Aullidos negros
"Di tu palabra y r¨®mpete". Esa frase de Nietzsche estaba dentro del coraz¨®n de Camar¨®n de la Isla. Toda su vida cant¨® su palabra de una manera tan inmediata, tan terrible, que parece como si siempre hubiera sabido que esa palabra le romper¨ªa el coraz¨®n y en el estallido sobrevendr¨ªa un reguero de sangre. Hace a?os, cuando le preguntaron a- la cantaora T¨ªa Anica, La Piri?aca, qu¨¦ sent¨ªa cuando cantaba a gusto, la vieja jerezana famosamente respondi¨®: "Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre". En este sentido, nadie de ahora ha cantado m¨¢s a gusto que Camar¨®n. Todo en su arte era sanguinario, incluso la ternura, tan fastuosa en su voz. Todo en su arte era tr¨¢gico. Todos sus sonidos estaban asistidos por el desamparo y emponzo?ados por la fatalidad.Cuando en 1934 Federico Garc¨ªa Lorca, asomado con el coraje y la sabidur¨ªa de la inocencia al abismo del cante flamenco, descubri¨® que el cantaor s¨®lo puede hallar a su duende en el fondo del desamparo, en "las ¨²ltimas habitaciones de la sangre", Camar¨®n no hab¨ªa nacido todav¨ªa. Pero al nacer, nadie sabe c¨®mo, record¨® esas palabras de Federico, las hizo suyas y se ech¨® a vivir en la desgracia, en el desamparo, es decir, en la autenticidad.
Desde esa autenticidad, que otros llamar¨¢n suicida y que nosotros preferimos denominar ejemplar y magn¨ªfica, Camar¨®n llev¨® al cante flamenco a ese barranco en donde los hombres s¨®lo saben y s¨®lo quieren hacer tres cosas: pedir limosna, pedir socorro y pedir venganza. Limosna contra la soledad radical; socorro contra la horrorosa turbulencia del sufrimiento de toda conciencia verdaderamente desnuda, y venganza contra este destino (en lenguaje flamenco, m¨¢s preciso: el sino) que nos pone sobre la vida con necesidad de eternidad y de felicidad y que sin embargo nos golpea, nos quiebra y nos mata.
El pavoroso siriguiriyero Manuel Torre supo que el flamenco est¨¢ lleno de sonidos negros. El cante de Camar¨®n era un pentagrama absolutamente enlutado. Incluso en los cantes que llamamos festeros su arte brotaba desde las tinieblas de la desesperaci¨®n y del desconsuelo. Pocos han visto re¨ªr a Camar¨®n. Algunos hemos logrado verle alguna sonrisa. Una sonrisa en la que hab¨ªa muy poca paz y much¨ªsimo desenga?o. Era el desenga?o de quien en el fondo de su alma ya sabe que todo en esta vida se termina, y la vida tambi¨¦n. Era el desenga?o de quien no consigue nunca ignorar que somos desvalidos y finitos, que somos casi casuales y que a la muerte no podemos llevamos ni siquiera una sonrisa de nuestros hijos.
El arte de Camar¨®n era un aullido de la filosof¨ªa, un monumento a la condici¨®n humana, un obelisco a la derrota. Pero tambi¨¦n fue un combate extraordinariamente valiente por arrancarle a la fatalidad instantes de eternidad y belleza. Cada uno de sus cantes es una breve eternidad, cada uno de sus cantes es un suspiro en el que estamos fuera del tiempo, en el palacio en donde candor, inocencia y entusiasmo nos untan pomada en las heridas de nuestro coraz¨®n; un suspiro durante el cual conocemos a. la felicidad y nos despedimos de ella.
La fractura
Camar¨®n, tremendo fil¨®sofo, supo siempre que todo est¨¢ perdido, pero tambi¨¦n, como el ser fraternal que es todo artista de genio, mir¨® a la desgracia a la cara y, apretando dientes y pu?os, se abraz¨® a ella para conmoverla y la bes¨® en la boca para convertirla en una madre sombr¨ªa y acongojada. Cada cante de Camar¨®n fue un beso del artista en la boca de la desgracia. Por entre la saliva de ese beso horroroso y maravilloso se derramaba su cante flamenco, horroroso y maravilloso. Lo escuch¨¢bamos horrorizados y maravillados. Mientras o¨ªamos esos cantes ¨¦ramos moment¨¢neamente inmortales. Camar¨®n dec¨ªa su palabra rompi¨¦ndose, y esa fractura mitigaba las nuestras, las esta?aba. Su desconsuelo era consolador. Su desesperaci¨®n apaciguaba. La infinita tristeza de su voz pon¨ªa en nuestros silencios el sosiego.
Alguien, Camar¨®n de la Isla, sufr¨ªa por nosotros, y esa generosidad nos liberaba de nuestro infortunio. Ahora nuestro embajador del dolor se ha muerto y el infortunio nos cubre como una n¨¢usea de desolaci¨®n. Nos hemos quedado un poco m¨¢s solos de cuanto siempre lo estuvimos, con unas cuantas grabaciones entre nuestras manos absortas. Y con una pena tan irreparable como es irreparable nuestra gratitud. Sabemos que nuestra orfandad siempre estar¨¢ desbaratada por el honor de la memoria. Cada vez que lo recordemos volveremos a ser inmortales. Camar¨®n ha muerto y no ha muerto.
Babelia
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