La huelga
El 28 de mayo, festivo en Alemania por ser el D¨ªa de la Ascensi¨®n, en una ma?ana radiante -no en balde es uno de los tres jueves que relucen m¨¢s que el sol-, visit¨¦ en el antiguo arsenal de Berl¨ªn, convertido con la proclamaci¨®n del imperio en Museo del Ej¨¦rcito y despu¨¦s de la ¨²ltima guerra en Museo Hist¨®rico, una exposici¨®n dedicada a la huelga.Una primera sala re¨²ne documentos de todo tipo -peticiones obreras, decretos imperiales, octavillas de los huelguistas, bandos militares- que proporcionan una visi¨®n bastante realista de las luchas obreras en la Alemania del siglo XIX. Me llam¨® poderosamente la atenci¨®n una demanda de mineros en huelga en la que las firmas aparecen en c¨ªrculos conc¨¦ntricos para que no se pueda averiguar qui¨¦nes firmaron los primeros, expresi¨®n gr¨¢fica de una solidaridad democr¨¢tica sin l¨ªderes ni jefes que entusiasma al anarquista que todos llevamos dentro.
Sobre todo me cautiv¨® una colecci¨®n de cuadros dedicados a las luchas obreras, algunos tan conocidos como la Fiumana (1896), de Giuseppe Pelliza da Volpedo, que no hab¨ªa visto antes reunidos tem¨¢ticamente. No sal¨ªa de mi asombro al comprobar, qui¨¦n lo iba a decir, lo mucho que la huelga ha dado de s¨ª como tema pict¨®rico, tanto desde el punto de vista art¨ªstico -me encontr¨¦ con una pintura muy digna- como social: en algunoscuad ros la lucha de clases emerge casi como una realidad tangible. No pue do menos que mencionar uno impresionante de Johann Peter Hasenclever, Trabajadores ante las autoridades municipales de la ciudad (1849), en el que salta al espectador la entereza de una representaci¨®n obrera consciente de sus razones, a la vez que el temor y desconcierto de los poderosos, que pueden oponer s¨®lo la fuerza; o La huelga, que pint¨® Robert Koeffier en 1886 y que Peter Weiss, con el recuerdo de la reproducci¨®n que de este cuadro ten¨ªan sus padres, en su, Est¨¦tica de la resistencia ha calificado de incunable del movimiento obrero. En fin, una colecci¨®n muy curiosa de fotograf¨ªas, tarjetas postales y recortes de peri¨®dico que en su inmediatez nos acerca a una de las fuentes m¨¢s olvidadas de la actual sociedad democr¨¢tica: las luchas obreras.
Empero, no es mi intenci¨®n entretener al lector con una descripci¨®n minuciosa de lo expuesto, sino m¨¢s bien perturbarle con las reflexiones que me iba haciendo al recorrer las salas. Recalcar lo obvio produce una natural desaz¨®n que aumenta exponencialmente, cuando adem¨¢s, como en este caso, se trata de obviedades que estamos empefiados en olvidar.
Una mirada retrospectiva a los dos ¨²ltimos siglos en los que ha ido tomando cuerpo la moderna sociedad industrial coloca en un primer plano las luchas obreras, centradas en la, principal arma de que disponen los de abajo: la huelga. Los siglos XIX y XX han sido marcados por la frecuencia y dureza de los conflictos sociales.
Pues bien, repasando papeles y documentos, lo que primero llama la atenci¨®n es la continuidad del discurso de los poderosos respecto a las huelgas: vistas desde el poder econ¨®mico, social y pol¨ªtico, todas han sido tan innecesarias como injustas, con reivindicaciones desmesuradas que, de haberse accedido a ellas, se hubiera desplomado el orden social. Pidieran lo que pidiesen los despose¨ªdos y dependientes, siempre se ha considerado una demas¨ªa poco razonable, aunque despu¨¦s, con el paso del tiempo, se comprobase la moderaci¨®n hasta de las exigencias aparentemente m¨¢s radicales. Los gobernadores civiles, los peri¨®dicos de prestigio, los representantes de las m¨¢s diversas instituciones econ¨®micas y sociales han repetido las mismas palabras sobre cada una de las huelgas a lo largo de los ¨²ltimos 150 a?os.
Tambi¨¦n resulta patente el hecho de que, pese a que los trabajadores hayan perdido la mayor parte de las huelgas, a menudo castigados con dureza por la impertinencia de haber dicho basta, miradas luego las cosas con alguna distancia se comprueba que el progreso social ha sido consecuencia de las interminables derrotas de la clase obrera. En cambio, all¨ª donde la capacidad de lucha ha sido m¨¢s d¨¦bil, se han estancado la innovaci¨®n tecnol¨®gica y organizatoria. Ello no quiere decir que baste la presi¨®n social para modernizar a un pa¨ªs: si as¨ª fuera, Espa?a lo habr¨ªa conseguido en los primeros decenios de nuestro siglo, pero tampoco ha habido una industrializaci¨®n exitosa sin fuertes luchas obreras, como las del Reino Unido, B¨¦lgica, Francia y Alemania en la pasada centuria.
Iba d¨¢ndole vueltas a un tercer punto, a saber, que las huelgas las han organizado por lo general los obreros especializados mejor pagados -recordemos a los tip¨®grafos de finales de siglo- y que aumentan en tiempos de bonanza econ¨®mica. Los obreros reci¨¦n incorporados, los peones peor pagados o los tiempos de miseria generalizada no han sido propicios a las huelgas; en todo caso, m¨¢s bien a las revueltas callejeras y a la violencia indiscriminada. En todas las huelgas se han dado, en mayor o menor medida, ejemplos egregios de solidaridad -en los momentos de lucha esta palabra pierde su car¨¢cter ret¨®rico-, solidaridad que se ha pagado siempre con una quiebra de la unidad so?ada: el poder organizado cuenta con atractivos y medios suficientes para fraccionar cualquier frente unitario. Curiosamente, aquellos que toleran en silencio millones de parados, en los d¨ªas de huelga se descubren ardientes defensores del derecho al trabajo de los esquiroles.
En la Europa occidental m¨¢s avanzada, despu¨¦s de la II Guerra Mundial, el panorama hab¨ªa cambiado por completo. No faltaron las huelgas, pero en estos decenios a menudo fue suficiente para concluir con ¨¦xito las negociaciones la capacidad de movilizaci¨®n que se sab¨ªa ten¨ªan los sindicatos. Desde la mitad de los setenta, se comprueba en Europa un decrecimiento paulatino de la fuerza sindical: no s¨®lo en el Reino Unido, donde la se?ora Thatcher les infligi¨® su mayor derrota, sellando con ello la ulterior desindustrializaci¨®n del Reino Unido, sino incluso en Francia e Italia, puntos cardinales de la movilizaci¨®n social en la Europa de la posguerra. Por suerte, el intento de echar un pulso a los sindicatos alemanes result¨® fallido hace unas pocas semanas.
Despu¨¦s de la ca¨ªda del comunismo, los sindicatos son la ¨²nica oposici¨®n residual al neoliberalismo que nos invade. No ha de extra?ar que muchos estimen que ya no encajan en la nueva sociedad liberal dise?ada para el futuro. Y, en efecto, en la Europa comunitaria que estamos construyendo apenas queda sitio para el movimiento sindical, que se mantiene fraccionado nacionalmente cuando las empresas consiguen un mercado ¨²nico. En mi incurable optimismo me empe?aba en creer que las clases dominantes europeas habr¨ªan aprendido al fin la lecci¨®n, convencidas de los costes enormes que para la estabilidad pol¨ªtica y para el crecimiento econ¨®mico conlleva la destrucci¨®n de los sindicatos. Pues no, el objetivo sigue siendo una sociedad plenamente liberal de la que se haya evaporado el monopolio en la oferta de trabajo que constituye el sindicato: el verdadero impedimento a la llamada flexibilizaci¨®n del trabajo. Si el modelo socialdem¨®crata de Estado de bienestar hab¨ªa logrado ocultar la lucha de clases, en los a?os que vienen volveremos a percibir la vigencia y actualidad de este viejo concepto. Uno no se libra de la sensaci¨®n de repetir una historia conocida, pero, eso s¨ª, a otro nivel de la espiral.
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