La caja
Todos pasamos demasiado tiempo mirando la caja que ya no se conoce como la caja boba, puesto que nos hemos hecho todos bobos. Ha llegado el momento de preguntarnos qu¨¦ es exactamente lo que sacamos de ella.Me declaro culpable como el que m¨¢s de pasar demasiado tiempo ante ella. El nudo ocular adenoideo fue mi respuesta, a finales de la d¨¦cada de los cincuenta, al redescubrimiento de la civilizaci¨®n despu¨¦s de varios a?os en los kampongs malasios. Con frecuencia la gente me preguntaba qu¨¦ clase de televisi¨®n ten¨ªamos all¨ª, y se mostraba incr¨¦dula cuando respond¨ªa que, por el momento, no hab¨ªa ninguna. Incluso en los viejos d¨ªas de los dos canales en blanco y negro, en Occidente se daba por hecho que el entretenimiento era esencial para una vida completa. En efecto, la necesidad hab¨ªa precedido con mucho a la satisfacci¨®n. ?No hay un sistema de circuito cerrado en la obra de Robert Greene Friar bacon and friar bungay, producida por primera vez en los a?os cincuenta?
Durante m¨¢s de dos a?os, como cr¨ªtico de televisi¨®n del ahora desaparecido Listener, me alegr¨® aliviar mi culpa por mirarla demasiado al recordarme a m¨ª mismo que se me pagaba por ello. Cuando abandon¨¦ definitivamente Gran Breta?a, en 1968, me liber¨¦ de la seducci¨®n de tres canales en color. No cre¨ª que volver¨ªa a ser seducido de nuevo, ya que ser¨ªa un proscrito a merced de extra?as culturas. Sin embargo, pronto me hice adicto de Canzonissima, un programa de gran audiencia de la Radiotelevisi¨®n Italiana, por no hablar de los anuncios, que eran una especie de obras pirandellianas de un solo acto. El idioma no era una verdadera barrera. Pronto empez¨® a parecerme natural que Gary Cooper entrara en un saloon y saludara con "Ciao, ragazzi".
En M¨®naco, el banquete televisivo era multinacional y Francia e Italia resonaban a trav¨¦s de las fronteras nacionales. Largas estancias en Estados Unidos sirvieron para comprobar que exist¨ªan grandes regiones en las que, asc¨¦ticamente, s¨®lo se emit¨ªa por un canal, aunque en Nueva York la variedad era suficiente como para ponerte enfermo: las viejas pel¨ªculas que uno no se pod¨ªa perder se emit¨ªan de madrugada, con lo que el ritmo regular del sue?o se ve¨ªa peligrosamente alterado. En la actualidad paso gran parte de mi tiempo en el sur de Suiza, donde hay innumerables canales en cuatro idiomas, por no hablar de dialectos. Realmente, es demasiado.
A mi avanzada edad paso alg¨²n que otro mes en mi pa¨ªs de origen buscando una sepultura honorable. Sigo viendo cosas, pero el volver a mi propia lengua no supone demasiado alivio: escucho cada vez m¨¢s un blablabl¨¢ ininteligible. Sin embargo, tengo que reconocer que es aqu¨ª donde se hace la mejor televisi¨®n que uno puede ver, aunque el elogiarla me recuerda a los malditos de Cantos, de Ezra Pound, que alaban una clase de excremento humano a expensas de otra.
La verdad es que lo que llamamos televisi¨®n no es, en absoluto, televisi¨®n. En un tiempo se habl¨® del arte de la televisi¨®n, que significaba la explotaci¨®n de las limitaciones aceptadas. Se hac¨ªa un paralelismo con el arte de la radio, que hab¨ªa tenido su ¨¦poca de esplendor en la d¨¦cada de los treinta: un expresionismo ambicioso, que deb¨ªa mucho a la Rep¨²blica de Weimar, funcionaba antes de que aparecieran los magnet¨®fonos, cuando los gram¨®fonos eran de cuerda y los fundidos se consegu¨ªan cerrando con suavidad las puertas. En los primeros d¨ªas la televisi¨®n era en directo, y exist¨ªa la vaga emoci¨®n de saber que las l¨ªneas pod¨ªan fallar y las cosas ir mal. Los personajes no pod¨ªan cambiarse de ropa. Pod¨ªa abrirse una puerta y descubrir una c¨¢mara rodando. La calidad de los trozos de telecine era enorme y alentadoramente diferente de la que atrapaban las c¨¢maras de plat¨®. Hab¨ªa ese sentido de la limitaci¨®n sin el cual no puede decirse con propiedad que el arte exista.
En nuestros d¨ªas, la televisi¨®n es luna hermana pobre del cine. La llegada del v¨ªdeo ha hecho posible considerar el aparato de televisi¨®n como un vertidor de materiales del museo de pel¨ªculas personal. La obra de televisi¨®n ya no existe: los filmes televisivos, parientes pobres del cine hipertrofiado, siguen normas cinematogr¨¢ficas. Pero la experiencia de ver pel¨ªculas en televisi¨®n es desagradable y carece del sentido de la ocasi¨®n. Es demasiado f¨¢cil: uno se repantiga en zapatillas y camiseta en vez de sentarse junto a otros con un impermeable mojado. Esta domesticaci¨®n del cine disminuye a un gran medio. Vemos una pel¨ªcula, bostezamos, e inmediatamente exigimos otra. Cambiamos de canal, pero no apagamos el aparato con la suficiente frecuencia.
No niego que haya aprendido algo con la televisi¨®n -sobre todo acerca de los animales-, pero no he aprendido gran cosa si considero las horas que le he dedicado. No ha habido ni una sola revelaci¨®n televisiva que pueda compararse a, digamos, la primera audici¨®n de L?apr¨¦s-midi d?un faune o a la primera lectura de A handful of dust. Copar todos los minutos del d¨ªa -y, en la ITV, de la noche- con material visual asegura que ninguna transmisi¨®n resultar¨¢ especialmente importante. Todo se reduce a un sencillo pasto para el ojo; no se nos anima a seleccionar.
En sus primeros d¨ªas -no me estoy refiriendo a acontecimientos como la transmisi¨®n en sistema Baird de The man with the flower in his mouth (El hombre de la flor en la boca), de Pirandello, que vi en 1932; me remonto meramente a la d¨¦cada de los cincuenta- el medio,se dirig¨ªa directamente al espectador. 1984, de Orwell, reproduce la situaci¨®n de 1948, cuando a las se?oras mayores les daba verg¨¹enza desnudarse ante ese ojo que las miraba. Exist¨ªa, por lo menos, un sentido de la comprensi¨®n. Arrastrar a una v¨ªctima de las balas del IRA hasta el estudio y mostrarla, por as¨ª decirlo, muerta en directo, habr¨ªa sido sorprendente, y el Parlamento lo habr¨ªa condenado violentamente, pero habr¨ªa sido, al menos, una acci¨®n televisiva. Hoy en d¨ªa vemos. pel¨ªculas en color de v¨ªctimas de todas las atrocidades concebibles y su impacto epistemol¨®gico es el mismo que el de un anuncio de loci¨®n para despu¨¦s del afeitado. La muerte es ocio, porque se trata como ocio: las pel¨ªculas pueden manipularse y, por consiguiente, son ficticias.
Hace unos a?os durante una breve estancia en Hollywood, conoc¨ª a un productor convencido de que la BBC transmit¨ªa una obra de Shakespeare o Ch¨¦jov una vez a la se mana, pasaba el documental de turnosobre.el tomo de un alfarero en acci¨®n, hac¨ªa un breve repaso de las noticias y finaliza ba la emisi¨®n. Era un falso re
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cuerdo en los a?os cincuenta, y era una respuesta a la deslumbrante dieta televisiva de Los Angeles. Sin embargo, alguno de nosotros podemos recordar una ¨¦poca en la que los aparatos de televisi¨®n ten¨ªan puertas que s¨®lo se abr¨ªan ocasionalmente algunas noches, y se cerraban a la hora del vaso de leche caliente que ayudaba a dormir. Nunca volveremos a los d¨ªas en que pod¨ªa o¨ªrse a los apuntadores de las obras, los d¨ªas de los decorados baratos y de los intermedios suficientemente largos como para preparar un t¨¦. La comercializaci¨®n ha acabado con la era del buen gusto y los l¨ªmites en las horas de emisi¨®n. La BBC se ha visto obligada a copar el d¨ªa y la noche con un material tan mediocre que concede valor art¨ªstico a los anuncios, porque se le ha hecho creer que ha entrado en el mercado competitivo. Depende del telespectador el que aprenda a seleccionar, pero esto resulta dif¨ªcil cuando es la homogeneidad, de valor -y cada vez m¨¢s, por lo que parece, de contenido- lo que anima a los que hacen la programaci¨®n.
La respuesta es tener, apagado el aparato hasta que no veamos anunciada una reposici¨®n de El nacimiento de una naci¨®n o de Metr¨®polis. Por supuesto, incluso entonces la televisi¨®n seguir¨¢ sin comportarse como ella misma, sino que ser¨¢ un simple sirviente de un medio m¨¢s grande. O quiz¨¢, de los archivos de BBC-2 desempolven Parade's end (realizado en 1964); eso era televisi¨®n al servicio de la literatura, un empe?o absolutamente digno de alabanza. Creo que tenemos que acabar de una vez por todas con la noci¨®n de la noche dedicada a la televisi¨®n. Parece que hemos olvidado que hay otras cosas que hacer. Podemos escuchar un concierto en Radio 3, leer, hacer el amor, cocinar platos complicados, ir al bar o al teatro, tocar el piano o la guitarra. El problema es que nos hemos acostumbrado a la posibilidad de perdernos algo de la caja. De hecho, no nos estamos perdiendo nada. Conseguimos m¨¢s noticias a trav¨¦s de los peri¨®dicos y m¨¢s diversi¨®n con los libros de nuestra biblioteca. La televisi¨®n tiene que existir -es el fin indiscutible de un sueno cuyo significado nadie vio claramente-, pero no tiene que esclavizarnos. No importa qui¨¦n obtiene las licencias: todas son iguales. Y, por supuesto, son las verdaderas esclavas.
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