El miedo al futuro
Han pasado menos de tres a?os desde la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn. Desde entonces, el mundo sovi¨¦tico se ha derrumbado. Al mismo tiempo, la alegr¨ªa ha cedido paso a la inquietud. El porvenir de Europa aparece m¨¢s incierto que nunca desde la aventura del Tratado de Roma. Norteam¨¦rica misma, a pesar de la guerra del Golfo, no sabe bien d¨®nde est¨¢. ?ste es el estado psicol¨®gico de hoy en los principales pa¨ªses de Occidente.Simplificando sin duda hasta el extremo, este estado psicol¨®gico procede principalmente de la combinaci¨®n de dos factores totalmente independientes, pero que se acumulan: una crisis econ¨®mica de la que no se ve con claridad la salida, y los peligros sin precedentes, y en consecuencia dif¨ªciles de imaginar, que engendran los campos de ruinas que nos rodean.
La recesi¨®n actual es tanto, m¨¢s larga puesto que sucede a una fase de expansi¨®n de una duraci¨®n excepcional, pero alimentada en gran medida por desequilibrios financieros. La d¨¦cada liberal marcada por los reinos de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher ha, rehabilitado la econom¨ªa de mercado y corregido el mito del Estado providencia, pero Estados Unidos y el Reino Unido descubren ahora el retraso de sus inversiones colectivas. Los parados sufren y los que tienen un empleo temen por su porvenir. Harold Wilson dijo un d¨ªa que la econom¨ªa determinaba los resultados electorales. Hoy, los brit¨¢nicos han mantenido in extremis a los conservadores nada m¨¢s que porque Margaret Thatcher se ha retirado, y la reelecci¨®n de George Bush parece cada d¨ªa menos segura.
Pero el principio de Harold Wilson no permite comprenderlo todo. En su ¨¦poca, el mundo parec¨ªa estable. Pero ¨¦ste no es el caso en la actualidad. La cohesi¨®n occidental se ha debilitado con el fin de la URSS. La fe europea de los padres fundadores de la Comunidad no es compartida sino por una minor¨ªa de los ap¨®stoles. El candidato Bill Clinton llega a herir al presidente George Bush atac¨¢ndole en su punto fuerte: la pol¨ªtica exterior. En una palabra, le reprocha al sucesor de Reagan de falta de visi¨®n hacia el porvenir. Los europeos, que ya no se reencuentran en la CE, la CSCE, la OTAN, la UEO, el Consejo de Europa o la ONU, se repliegan sobre problemas concretos: el estancamiento econ¨®mico, los inmigrantes o los refugiados (se ha previsto alrededor de 400.000 en Alemania para el a?o 1992), la droga, el sida, los esc¨¢ndalos y la corrupci¨®n, que degradan la vida pol¨ªtica en Italia y tambi¨¦n en Francia. El Estado est¨¢ m¨¢s desacreditado que nunca, y a las mafias de todo tipo parece que les aguardan buenos tiempos, y no solamente en los restos del antiguo imperio sovi¨¦tico.
En efecto, los conflictos ideol¨®gicos se han apaciguado, al menos por un tiempo. Pero, parad¨®jicamente, el descenso de las tensiones que supone este hecho no es suficiente para colmar las inquietudes. Neil Kinnock ha estado a dos dedos de instalarse en el 10 de Downing Street -y no lo ha conseguido, en cierto sentido, por su culpa-, porque ha vuelto sobre todos sus compromisos pasados, adhiri¨¦ndose al radical-socialismo ambiental, ampliamente impuesto, por otra parte, por las realidades.
Contrariamente a lo que muchos l¨ªderes europeos han cre¨ªdo o querido creer, Maastricht no ha llenado la falta de visi¨®n que sufre Occidente. Si los tratados son ratificados (lo que no es completamente seguro en todas partes), esto se har¨¢ sin entusiasmo. La credibilidad de la noci¨®n de-pol¨ªtica exterior com¨²n queda por establecer, y la realizaci¨®n de la moneda ¨²nica, de la que los alemanes parecen haber descubierto a destiempo los inconvenientes, promete una gran cantidad de peripecias. Durante este tiempo, la Comunidad no ha sido jam¨¢s tan criticada, y c¨®mo ignorar que a trav¨¦s de la Comisi¨®n de Bruselas y su burocracia es el propio edificio europeo el que se encuentra atacado por fracciones crecientes de la opini¨®n p¨²blica.
Con vistas a elecciones poco contrastadas, los electores desamparados tienden a dispersar sus voces en detrimento de los partidos cl¨¢sicos, como se ha visto en estas ¨²ltimas semanas en Francia, en Alemania y en Italia. El desarrollo electoral, cuando se expresa a trav¨¦s de la representaci¨®n proporcional, conduce a sistemas ingobernables, lo que no puede por menos de acrecentar el miedo al futuro. Este miedo al desorden explica, en parte, la elecci¨®n brit¨¢nica. La descomposici¨®n del mundo ex sovi¨¦tico agrava directamente las cosas a causa de sus implicaciones econ¨®micas, humanas y pol¨ªticas.
Ya la factura de la reconstrucci¨®n de la Alemania del Este grava pesadamente el presupuesto alem¨¢n y contribuye al mantenimiento de fuertes tasas de inter¨¦s. Los Siete se han comprometido a ayudar a Rusia con 24.000 millones de d¨®lares, lo que es mucho para sus finanzas, pero una gota de agua en relaci¨®n con las necesidades, cuando se sabe que s¨®lo las transferencias de Alemania del Oeste hacia Alemania del Este se elevaron a cerca de 200.000 millones de marcos s¨®lo en el a?o 1992.
Dicho de otra forma: nos encontramos ante el peligro de vernos atrapados en una espiral de gastos ascendentes, sin ninguna garant¨ªa sobre los resultados.
En el aspecto humano, el problema que inquieta concretamente a los europeos del Oeste es la inmigraci¨®n. Los recientes fracasos de Kohl, as¨ª como el ascenso del Frente Nacional en Francia, se deben esencialmente a esta causa.
En el plano pol¨ªtico, en fin, el s¨ªndrome de los nacionalismos comienza a desbordar el cuadro del antiguo imperio sovi¨¦tico. No es por casualidad que John Major haya puesto el acento, durante su campa?a electoral, en el peligro de un estallido del Reino Unido, llegando hasta a evocar una eventual secesi¨®n de Escocia.
Gracias al trabajo de medio siglo, la cooperaci¨®n internacional descansa hoy sobre bases mucho m¨¢s s¨®lidas que en el pasado. Pero hay que reconocer que si las tendencias que descubrimos actualmente llegan a confirmarse, dicha cooperaci¨®n quedar¨ªa amenazada.
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