Los nuevos inquilinos de la Quinta pagar¨¢n 11.000 pesetas al mes por sus casas adosadas
Ram¨®n Hern¨¢ndez no dec¨ªa nada, pero le brillaban los ojos negros cuando iba abriendo las puertas de su nueva casa: subiendo las escaleras, tres cuartos blancos; abajo, un gran sal¨®n con una estufa de le?a y la cocina. Sus dos cr¨ªas recorr¨ªan los rincones y gritaban, su mujer pensaba en lo mucho que tendr¨ªa que limpiar, y su madre rezongaba por estar tan lejos y sin autob¨²s. Algo parecido les pas¨® ayer a 42 familias gitanas: por 11.000 pesetas al mes, cambiaron la chabola por una casita en la carretera, de El Pardo.
Hip¨®lita, la chavalilla mayor de Ram¨®n, de siete a?os, ense?aba su boca sin dientes y se adjudic¨® r¨¢pidamente su habitaci¨®n. Pilar, con media lengua, entr¨® en el cuarto m¨¢s alargado y, subiendo la persiana para dejar entrar el sol matinal, decidi¨® que esa habitaci¨®n era la suya. Lejos de all¨ª, a esa misma hora, una excavadora sepultaba su casucha de ladrillo, en la colonia de Aster, con vistas a la M-30.El oficio de hacer cestas
Ram¨®n, el peque?¨ªn, de 16 meses, se met¨ªa en las habitaciones y amenizaba con sus alaridos la mudanza. El padre sonre¨ªa, y la madre, Bego?a, una mujer de fuertes rasgos gitanos, sacaba ya las mantas al corralillo trasero desde la furgoneta. Ram¨®n Hern¨¢ndez arranc¨® el primero la placa del censo de su chabola, con el n¨²mero 1.107, y se la entreg¨® a un hombre del consorcio ayer por la ma?ana. Alguna vez, la casa hab¨ªa sido una peluquer¨ªa o un ultramarinos de la colonia de la avenida de Aster, junto a la calle de Costa Rica. En la trasera de la casita, la chabola de cart¨®n de su padre, Jos¨¦. "Jos¨¦, cuando est¨¦s en la Quinta tienes que ense?arles a hacer cestas a los j¨®venes, para que no se pierda el oficio", dice un inspector del consorcio. El viejo Jos¨¦ responde: "Y cu¨¢nto me pagar¨¢n?". "Ya veremos".
La mujer de Jos¨¦ se revuelve cuando la furgoneta -"mi hijo la est¨¢ pagando a plazos", dice- se encamina hacia la Quinta, en la carretera de Fuencarral a El Pardo. "?Y c¨®mo nos vamos a buscar la vida para vender loter¨ªa, a ver, no hay ni trob¨²s ni nada. Vamos a tener que andar 50 leguas". Las tres filas de casitas rosa se ven perdidas lejos de la carretera, junto al tren.
Son 80 viviendas de dos plantas, donde los Hern¨¢ndez ser¨¢n vecinos de los gitanos de la Cruz del Cura. Al fondo las chicas del consorcio entregan las llaves: en el 45 de la calle de Chalaneros vivir¨¢n Jos¨¦ y su mujer, los viejos. En el 43, Ram¨®n y su familia. Pagar¨¢n por los 80 metros cuadrados de terrazo -tres dormitorios- con cocina de gas, 11.000 pesetas de fianza m¨¢s 11.000 cada mes. Por la calle, sorteando furgonetas, pasea el gerente del Consorcio de Realojamiento, Jos¨¦ Luis G¨®mez. Alguien le dice que los fines de semana los payos preguntaban por las casas. La Quinta tendr¨¢ tambi¨¦n una guarder¨ªa y talleres.
Elisa, la mujer de Ram¨®n, coge el escob¨®n y sube a barrer los cuartos, cubiertos por un polvillo de pintura. Saluda desde la ventana a las furgonetas de los conocidos y despu¨¦s se para un momento y dice: "Est¨¢n todas limpiando". En las casas de enfrente, los perrillos suben y bajan las escaleras, los cr¨ªos siguen descubriendo rincones y las mujeres empu?an el escob¨®n. A las nueve y media, ya s¨®lo faltan por llegar cinco o seis familias.
La mayor preocupaci¨®n de los hombres son los casquillos que tienen que poner para que haya luz. Pasa una mujer de la Cruz del Cura y amaga: "Pues a ver si vamos a acabar a tiros, por que a ¨¦stos -por los de Aster- no los conocemos". "T¨² lo que tienes que hacer es preocuparte por tu casa", le contesta un inspector del consorcio, "y nada m¨¢s".
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