨®n, de ese desorden primigenio que el hombre siempre ha poblado de monstruos de pesadilla.
El fil¨®sofo belga llya Prigogine, que gan¨® el Premio Nobel de Qu¨ªmica en 1977, asegura que Einstein se equivoc¨® cuando dijo que "Dios no jugaba a los dados", es decir, que el universo se reg¨ªa por leyes anteriores y ajenas a la voluntad humana. Seg¨²n ¨¦l, la materia es inestable, el orden fisico err¨¢tico, y todas las teor¨ªas cient¨ªficas deterministas, fundadas en la secuencia serial de causas y efectos, van siendo derribadas por las mismas razones que fue derribado el muro de Berl¨ªn: porque trataban de contener artificialmente una incontenible libertad que es, tambi¨¦n, condici¨®n esencial de la naturaleza. Libertad, en el orden f¨ªsico, significa caos: todo puede ocurrir en ¨¦l. Los an¨¢lisis cient¨ªficos que, vali¨¦ndose del c¨¢lculo de probabilidades, lo describen, saben ahora que s¨®lo pueden hacerlo parcial y provisionalmente, pues aquellos islotes que exploran est¨¢n flotando a la deriva en un oc¨¦ano de indeterminaci¨®n.
En la apasionante conversaci¨®n que sostuvo con Guy Sorman hace un par de a?os (Les vrais penseurs de notre temps), llya Prigogine le dio ejemplos muy gr¨¢ficos sobre la intervenci¨®n del azar en el dominio de la qu¨ªmica fisica, el de sus grandes hallazgos. Entre ellos, las estructuras disipadoras, formaciones que parecen ser una respuesta a la anarqu¨ªa que las circunda, al caos dentro del cual nacen. Su origen no se puede explicar, pues no surgen de acuerdo a l¨®gica alguna, pero su constituci¨®n es rigurosa y coherente; se las llama disipadoras porque consumen m¨¢s energ¨ªa que las estructuras a las que logran reemplazar. No hay que asustarse demasiado, pues, dice el profesor Prigogine, por la naturaleza ca¨®tica de la realidad en la que vivimos. Pues ese caos es capaz de generar espont¨¢neamente organizaciones y estructuras que hacen posible la vida.
Que del caos pueda surgir el orden, de manera espont¨¢nea, y que la instituci¨®n as¨ª nacida es m¨¢s eficiente, durable y provechosa para la sociedad que aquellas que el hombre inventa con la pretensi¨®n de planificar la vida es la tesis recurrente del m¨¢s radical de los pensadores liberales de nuestro tiempo, Frederik Hayek. En su ¨²ltimo libro, The fatal conceit, escrito al filo de los noventa a?os, con el mismo apasionamiento helado y la misma lucidez con que escribi¨® en 1944 su alegato a favor del mercado y la libertad como realidades inseparables, The road to Serfdom, Hayek ataca una vez m¨¢s aquella "fat¨ªdica presunci¨®n" de creer que un orden artificial, impuesto desde un poder centralizado, puede atender mejor las necesidades humanas que las acciones individuales, libremente decididas y ejercitadas dentro de ese vasto mecanismo incontrolable e impredecible que es el mercado. A este sistema nadie lo invent¨®, ninguna doctrina o filosof¨ªa lo inspir¨®: fue surgiendo poco a poco de las tinieblas supersticiosas y violentas de la historia, igual que las estructuras disipadoras de Bya Prigogine, como una necesidad pr¨¢ctica, para enfrentar la anarqu¨ªa que amenazaba con extinguir la vida humana.
S¨®lo las sociedades peque?as y solitarias pueden ser planificadas, dice Hayek. Pero no hay mente ni ordenador capaces de anticipar las ambiciones, informaciones y decisiones que pululan en esos enjambres, las sociedades modernas. Y, por lo mismo, no hay Gobierno capaz de organizar, armonizar y satisfacer los apetitos de semejante caos. Los que lo han hecho mejor son aquellos que no han pretendido hacerlo y han transferido esa ¨ªmproba tarea a la sociedad entera, permitiendo a cada individuo crear, producir y co-
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Bienvenido, caos
Viene de la p¨¢gina anteriormerciar con un m¨ªnimo de trabas, s¨®lo aquellas que evitan que la propia libertad entre en colisi¨®n con la de los dem¨¢s. Y, aunque a los constructivistas -amantes de ¨®rdenes artificiales- les parezca una contradicci¨®n, la experiencia muestra que son aquellas sociedades que no han temido desafiar al caos, y autorizado los mayores m¨¢rgenes de libertad en la vida econ¨®mica y social, las que han prosperado m¨¢s y, tambi¨¦n, las mejor defendidas contra la desintegraci¨®n.
Que en el ¨¢mbito de la ciencia el caos yaya adquiriendo derecho de ciudad no deber¨ªa sorprender a alguien que escribe y lee novelas. Pues ¨¦sta es una actividad incomprensible si no se tiene la conciencia o, por lo menos, la sospecha, en tomo nuestro, de aquel abismo tenebroso. ?Qu¨¦ nos dan el QuIote, La guerra y la paz, La monta?a m¨¢gica? Un placer que no es solamente el de una vida m¨²ltiple y sutil, de peripecias intrigantes y personalidades seductoras, sino, tambi¨¦n, el de un orden riguroso. Ese alivio que significa estar pisando firme en una tierra conocida, donde todo tiene un principio, un medio y un fin, y donde con una mirada envolvente podemos conocer las causas y los efectos de los hechos humanos, divertimos con los actos y juzgar las motivaciones secretas que los inspiran, ennoblecen o degradan. La vida que vivimos no e! nunca as¨ª. Jam¨¢s conoce mos el mundo real tan al detalle y de manera tan completa como esos que fingen las hermosas novelas. Para eso las escribimos y las leemos desde hace tanto tiempo: para vivir, en el que ellas nos sumergen, esa ilusi¨®n de congruencia que el mundo real nunca nos da.
El orden que crea la literatura es benigno y bienhechor, como el de ciertas filosof¨ªas -no el de todas, claro est¨¢-, o el de las artes, o el del sistema democr¨¢tico, o el del mercado. Porque gracias a ellos podemos defendemos del caos, poni¨¦ndolo al servicio de nuestra tranquilidad y bienestar. El orden que inventan las religiones es de sesgo m¨¢s ambiguo; sirve en algunos casos para sujetar la bestialidad humana dentro de ciertos l¨ªmites y reducir la violencia social, y en otros para legitimarlas y aumentarlas, como lo ha comprobado mi amigo Salman Rushdie que cumple precisamente hoy mil d¨ªas en la clandestinidad por la fatwa de los fan¨¢ticos musulmanes que lo condenaron a muerte.
Otros fan¨¢ticos andan sueltos tambi¨¦n por Europa en estos d¨ªas, tratando de crear ¨®rdenes sociales tan peligrosos y est¨²pidos como el de los fundamentalistas isl¨¢micos all¨¢ en el Medio Oriente. Salen a dar caza al turco, al gitano, al jud¨ªo, al ¨¢rabe, al que tiene otro color de piel o habla una lengua distinta. El extranjero ha sido siempre el enemigo para el hombre de esp¨ªritu tribal, para el primitivo que vive en el p¨¢nico perpetuo de las tinieblas exteriores, de lo desconocido y diferente. Que estos grupos racistas y xen¨®fobos sean minoritarios y que merezcan el repudio de la inmensa mayor¨ªa no deber¨ªa tranquilizar a nadie. El fascismo, el nazismo, el comunismo fueron eso al principio: peque?as bandas de inspirados, convencidos de una verdad tan contundente que pod¨ªa ser inculcada a todo el mundo a sangre y fuego. Para que este mundo promiscuo y desordenado fuera, por fin, justo y perfecto. "Qu¨¦ pretensi¨®n tan absurda", me dice mi amigo G¨¦rard. "Quieren convertir la realidad en un mecanismo de relojer¨ªa y ni siquiera podemos predecir la lluvia o el sol con una semana de anticipaci¨®n". Porque la ciencia de los meteor¨®logos da apenas para saber lo que ocprrir¨¢ con el tiempo los pr¨®ximos cuatro d¨ªas. Despu¨¦s ya no hay certeza: tal vez un hurac¨¢n que arrebate de un manotazo las hojas doradas de los tilos del barrio de Gr¨¹newald o un calorcito voluptuoso como el de esta ma?ana. O, qui¨¦n sabe, un segundo diluvio b¨ªblico que disipe a trombas de agua y viento las dudas que a¨²n tienen algunos sobre si la vida es caos.
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