La antorcha de los los ¨¦xitos
Encabezo el presente art¨ªculo con el reclamo que anta?o populariz¨® la inefable productora Cifesa. A fe que su pol¨ªtica del cart¨®n piedra no habr¨ªa desmerecido en esta acumulaci¨®n de fastos que nos envuelve, desde la escandalosa lluvia de millones con que se hincha un espect¨¢culo folcl¨®rico para demostrar que Sevilla puede convertirse en un Broadway innecesario hasta la llegada tumultuosa de una llama que, si en tiempos, fue sagrada, ahora es una nueva y provisional vedette del papel couch¨¦. Por un lado, la entra?able copla de nuestro acervo popular se niega a s¨ª misma, al disfrazarse con la p¨²rpura del nuevo rico; por el otro, el esp¨ªritu de Olimpia pierde su verdadero car¨¢cter sometido inexorablemente a todas las leyes del marketing. La Lola se fue los puertos, y Emp¨²ries, lejos de quedarse sola, se llen¨® de m¨¢scaras. No sabr¨ªa reconocerla en estos d¨ªas. Vivo en tierras de Emporion, las amo profundamente y a¨²n cuando Josep Pla sol¨ªa burlarse de quienes comparaban estos paisajes con los de Grecia, lo cierto es que el parecido existe. En ¨¦pocas de paz, el sentimiento panhel¨¦nico se produce de forma genuina y l¨ªcita. Es el esp¨ªritu que impregn¨® a gran parte de la cultura catalana en los magn¨ªficos, honorables momentos de la Fundaci¨® Bernart Metge con gente como Riba, Estelrich, Miquel Dol? o Mar?al Olivar, para citar unos pocos. Instituciones y personas que trabajaron arduamente para conseguir las mejores traducciones de los grandes cl¨¢sicos grecolatinos.No nos encontramos ahora ante un fen¨®meno cultural, sino ante el ¨¦xito multitudinario obtenido a cualquier precio. Puro Cifesa. Los promotores que entienden del caso recogieron la antorcha en las tierras originales (trat¨¢ndose de Grecia, siempre podremos decir primordiales). Por desgracia, las fotos de los peri¨®dicos nos han transmitido una Olimpia que se parece mucho a la de Steve Reeves, con se?oritas ataviadas igual que Mylene Demongeot, Sylva Koscina y otras garridas maggiorate en pel¨ªculas de parecido corte y confecci¨®n. Dec¨ªamos entonces que aventuras como La batalla de Marathon eran kitsch. ?Qu¨¦ no diremos, ahora, de esas falsas sacerdotisas que se pretenden celadoras del fuego sagrado? Los informadores m¨¢s atrevidos elogiaban la autenticidad de una ceremonia que s¨®lo tiene de aut¨¦ntico las ruinas del paisaje. Y tal como est¨¢ el mundo, ni siquiera el sentido de tregua, t¨ªpico de los grandes juegos, se justifica en la cachupinada que promocionan a partes iguales los organizadores de los juegos, las agencias tur¨ªsticas y los medios de comunicaci¨®n. Tambi¨¦n los hay que hablan de deporte. Desconfiemos. Es el triunfo del big money. No mucho m¨¢s.
As¨ª se nos propone el encuentro con una Grecia que, dicho sea de paso, soporta muy mal que en la rifa internacional no le tocasen unos juegos de los que se le supone cuna y gloria. Tendr¨¢ que tolerar, dentro de cuatro a?os, que llegue Escarlata O'Hara a recoger su correspondiente antorcha, con una coca-cola por bandera. ?0 acaso tiene Atlanta otros atributos? Ya dije en cierta ocasi¨®n que de deportes no entiendo, pero s¨ª de pedigree cultural. El de Atenas contin¨²a siendo poderoso para cualquier persona medianamente culta, pero insuficiente, al parecer, para quienes se plantean los Juegos Ol¨ªmpicos con un esp¨ªritu de comercializaci¨®n absoluta.
En mis ¨²ltimos itinerarios hel¨¦nicos, Juan Antonio Samaranch era muy detestado, pese a que su nombre es el ¨²ltimo inscrito con todos los honores en el estadio de la ciudad de Atenea. La gente del pueblo, especialmente los taxistas, culpan al catal¨¢n de inclinar la balanza a favor de Atlanta. Considero que los taxistas de Atenas tienen raz¨®n. Les han quitado el pan, pero muy especialmente el orgullo. Equivale a acusarles de ser poco cl¨¢sicos. En resumen: ?la hostia!
Es cuesti¨®n de no hacerse ilusiones. ?Qu¨¦ son en la actualidad unos Juegos Ol¨ªmpicos? Un contubernio entre cadenas de televisi¨®n, una merienda entre marcas patrocinadoras, un master completo de artes empresariales, un curso acelerado de publicidad. Naturalmente, no falta el pretexto de las artes, ins¨®lita actividad que, si bien desprotegida por los ministerios, suele ser la vecina a la que todos recurren cuando andan necesitados de prestigio. En la actualidad, los modelos sublimes de Fidias y Prax¨ªteles han sido sustituidos por el mu?equito Cobi, pero se solicita la prestigiosa voz de dos grandes tr¨¢gicas -Espert y Papas- con el divertido trasfondo de los grandes tenores nacionales, peleando a brazo partido para echar unos gorgoritos fuera de repertorio y en un contexto de escasa exigencia: en unas ceremonias de inauguraci¨®n que, a juzgar por casos precedentes, aspirar¨¢n a conciliar la est¨¦tica del Follies Berg¨¨res con los impactantes avances de las macrodiscotecas. No quisiera ser agorero, pero tengo memoria y archivo. Hace exactamente 10 a?os, en 1982, cuando se celebraron los Mundiales de f¨²tbol, el mism¨ªsimo Pl¨¢cido Domingo se quit¨® la cota de malla de Lohengrin,o el turbante de Otelo y se visti¨® de futbolista para cantar un himno al que, como m¨ªnimo, deber¨ªamos calificar de engendro:
"El Mundial, el Mundial, el Mundial / los grandes del bal¨®n se tienen que enfrentar. / El Mundial, el Mundial, el Mundial / que todos los pa¨ªses vienen a jugar. / El Mundial, el Mundial, el Mundial / el campo es una fiesta, es un festival...".
Por aquel entonces, yo cre¨ªa que los mass media sabr¨ªan encontrar un punto de conciliaci¨®n con el genio popular, pero es evidente que ¨¦ste ha ido perdiendo la batalla a favor de la horterada, mientras las masas perd¨ªan credibilidad acept¨¢ndola progresivamente. Tampoco debemos extra?arnos de que los grandes artistas malgasten de tal modo sus facultades, pero deber¨ªan hablar claramente sobre sus verdaderos intereses en el negocio o, por lo menos, exigir que sus veh¨ªculos de popularizaci¨®n alcanzasen el m¨ªnimo de calidad exigible.
No hago esta invocaci¨®n gratuitamente. En la ¨¦poca de la incultura de masas, los conceptos culturales se esgrimen con una inconsciencia que roza el esc¨¢ndalo. Necesitados de ponerse al d¨ªa, los grandes medios de difusi¨®n se han dedicado a soltar muy a la ligera algunos nombres sacrosantos. El de P¨ªndaro era inevitable. Sim¨®nides y Baqu¨ªlides son menos socorridos; no han asomado ni por casualidad, pese a que tambi¨¦n se encuentran en las enciclopedias por fasc¨ªculos. En cualquier caso, se pretende demostrar que la masificaci¨®n y la alta cultura no est¨¢n re?idas. En un momento en que los estudios cl¨¢sicos desaparecen de las escuelas,-y los grandes nombres del pasado s¨®lo sirven para obtener un microondas en alg¨²n concurso televisivo, el empe?o de los medios por culturizar a trav¨¦s de la informaci¨®n deportiva no deja de ser, como m¨ªnimo, conmovedor.
Una cosa est¨¢ clara: la epidemia de panhelenismo nos coge
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La antorcha de los ¨¦xitos
Viene de la p¨¢gina anteriordesprevenidos y desinformados. Improvisamos un lenguaje que, utilizando palabras mal asimiladas, niega el verdadero esp¨ªritu de los juegos originales. La definici¨®n de ol¨ªmpico se utiliza lo mismo para un fregado que para un barrido. ?A qu¨¦ se refieren los anuncios cuando hablan de un co?ac ol¨ªmpico? ?Se emborrachaba con ¨¦l la madre del divino Alejandro? ?Era la bebida preferida de los 12 dioses del pante¨®n hel¨¦nico? ?Sirve para medir el paso del tiempo en un nuevo calendario? ?Alude a Pericles, as¨ª apodado por sus partidarios? Ol¨ªmpico, ol¨ªmpico, ol¨ªmpico. ?Y si fuesen otros juegos? ?Por qu¨¦ no los P¨ªticos, los Nemeos o los ?stmicos? Se supone que una vez referidos los t¨¦rminos geogr¨¢ficos, los avisados comunicadores tendr¨¢n conocimiento de los cantos que con tanta frivolidad invocan. ?Ser¨¢n epinicios, partenios, trenos, ditirambos o peanes? Cualquiera que sea servir¨¢ lo mismo. Se trata s¨®lo de demostrar que la cultura ha vuelto a nuestros lares. ?A saber cu¨¢ntos d¨ªas aceptar¨¢ quedarse!
El lenguaje sobre los juegos campa sin ton ni son, desprovisto de su m¨¢s profundo significado, que era religioso y ten¨ªacomo fundamento el mito. Yani siquiera Coubertin pudo recuperar este esp¨ªritu, en la sociedad laica de 1896. ?C¨®mo hacerlo hoy, cuando hablamos con aut¨¦ntica ligereza del mito, aplic¨¢ndolo a cualquier figur¨®n destinado a pasearse fugazmente por el mundo de la fama para ser olvidado a los pocos d¨ªas? Si Heracles fund¨® los Juegos Ol¨ªmpicos -por un decir-, Rambo o Schwarzenegger merecer¨ªan ser sus restauradores en la actualidad. Con este lenguaje podr¨ªamos entendernos. Con el cl¨¢sico es imposible. Ya que, al parecer, P¨ªndaro se convierte en reportero de lujo, conviene recordar que en sus cantos triunfales la tan celebrada exaltaci¨®n de los atletas inclu¨ªa una profunda reflexi¨®n moral, una afirmaci¨®n de religiosidad, glorificaci¨®n local o de linaje, pero siempre por medio del mito. En una sociedad impulsada por el esp¨ªritu agonal, el vencedor se convert¨ªa en paradigma de todas las perfecciones. Vencedores de Juegos Ol¨ªmpicos, pero tambi¨¦n de concursos corales y cert¨¢menes tr¨¢gicos. El deporte y la cultura -la m¨¢s alta cultura- eran inseparables. No se trataba de decirle guapo a un, audaz luchador de pancracio, o a un soberbio vencedor en las carreras. El elevado concepto de la aret¨¦ edificaba el gran modelo ¨¦tico / f¨ªsico que pasar¨ªa a adornar la extensa estatuaria deportiva que define a la pl¨¢stica griega. Explica Pausanias que en Olimpia lleg¨® a contar las estatuas de m¨¢s de 200 atletas vencedores en los juegos. El modelo humano era muy elevado y el vate, convencido a su vez de ser el mensajero de los dioses, dejaba bien claro que la excelencia no pod¨ªa quedar establecida sin pasar por la poes¨ªa: "Porque las grandes gestas / aparecen cubiertas de una espesa tiniebla / cuando carecen de epinicios" dec¨ªa Pindaro. Y un admirable ciclo se completaba.Estas cosas han hecho correr mucha tinta desde el Renacimiento a esta parte. Tal vez porque en el fondo nos mortifica la carencia de aquellos elevados valores, padecemos de un l¨ªcito sentimiento de nostalgia por los mismos. Marguerite Yourcenar, en La couronne et La lyre, lo expres¨® admirablemente: "Mundo armonioso, donde el acuerdo entre el esfuerzo humano y la ley divina, entre la realidad y el mito, todav¨ªa no se ha roto completamente, donde todav¨ªa es posible creer que las fuerzas de la luz equilibran las potencias de las sombras...".
En la actualidad, la antorcha no nos trae mensajes de tan inspirado signo. Lo que se cuece a partir de Emp¨²ries es un acontecimiento grande, y as¨ª se acepta seg¨²n la predisposici¨®n de cada cual. Para muchos, representa una culminaci¨®n; otros, nos limitamos a transigir, mientras no intenten darnos gato por liebre. Bienvenidos sean los juegos si se limitan a lo suyo, que es el espect¨¢culo. Est¨¢n presentes en ellos todos los ingredientes que, nos guste o no, conformar¨¢n nuestra ¨¦poca y sus crisis: el af¨¢n por la notoriedad, la especulaci¨®n despiadada, el poder encubierto, las m¨¢s avanzadas gestas de la t¨¦cnica (que no del esp¨ªritu) y la posibilidad de que la televisi¨®n se erija, finalmente, en la voz del mundo, cuando no en la voz de su amo. Y destaca, por supuesto, el af¨¢n de los pol¨ªticos por salir en la foto y asegurarse su rinconcito de gloria en la posteridad. O acaso no piden tanto: con una parcela honorable en algunas elecciones posol¨ªmpicas tienen m¨¢s que suficiente. Y, adem¨¢s de todo esto, hay unos atletas que se esfuerzan por ganar unas medallas. Pero parece ser lo de menos ante tantas ambiciones reunidas.
Lleg¨® la antorcha, con naves preparadas para el gran despliegue. Los egregios solares de Emp¨²ries recibieron a los nuevos foceos. No llegan para colocar los cimientos de una nueva civilizaci¨®n, s¨®lo para garantizar el ¨¦xito a todos los intereses puestos en juego con el pretexto del deporte de masas. Tambi¨¦n se aprovecha para proponer las aspiraciones m¨¢s urgentes de la Catalu?a actual. Es una de las etapas fundamentales de la batalla por la catalanizaci¨®n de los juegos. Cualquiera que fuese la opini¨®n que tales aspiraciones nos merecen, son los ¨²nicos elementos que devuelven al esp¨ªritu ol¨ªmpico algo de su significado c¨ªvico.
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