D. Manuel de Galicia
Poco despu¨¦s de aquella toma de posesi¨®n, en la que fue escoltado por mil gaitas monta?esas como en un episodio m¨¢s del ciclo ossi¨¢nico, Manuel Fraga (a quien por imperativos de la t¨¦cnica dram¨¢tica llaman y llamaremos de aqu¨ª en adelante D. Manuel) presidi¨® una reuni¨®n del Consejo Gallego de Relaciones Laborales. El entonces encargado de este organismo indic¨® que ten¨ªa preparada una breve presentaci¨®n.-Abrevie, pues -le espet¨® D. Manuel.
A continuaci¨®n tom¨® la palabra, es un decir, el portavoz sindical.
-Como representante de los trabaj...
-?Qu¨¦ quiere decir usted exactamente? Vamos a ver, ?a cu¨¢ntos trabajadores representa usted? Si de votos hablamos, yo soy el que representa a los trabajadores.
El portavoz de la asociaci¨®n empresarial vio el cielo abierto. Era su turno.
-Nosotros, a lo que usted mande, D. Manuel.
El director del Consejo, un buen economista especializado en el reto comunitario, dimiti¨® poco despu¨¦s de aquella escena. Los sindicatos han convocado una huelga general, tras largos meses de declive industrial y autismo institucional. Y la asociaci¨®n de empresarios no atraviesa sus mejores momentos. Su principal dirigente ha hecho fortuna a base de exportar piedra gallega, pero ni siquiera es autonomista. Por lo que se le ha o¨ªdo, su mayor obsesi¨®n en el terreno sociolaboral es reimplantar la jornada de 12 horas.
El di¨¢logo inicial, con ese D. Manuel arrollador en el centro del escenario, ha sido tambi¨¦n retocado, sin faltar al sucedido, con arreglo a la t¨¦cnica dram¨¢tica. As¨ª, en verdad, va transcurriendo casi todo. No se puede escribir la reciente historia de Galicia al margen de las artes de la representaci¨®n. El teatro gallego padece de re¨²ma o de migra?a, pero la sociedad pol¨ªtica se ha teatralizado vertiginosamente y el que no encuentra su papel es r¨¢pidamente desbordado por un p¨²blico ¨¢vido. No se trata de una visi¨®n peyorativa: la participaci¨®n es tambi¨¦n un actuar social. En una inocente pero posiblemente suicida ausencia, una mayor¨ªa de la poblaci¨®n, sobre todo el pa¨ªs campesino, se apartaba de la escenograf¨ªa institucional como alma que lleva el diablo, pues cada vez que por all¨ª asom¨® s¨®lo le procuraron desgracias, por m¨¢s que el pueblo siempre mostr¨® un alto sentido est¨¦tico en sus incursiones coreogr¨¢ficas en la historia: ?aquellos Irmandi?os del Medioevo derrumbando los castillos feudales al grito de "Deus fratresque gallaeciae", o sea "Dios y los hermanos gallegos", que ten¨ªa la gran novedad de no invocar a ning¨²n amo en la tierra, nadie por encima de nuestra cabellera que no fuera el Divino Soberano! ?Aquellos labradores de principios de siglo que a miles acud¨ªan tras la sotana incendiaria y redentora del gran cura de Beiro: "Hay veces que la dinamita huele a incienso"!
Lo cierto es que por primera vez en mucho tiempo la sociedad gallega dedica ahora la mayor atenci¨®n a una obra que se representa en su propio suelo. Significativamente, el pasado debate sobre el estado de la naci¨®n pas¨® casi desapercibido en Galicia por su baja tensi¨®n medi¨¢tica, como un acto secundario despu¨¦s del cl¨ªmax alcanzado en el debate sobre el estado de la autonom¨ªa: no se habl¨® de otra cosa durante d¨ªas.
Se ha producido una revisi¨®n en el sentido de la vista y lo que est¨¢ sucediendo parece tan revolucionario como natural: buscar el propio rostro en un espejo. Hubo otros momentos en Galicia que dejaron profunda huella en la forma de mirarse y ser vista. Los grandes rom¨¢nticos del XIX desenterraron el pa¨ªs como un arca perdida en los campos de la melancol¨ªa, y esta condici¨®n de fruto recuperado qued¨® impresa como un tatuaje hasta el punto de acu?ar Galicia como A nai terra (La madre tierra), la Sagrada Tierra de Benito Vicetto o la Sagrada Empresa de Manuel Murgu¨ªa. Valle-Incl¨¢n la reinvent¨® con un expresionismo desgarrador, muy c¨¦ltico, una dimensi¨®n de la que Cela es ep¨ªgono volando a otra altura. En cuanto a los ilustrados de la generaci¨®n N¨®s, hicieron de Galicia un proyecto futurista, una naci¨®n concebida como obra abierta, que encarnara los ideales democr¨¢ticos y federalistas: Galicia, c¨¦lula de universalidad.
Por desgracia, la forma contempor¨¢nea de ver Galicia -no s¨®lo desde fuera, sino tambi¨¦n a ojos de gran parte de sus ¨¦lites- no tiene nada de la profundidad de esas miradas. Bien al contrario, lo que los dise?adores llamar¨ªan identidad corporativa de Galicia parece un compendio de secuencias en negativo, el env¨¦s de un blas¨®n. Rodeada por un anillo de niebla como una invenci¨®n tolkiana, nunca se ha sabido muy bien d¨®nde y c¨®mo situar a Galicia en el puzzle cultural y pol¨ªtico. Galicia es vista como un exotismo y se representa con una iconograf¨ªa en la que se superponen los ata¨²des de Santa Marta de Ribarteme, los exorcismos del Corpi?o, las queimadas gigantes y las tortillas monumentales del Guinness y la habilidad naval aplicada al contrabando.
Si uno explora hoy el estado de ¨¢nimo de los llamados agentes culturales y sociales gallegos se encuentra, por un lado, ante un cierto desconcierto por la convulsi¨®n que impone el Le¨®n Rampante de Villalba que al desplazarse a Galicia, en un retorno que nada tiene por ahora de jubilaci¨®n en balneario, ha arrastrado consigo todo un nuevo centro de gravitaci¨®n simb¨®lica. Por otro lado, con raz¨®n o sin ella, crece un profundo resentimiento y desconfianza hacia la mirada que viene del centro. Cada referencia que se hace a Euskadi o Catalu?a en los grandes medios de opini¨®n ignorando a Galicia como nacionalidad hist¨®rica levanta ampollas en este pa¨ªs donde el latente nacionalismo se alimenta de una fuerte identidad cultural (la inmensa mayor¨ªa de la poblaci¨®n puede entenderse en gallego Sin problemas), pero tambi¨¦n de un sentimiento de marginaci¨®n. La impresi¨®n dominante es que, hist¨®ricamente, el Estado ha hecho dejaci¨®n de sus responsabilidades en Galicia: nunca se terminaron de construir las carreteras brutalmente llamadas "v¨ªas de penetraci¨®n"; la red de ferrocarril ya estaba obsoleta cuando se remat¨® con retraso de medio siglo; el r¨ªo Mi?o, que deb¨ªa ser lazo para una misma regi¨®n natural galaico-portuguesa, se convirti¨® en un muro de separaci¨®n con un solo puente que ni siquiera tiene doble sentido; los peque?os campesinos, con menos ingresos que muchos jornaleros, son tratados como empresarios agr¨ªcolas...
Mientras el nacionalismo democr¨¢tico y europe¨ªsta tuvo una continuidad en Euskadi y Catalu?a, el Partido Galegu¨ªsta, el partido de Castelao, el ¨®rgano pol¨ªtico de la llustraci¨®n gallega, fue enterrado en la posguerra por una muy discutida decisi¨®n de la oposici¨®n galleguista, que decidi¨® volcarse en la actividad cultural. Siempre qued¨® la a?oranza, y Castelao es algo as¨ª como el D. Sebastiao de los gallegos, pues el nacionalismo de izquierda ha estado demasiado dividido y encorsetado en los doctrinarismos. El antiguo adversario, el Le¨®n Rampante, se aprovecha ahora de ese vac¨ªo existencial, pues despu¨¦s de la experiencia de la transici¨®n parece haberse jurado que nadie m¨¢s le coger¨¢ a contrapaso. Dicen que la posmodernidad presenta los perfiles de una "nueva Edad Media". A la altura de los tiempos, D. Manuel no podr¨¢ reaparecer como Castelao, impulsor de una pol¨ªtica laica y anticaciquil, pero s¨ª como D. Diego Gelmirez, el arzobispo que hizo las veces de virrey.
Todo est¨¢ cambiando vertiginosamente en Galicia. Todo, menos la realidad.
es escritor y periodista.
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