La moral de los c¨ªnicos
En una conferencia sobre la vocaci¨®n pol¨ªtica (Politik als beruf) ante una Asociaci¨®n de Estudiantes, en M¨²nich en 1919, Max Weber distingui¨® entre dos formas de moral a las que se ajustar¨ªan todas las acciones humanas "¨¦ticamente orientadas": la de la convicci¨®n y la de la responsabilidad. La f¨®rmula, que se hizo c¨¦lebre, contribuy¨® casi tanto como sus estudios anticipadores sobre la burocracia, el l¨ªder carism¨¢tico o el esp¨ªritu de la reforma protestante y el desarrollo del capitalismo al merecido prestigio del soci¨®logo alem¨¢n.A primera vista cuando menos, aquella divisi¨®n parece n¨ªtida, iluminadora e irrefutable. El hombre de convicci¨®n dice aquello que piensa y hace aquello que cree sin detenerse a medir las consecuencias, porque para ¨¦l la autenticidad y la verdad deben prevalecer siempre y est¨¢n por encima de consideraciones de actualidad o circunstancias. El hombre responsable sintoniza sus convicciones y principios a una conducta que tiene presente las reverberaciones y efectos de lo que dice y hace, de manera que sus actos no provoquen cat¨¢strofes o resultados contrarios a un designio de largo alcance. Para aqu¨¦l, la moral es ante todo individual y tiene que ver con Dios o con ideas y creencias permanentes, abstractas y disociadas del inmediato quehacer colectivo; para ¨¦ste, la moral es indisociable de la vida concreta, de lo social, de la eficacia, de la historia.
Ninguna de las dos morales es superior a la otra; ambas son de naturaleza distinta y no pueden ser relacionadas en un sistema jer¨¢rquico de valores, aunque, en contados casos -los ideales- se complementen y confundan en un mismo individuo, en una misma acci¨®n. Pero lo frecuente es que aparezcan contrastadas y encarnadas en sujetos diferentes, cuyos paradigmas son el intelectual y el pol¨ªtico. Entre estos personajes aparecen, en efecto, quienes mejor ilustran aquellos casos extremos donde se vislumbra con luminosa elocuencia lo diferente, lo irreconciliable de las dos maneras de actuar.
Si fray Bartolom¨¦ de las Casas hubiera tenido en cuenta los intereses de su patria o su monarca a la hora de decir su verdad sobre las iniquidades de la conquista y colonizaci¨®n de Am¨¦rica, no habr¨ªa escrito aquellas denuncias -de las que arranca la leyenda negra contra Espa?a- con la ferocidad que lo hizo. Pero para ¨¦l, t¨ªpico moralista de convicci¨®n, la verdad era m¨¢s importante que el imperio espa?ol. Tambi¨¦n a Sartre le import¨® un comino desprestigiar a Francia, durante la guerra de Argelia, acusando al Ej¨¦rcito franc¨¦s de practicar la tortura contra los rebeldes, o ser considerado un antipatriota y un traidor por la mayor¨ªa de sus conciudadanos, cuando hizo saber que, como la lucha anticolonial era justa, ¨¦l no vacilar¨ªa en llevar "maletas con armas" del Frente de Liberaci¨®n Nacional Argelino (FLN) si se lo ped¨ªan.
El general De Gaulle no hubiera podido actuar con ese ol¨ªmpico desprecio a la impopularidad sin condenarse al m¨¢s estrepitoso fracaso como gobernante y sin precipitar a Francia en una crisis a¨²n m¨¢s grave que la que provoc¨® la ca¨ªda de la IV Rep¨²blica. Ejemplo emblem¨¢tico del moralista responsable, subi¨® al poder en 1958, disimulando detr¨¢s de ambiguas ret¨®ricas e inteligentes malentendidos sus verdaderas intenciones respecto al explosivo tema colonial. De este modo, pacific¨® e impuso orden en una sociedad que estaba al borde de la anarqu¨ªa. Una vez en el El¨ªseo, el hombre en quien una mayor¨ªa de franceses confiaba para que salvase Argelia, con suprema habilidad fue, mediante silencios, medias verdades y medias mentiras, empujando a una opini¨®n p¨²blica al principio muy reacia, a resignarse a la idea de una descolonizaci¨®n, que De Gaulle terminar¨ªa por llevar a cabo no s¨®lo en Argelia, sino en todas las posesiones africanas de Francia. El feliz t¨¦rmino del proceso descolonizador que logr¨®, retroactivamente mud¨® lo que pod¨ªan parecer inconsistencias, contradicciones y enga?os de un gobernante, en coherentes episodios de una visi¨®n de largo alcance, en la sabia estrategia de un estadista.
En los casos de Bartolom¨¦ de las Casas, Sartre y De Gaulle, y en otros como ellos, todo esto resulta muy claro porque, debajo de las formas de actuar de cada uno, hay una integridad rec¨®ndita que contribuye a dar consistencia a lo que hicieron. El tal¨®n de Aquiles de aquella divisi¨®n entre moralistas convencidos y moralistas responsables es que presupone, en uno y otros, una integridad esencial, y no tiene para nada en cuenta a los inaut¨¦nticos, a los simuladores, a los pillos y a los fr¨ªvolos.
Porque hay una distancia moral infranqueable entre el Bertrand Russell que fue a la c¨¢rcel por exc¨¦ntrico -por ser consecuente con el pacifismo que postulaba- y la moral de la convicci¨®n de un Dal¨ª, cuyas estridencias y excentricidades jam¨¢s le hicieron correr riesgo alguno y, m¨¢s bien, serv¨ªan para promocionar sus cuadros. ?Debemos poner en un mismo plano las extravagancias malditas que llevaron a un Antonin Artaud a una suerte de calvario y al manicomio y las que hicieron de Cocteau el ni?o mimado de la alta sociedad y miembro de la Academia de los inmortales?
Pero es sobre todo entre los pol¨ªticos donde aquella moral de la responsabilidad se bifurca en conductas que, aunque en apariencia se asemejen, ¨ªntimamente se repelen. Las mentiras de De Gaulle a los activistas de la Alg¨¦rie Fran?aise -"Je vous ai compris"- cobran una cierta grandeza, en perspectiva, juzgadas y cotejadas dentro del conjunto de su gesti¨®n gubernamental. ?Se parecen ellas, en t¨¦rminos morales, a las mir¨ªadas de mentiras que tantos gobernantes profieren a diario con el solo objeto de durar en el poder o de evitarse dolores de cabeza, es decir, por razones menudas y sin la menor sombra de trascendencia hist¨®rica? Esta interrogaci¨®n no es acad¨¦mica, tiene que ver con un asunto de tremenda actualidad: ?cu¨¢l va a ser el futuro de la democracia liberal en el mundo? El desplome del totalitarismo en Europa y parte del Asia ha insuflado, en teor¨ªa, nueva vitalidad a la cultura democr¨¢tica. Pero s¨®lo en teor¨ªa, pues, en la pr¨¢ctica, a lo que asistimos es a una crisis profunda del sistema aun en pa¨ªses, como Francia o Estados Unidos, donde parec¨ªa .M¨¢s arraigado e invulnerable. En muchas sociedades emancipadas de la tutela marxista, la democracia funciona mal, como en Ucrania, o es una caricatura, como en Serbia, o parece pender de un hilo, como en Rusia y Polonia. Y en Am¨¦rica Latina, donde parec¨ªa haber sido vencida, la bestia autoritaria ha vuelto a levantar cabeza, en Hait¨ª y Per¨², y acosa sin descanso a Venezuela.
Una triste comprobaci¨®n es que, en casi todas partes, para la mayor¨ªa de las gentes la democracia s¨®lo parece justificarse por contraste con lo que
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La moral de los c¨ªnicos
Viene de la p¨¢gina anterioranda peor, no por lo que ella vale o pudiera llegar a valer. Comparada con la satrap¨ªa fundamentalista de Ir¨¢n, la dictadura de Cuba o el r¨¦gimen desp¨®tico de Kim il Sung, la democracia parece preferible, en efecto. Pero ?cu¨¢ntos estar¨ªan dispuestos a meter sus manos al fuego -a defender con sus vidas- en un sistema que, adem¨¢s de mostrar una creciente ineptitud para resolver los problemas, parece en tantos pa¨ªses paralizado por la corrupci¨®n, la rutina, la burocracia y la mediocridad?
En todas partes y hasta el cansancio se habla del desprestigio de la clase pol¨ªtica, la que habr¨ªa expropiado para s¨ª el sistema democr¨¢tico, gobernando en su exclusivo provecho, a espaldas y en contra del ciudadano com¨²n. Esta pr¨¦dica, que ha permitido a Jean Marie Le Pen y al neofascista Front National echar ra¨ªces en un espacio considerable del electorado franc¨¦s, se halla en boca del aprendiz de dictador peruano, Fujimori quien despotrica contra la partidocracia, y es el caballito de batalla del tejano Ross Perot, quien podr¨ªa dar la gran sorpresa en las elecciones de Estados Unidos derrotando, por primera vez en la historia de ese pa¨ªs, a los partidos tradicionales.
Excluido todo lo que hay de exageraci¨®n y de demagogia interesada en esas cr¨ªticas, lo que queda de verdad es todav¨ªa mucho, y muy peligroso para el futuro del sistema que, pese a sus defectos, es el que ha tra¨ªdo m¨¢s prosperidad, libertad y respeto a los derechos humanos a lo largo de la historia. Y lo m¨¢s grave que queda es la distancia, a veces grande y a veces enorme, entre gobernantes y gobernados en la sociedad democr¨¢tica. La raz¨®n principal -de este alejamiento e incomunicaci¨®n entre el ciudadano com¨²n y aquellos que, all¨¢ arriba, en los alv¨¦olos de la Administraci¨®n, en los gabinetes ministeriales o en los esca?os parlamentarios, deciden su vida (y a veces su muerte) -la clase pol¨ªtica- no es la complejidad creciente de las responsabilidades de gobierno, y su consecuencia inevitable, tan bien analizada por Max Weber, la burocratizaci¨®n del Estado, sino la p¨¦rdida de la confianza. Los electores votan por quienes legislan y gobiernan, pero, con excepciones cada vez m¨¢s raras, no creen en ellos. Van a las urnas a depositar su voto cada cierto tiempo, de manera mec¨¢nica, como quien se resigna a un ritual despojado de toda sustancia, y a veces ni siquiera se toman ese trabajo: el abstencionismo, fen¨®meno generalizado de la democracia liberal, alcanza en algunos pa¨ªses cotas abrumadoras.
Esta falta de participaci¨®n es ostensible en ocasi¨®n de los comicios; pero es a¨²n m¨¢s extendida, y ciertamente m¨¢s grave, en el funcionamiento cotidiano de esas instituciones claves de una democracia, que son los partidos pol¨ªticos. Aquella no es concebible sin ¨¦stos, instrumentos nacidos para asegurar, de un lado, el pluralismo de ideas y propuestas, la cr¨ªtica al poder y la alternativa de gobierno, y, de otro, para mantener una comunicaci¨®n permanente entre gobernados y gobernantes, la escala local y nacional. Los partidos democr¨¢ticos cumplen cada vez menos con esta ¨²ltima funci¨®n porque en casi todas partes -democracias incipientes o avanzadas- se van quedando sin militantes, y el desafecto popular los convierte en juntas de notables o burocracias profesionalizadas, con pocas o nulas ataduras al grueso de la poblaci¨®n, de la que un partido recibe el flujo vital que le impide apolillarse.
Se esgrimen muchas explicaciones de este desgano colectivo para con unas instituciones de cuya renovaci¨®n y creatividad permanentes depende en buena medida la salud de una democracia, pero muchas de ellas suelen confundir el efecto con la causa, como cuando se dice que los partidos pol¨ªticos no atraen adhesiones porque carecen de l¨ªderes competentes, de dirigentes dotados de aquel carisma de que hablaba Weber (sin imaginar qu¨¦ clase de l¨ªder carism¨¢tico le sobrevendr¨ªa muy pronto a Alemania). La verdad es la inversa, claro est¨¢: aquellos dirigentes no aparecen porque las masas ciudadanas se desinteresan de los partidos. Y de la vida pol¨ªtica, en general. (No hace mucho le¨ª una encuesta, sobre el destino de los j¨®venes graduados con los' calificativos m¨¢s altos en las universidades norteamericanas: la gran mayor¨ªa eleg¨ªa las corporaciones y, despu¨¦s, distintas profesiones liberales; la pol¨ªtica era elecci¨®n de una insignificante minor¨ªa).
La falta de fe, la p¨¦rdida de confianza del ciudadano com¨²n en sus dirigentes pol¨ªticos -cuyo resultado es la p¨¦rdida de autoridad de la clase pol¨ªtica en general- se debe, b¨¢sicamente, a que la realidad ha convertido en un simulacro bochornoso aquella moral de la responsabilidad, supuestamente connatural al pol¨ªtico, que Max Weber distingui¨® con sutileza de la moral de la convicci¨®n, lujo de irresponsables. Una suerte de consenso se ha establecido que hace de la actividad pol¨ªtica, en las sociedades democr¨¢ticas, una mera representaci¨®n, donde las cosas que se dicen, o se hacen, carecen del respaldo de las convicciones, obedecen a motivos y designios opuestos a los confesados expl¨ªcitamente por quienes gobiernan, y donde las peores picard¨ªas y barrabasadas se pueden justificar en nombre de la eficacia y del pragmatismo. En verdad la sola justificaci¨®n que tienen es la t¨¢cita aceptaci¨®n a que ha llegado la sociedad de que la pol¨ªtica es un espacio reservado y aparte, parecido a aquel que defini¨® Huizinga para el juego, con sus propias reglas y su propio discurso y su propia moral, al margen y a salvo de las que regulan las del hombre y la mujer del com¨²n.
Es esta cesura entre dos mundos impermeabilizados entre s¨ª lo que est¨¢ emprobreciendo a la democracia, desencantando de ella a muchos ciudadanos y volvi¨¦ndolos vulnerables a los cantos de sirena xen¨®fobos y racistas de un Le Pen, a la chamuchina autoritaria de un Fujimori, a la demagogia nacionalista de un Vladimir Meciar, o al populismo antipartidos de Ross Perot, y lo que mantiene todav¨ªa viva la rom¨¢ntica solidaridad en muchos beneficiarios de la democracia con dictaduras tercermundistas.
Por eso conviene, como primer paso para el renacimiento del sistema democr¨¢tico-, abolir aquella moral de la responsabilidad que, en la pr¨¢ctica -donde importa-, s¨®lo sirve para proveer de coartadas a los c¨ªnicos, y exigir de quienes hemos elegido para que nos gobiernen, no las medias verdades responsables, sino las verdades secas y completas, por peligrosas que sean. Pese a los indudables riesgos que implica para un pol¨ªtico no mentir, y actuar como lo hizo Churchill -ofreciendo sangre, sudor y l¨¢grimas a quienes lo hab¨ªan llamado a gobernar-, los beneficios ser¨¢n siempre mayores, a mediano y largo plazo, para la supervivencia y regeneraci¨®n del sistema democr¨¢tico. No hay dos morales, una para los que tienen sobre sus hombros la inmensa tarea de orientar la marcha de la sociedad, y otra para los que padecen o se benefician de lo que aqu¨¦llos deciden. Hay una sola, con sus incertidumbres, desaf¨ªos y peligros compartidos, - en la que convicci¨®n y responsabilidad son tan indisociables como la voz y la palabra o como las dos caras de una moneda.
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