Los l¨ªmites de Europa
Cualquiera que sea la lectura que se haga del balance de la integraci¨®n de Espa?a en la Comunidad Europea (CE), no existe duda alguna de que los resultados son brillantes para nuestro pa¨ªs. Aislados durante siglos de las grandes tendencias continentales, obsesionados con la aventura de las Indias y encerrados en la defensa armada de la fe cat¨®lica, los espa?oles descubrimos en el reencuentro con Europa nuestra mayor¨ªa de edad pol¨ªtica y el resplandor del bienestar econ¨®mico. Naturalmente ha habido que pagar un precio por todo ello, y la factura puede acrecentarse a¨²n si las condiciones de "cohesi¨®n econ¨®mica" que Felipe Gonz¨¢lez reclama en defensa de los pa¨ªses del sur de la Comunidad no se ven atendidas en la cumbre que hoy empieza. Pero, con todo y con eso, y conocedores de las contradicciones y renuncias que la incorporaci¨®n a la CE ha supuesto en algunos casos, bien podemos decir que el resultado de la operaci¨®n es globalmente m¨¢s que positivo.Las discusiones que hoy y ma?ana tendr¨¢n lugar en Holanda tratan de eliminar los ¨²ltimos obst¨¢culos para la creaci¨®n de una moneda europea ¨²nica y de avanzar, siquiera t¨ªmidamente, en los procesos de cooperaci¨®n pol¨ªtica que configuran intereses tambi¨¦n comunes en la defensa y seguridad del continente y en la pol¨ªtica internacional de los miembros de la CE. Ya se ha escrito demasiado sobre las renuncias a la soberan¨ªa de cada Estado que estos procesos implican, aunque quiz¨¢ se hayan exagerado las reticencias brit¨¢nicas a esas renuncias e idealizado la disposici¨®n benevolente hacia las mismas por parte de franceses y alemanes. En realidad, las posiciones chovinistas en defensa de los intereses nacionales han subido de tono en todos los pa¨ªses de la Comunidad -incluido el nuestro-, seg¨²n se acercaba la fecha de la cumbre; y son ya demasiados los que amagan con romper la baraja si el juego no sale conforme a sus gustos como para no suponer que hay mucho de baladronada en las amenazas. Pero, al margen de la sinceridad y oportunidad de todas ¨¦stas, merece la pena detenerse un poco a analizar el panorama en el que se desarrolla esta reuni¨®n que pretende dar pasos de gigante en la construcci¨®n de la Comunidad. Porque, en definitiva, los acontecimientos externos a la cumbre van a configurar, tanto o m¨¢s que ¨¦sta, el devenir de nuestro continente.
Las condiciones de la llamada unidad europea han cambiado dram¨¢ticamente desde la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn y la descomposici¨®n del antiguo imperio del Este. La emergencia de nuevos Estados en el continente -algunos, como Ucrania, con la eventual caracter¨ªstica de ser potencia nuclear-, la guerra civil en Yugoslavia, la amenaza de un conflicto similar en la que fue Uni¨®n Sovi¨¦tica, la definici¨®n de los Estados Unidos de Am¨¦rica como solitario polic¨ªa del nuevo orden internacional -despu¨¦s de la guerra del Golfo- y las diferencias crecientes entre los propios integrantes de la Comunidad nos invitan a cuestionarnos sobre el significado real, aqu¨ª y ahora, de la palabra Europa. Parece obvia la acusaci¨®n de que una gran parte de los pa¨ªses que hist¨®rica, cultural y econ¨®micamente contribuyeron a la formaci¨®n de la conciencia continental se encuentran ahora fuera del proceso de unidad, en beneficio de las naciones perif¨¦ricas y de las menos identificadas con el sentimiento europeo. Desde ese punto de vista, los reclamos de pa¨ªses como Austria, Hungr¨ªa o Checoslovaquia y las tensiones que emanan desde los integrantes de la comunidad escandinava parecen justificados. En cualquier caso, no son insensibles a gran parte de ellos los designios del Gobierno de Bonn, consciente ¨¦ste de que el derrumbe del socialismo real y la desaparici¨®n del poder sovi¨¦tico otorgan a Alemania un nuevo papel, de caracter¨ªsticas casi hegem¨®nicas, en la ordenaci¨®n del continente. Si a?adimos a ello el creciente poder¨ªo econ¨®mico alem¨¢n, que ha logrado hacer girar en torno a su moneda todas las decisiones claves de la pol¨ªtica econ¨®mica de los Doce, la cuesti¨®n parece fuera de dudas. El embeleso de la reconciliaci¨®n franco-alemana se diluye cada d¨ªa que pasa, y los esfuerzos aparentes de los dos pa¨ªses por buscar en el Reino Unido el chivo expiatorio de las dificultades hacia la uni¨®n no logran disipar la renovada desconfianza entre estos dos pueblos, cuya confrontaci¨®n marc¨® por dos veces, en el siglo que acaba, no s¨®lo el signo de la divisi¨®n de Europa, sino el origen de una conflagraci¨®n universal.
Mitterrand y Kohl, sabedores de esa realidad, insisten en la profundizaci¨®n de la CE como ¨²nico sistema de ahuyentar los demonios familiares que agitan las pasiones de sus respectivas tribus. Cabe dudar de la sinceridad de sus pronunciamientos cuando se analizan las respectivas pol¨ªticas respecto a Yugoslavia. En cualquier caso, parece bastante claro que el proyecto europeo es el ¨²nico capaz de encauzar coherentemente cualquier exceso de protagonismo alem¨¢n. Pero al mismo tiempo una ampliaci¨®n indiscriminada de la Comunidad no har¨ªa sino multiplicar los ya muy graves problemas que la aquejan. El embeleco del europe¨ªsmo universal ser¨ªa la mejor manera de acabar con el proceso de unidad tan trabajosamente emprendido.
Las diferencias internas entre los Doce, y la constataci¨®n de las dificultades pr¨¢cticas que generan, llevan a preguntarse sobre el significado y las posibilidades de la profundizaci¨®n comunitaria de la que se habla. Frente a ella, por lo dem¨¢s, se alzar¨ªan las reticencias brit¨¢nicas y la disposici¨®n espa?ola de no aceptar un sistema que haga aumentar el precio de la factura a la Europa del Sur. La quijotesca aparici¨®n del Gobierno de Felipe Gonz¨¢lez al frente de la manifestaci¨®n de los m¨¢s pobres de la Comunidad tiene, desde luego, todo el sentido moral del mundo. Aunque conviene preguntarse sobre si no es tambi¨¦n una teatral puesta en escena y una manipulaci¨®n populista del sentimiento de solidaridad.
La cuesti¨®n radica en saber si esa profundizaci¨®n comunitaria se puede hacer, efectivamente, a doce, o si no ser¨¢ inevitable la existencia de una Europa a dos velocidades, no s¨®lo en la uni¨®n monetaria, sino en los aspectos de cohesi¨®n pol¨ªtica. Mejor todav¨ªa, cabe preguntarse si esta Europa a dos velocidades no es ya de hecho una realidad con la que es preciso contar. En mi opini¨®n, es m¨¢s que improbable que un proceso unitario europeo pueda acelerarse si no existe un n¨²cleo duro dentro de los pa¨ªses de la Comunidad que tire del carro de la misma. Y eso, aun a costa de acentuar sus diferencias con algunos de los pa¨ªses miembros menos poderosos. Hacerlo de otro modo, por mor de la solidaridad, amenaza con introducirnos casi inermes en un proceso de progresivas ampliaciones que pueden desfigurar la identidad del proyecto mucho m¨¢s de lo que las propuestas brit¨¢nicas sobre una zona de libre cambio permiten imaginar.
Como dec¨ªa, en realidad esta Europa de dos velocidades existe ya de hecho. Queda s¨®lo por averiguar si la uni¨®n monetaria se concreta o no en tomo a un n¨²cleo de pa¨ªses conformado por Alemania, Francia, Italia, el Benelux e, inevitablemente, aunque le pese, el Reino Unido. Cabe entonces preguntarse cu¨¢l ser¨ªa el papel de Espa?a si dentro de la Comunidad ha de existir una especie de Europa fuerte junto con otros pa¨ªses de acompa?amiento, entre los que no ser¨ªa dificil imaginar la presencia de algunas de las nuevas naciones incorporadas a la democracia. En t¨¦rminos de territorio, poblaci¨®n y producto nacional bruto, Espa?a es hoy un pa¨ªs europeo importante. Pero en renta per c¨¢pita e infraestructuras permanece muy lejos de los l¨ªderes, a la cabeza del grupo de cola. La cumbre de Maastricht puede ser una ocasi¨®n para definir la estrategia espa?ola y en qu¨¦ consiste verdaderamente nuestra cacareada vocaci¨®n europea. Un esfuerzo por incorporarnos al n¨²cleo duro de Europa puede parecer a algunos excesivo, y hasta imposible. Significar¨ªa, de momento, una pol¨ªtica econ¨®mica severa, un cambio de prioridades en las inversiones p¨²blicas, una lucha contra el d¨¦ficit que limitar¨ªa el despilfarro abusivo del Estado y, sobre todo, de los gobiernos auton¨®micos, y producir¨ªa reconversiones a?adidas en la industria y recortes inevitables en el gasto social. La recompensa, en el medio plazo, ser¨ªa la reactivaci¨®n de la inversi¨®n, la generaci¨®n de empleo y la acumulaci¨®n de riqueza. Algunos le llaman a esto neoliberalismo, aunque parece liberalismo a secas, y el mundo ya tiene experiencia suficiente para saber cu¨¢les son sus ventajas y cu¨¢les sus cr¨ªmenes, como sabemos ya de los cr¨ªmenes y eventuales beneficios de los sistemas basados en la tutela estatal. Aun con la realizaci¨®n de ese esfuerzo, resulta, por lo dem¨¢s, dudoso que un pa¨ªs de los niveles educativos, de conciencia c¨ªvica y de desarrollo pol¨ªtico del nuestro pueda efectivamente incorporarse, aunque sea en -el furg¨®n de cola, al tren de alta velocidad europeo. Pero la alternativa es cada vez m¨¢s un espejismo y una renuncia. La suposici¨®n de que podremos seguir llamando durante mucho tiempo Comunidad Europea a un conjunto de pa¨ªses que prescinden de m¨¢s de un tercio de las poblaciones, la riqueza y el territorio que constituyen lo que conocemos por Europa parece ya rid¨ªcula.
El ¨¦xito de la Comunidad -ha dicho el ministro espa?ol de Asuntos Exteriores- es que "ha sabido hasta ahora gestionar la diversidad, que es el sello de la identidad europea". Esta diversidad est¨¢ condenada felizmente a multiplicarse y a hacerse m¨¢s compleja. Nos acercamos, como previera el profesor Duverger, a la construcci¨®n de una Europa en c¨ªrculos conc¨¦ntricos. De la habilidad y decisi¨®n de nuestro Gobierno depende que Espa?a pertenezca al n¨²cleo central de esa galaxia o permanezca, una vez m¨¢s, en la periferia de su historia.
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