Una mujer en un balc¨®n
El follet¨ªn de Ni a tapar la fiambrera de carne con tomate se detuvo Lorencito Quesada. Comprend¨ªa, y la as¨ª pens¨® escribirlo m¨¢s tarde, que hay momentos en la vida en que un hombre debe jug¨¢rselo todo a una sola carta. Le pareci¨® que a¨²n segu¨ªa escuchando la s¨²plica desesperada de Mat¨ªas Antequera. Sali¨® disparado de la habitaci¨®n eludiendo por unos mil¨ªmetros los alevosos barrotes de la cama, habi¨¦ndose olvidado incluso de poner polvos de talco en los lamparones de su pantal¨®n y de su cazadora. Al fondo del pasillo se ve¨ªa una claridad que atribuy¨® a la puerta de salida: se encontr¨® en lo que hab¨ªa sido el comedor de la pensi¨®n en los tiempos dorados del se?or Rojo. En lugar de los nobles tapices con escenas pastoriles que recordaba y de los sillones forrados de terciopelo hab¨ªa una ca¨®tica especie de bazar en el que se mezclaban los elefantes de madera, las m¨¢scaras y los tambores de la artesan¨ªa africana con los ¨²ltimos adelantos en radiocasetes, linternas intermitentes, alfornbras musulmanas y cajas de herramientas. Dos negros vestidos con t¨²nicas blancas guisaban algo sobre un infiernillo situado en un rinc¨®n del comedor. Un humo grasiento enrarec¨ªa el aire, en el que retumbaba un esc¨¢ndalo de tambores tribales, y las paredes, de las que colgaban desgarrones de papel pintado, estaban ennegrecidas de holl¨ªn. Uno de los africanos le ofreci¨® a bajo precio, "barato, barato", una caja de destornilladores con los mangos fluorescentes. "No comprar, paisa", dijo Lorencito, al objeto de ser comprendido por el aborigen, aunque cada vez que rechazaba las menesterosas mercanc¨ªas de un negro o de un marroqu¨ª se le part¨ªa el coraz¨®n.Encontr¨® al fin la puerta de salida, se lanz¨® escaleras abajo, estuvo a punto de caerse encima de un joven que parec¨ªa dormitar en el primer rellano, y que deb¨ªa de ser un practicante, ya que sosten¨ªa entre los dedos una aguja hipod¨¦rmica, y al llegar a la calle levant¨® la mano con un gesto en¨¦rgico, porque hab¨ªa visto venir un taxi libre. Tomar taxis a toda velocidad le hab¨ªa parecido siempre un h¨¢bito admirable de los reporteros m¨¢s audaces.
-R¨¢pido -dijo,al desplomarse en el asiento trasero-. Al corral de la Fandanga. Calle de Yeseros.
Hab¨ªa pensado a?adir, con autoridad y misterio: "Dese prisa, por favor. Est¨¢ en peligro la vida de un hombre", pero se sent¨ªa enjaulado tras la mampara de cristal antibalas, consecuencia, sin duda, de la trernerida inseguridad ciudadana que se vive en Madrid. ?C¨®mo no iba a estar llena de peligros una ciudad poblada de moros, negros y chinos? Al menos el taxista pertenec¨ªa a la minoritaria raza blanca. Como suele predicar en M¨¢gina el p¨¢rroco de la Trinidad, que est¨¢ enfrente de El Sistema M¨¦trico, el hombre blanco se extingue por culpa de la p¨ªldora, de la sodom¨ªa y del aborto. Lorencito Quesada, cuando subi¨® en el taxi, hab¨ªa imaginado una vertiginosa carrera con sem¨¢foros en rojo pasados a cien kil¨®metros poi, hora y chirridos de neum¨¢tico en las curvas. ?En se mismo momento Mat¨ªas Antequera pod¨ªa. encontrarse en peligro de muerte! Pero el taxi se hab¨ªa empantanado en un atasco de tr¨¢fico y el conductor, mascando uno de esos cigarrillos falsos con que se alivian los ex fumadores, murmuraba en voz baja venenosos juramentos contra las autoridades o prorrump¨ªa en carcajadas al oir los chistes que alguien contaba en la radio con acento gallego. En el tax¨ªmetro digital crec¨ªa una cifra alarmante. ?Estar¨ªa trucado, a fin de jugar con la inexperiencia y la buena fe de los usuarios de provincias?Hac¨ªa un calor excesivo para el mes de marzo, y a Lorencito Quesada lo agobiaban la ropa interior de felpa, la camisa de franela y la cazadora. En las aceras y en los pasos de cebra se ve¨ªan mujeres con las piernas desnudas y las faldas muy cortas, con zapatillas blancas, como de verano, con blusas y vaqueros ce?idos que resaltaban lo que un poeta de M¨¢gina ha llamado sus formas turbadoras. Cuando el taxi fren¨® a la altura de un quiosco, en la glorieta de Embajadores, Lorencito Quesada aguz¨® la vista autom¨¢ticamente para distinguir las portadas de las revistas er¨®ticas, que eran casi todas, y pens¨®, con reprobaci¨®n hacia s¨ª mismo, que se distra¨ªa de su tarea y pon¨ªa en peligro la salud de su alma por culpa de aquella feraz proliferaci¨®n de anatom¨ªas femeninas. ?Iba a volver a las andadas, a aquella ¨¦poca bochornosa y secreta de su vida en que empezaron a proyectarse en M¨¢gina pel¨ªculas clasificadas S, cuando en las noches de invierno, al salir de El Sistema M¨¦trico, se deslizaba como un reptil hasta las ¨²ltimas butacas del Ideal Cinema para ver por sexta o s¨¦ptima vez Emanuelle negra II o Soy ninf¨®mana, mi cuerpo es mi tormento?
El taxi fren¨® de pronto en una calle estrecha y en cuesta y Lorencito Quesada se dio un golpe en la frente contra el cristal de la mampara. M¨¢s despiadado que un salteador de caminos el taxista se ri¨® de ¨¦l mordiendo la boquilla de pl¨¢stico con sus dientes de hiena y le cobr¨® mil doscientas pesetas, no sin injuriarlo previamente por haberle pagado con un billete de cinco mil. Le consol¨® algo, sin embargo, encontrarse en una calle adoquinada, silenciosa, con un letrero de cer¨¢mica en la esquina. Siempre sensible, incluso en la adversidad, se dijo que la calle pose¨ªa todo el encanto del viejo Madrid. Una se?orita a la que calific¨® de escultural se cruz¨® con ¨¦l taconeando por la acera, y Lorencito no supo contener la tentaci¨®n de volverse: la se?orita tambi¨¦n se hab¨ªa vuelto y lo miraba. Lorencito se puso colorado y fingi¨® un inter¨¦s tur¨ªstico por los balcones de la vecindad, pero tuvo tiempo de verla desaparecer en un portal: as¨ª fue como descubri¨®, sobresalt¨¢ndose, el anuncio del corral de la Fandanga.
Era de hierro forjado y ten¨ªa forma como de pergamino art¨ªstico, y sobre las letras desta caba una peque?a escultura representando a una bailaora. A lo largo de la fachada colgaban faroles con cristales blan cos en los que hab¨ªa dibujadas pintorescas escenas de flamenco y de toros. La puerta parec¨ªa m¨¢s bien el arco de en trada a una bodega. Junto a ella hab¨ªa un cartel impreso en varios idiomas, incluidos el ruso y el japon¨¦s, donde se anunciaban las atracciones de la casa. Encima del nombre que estaba escrito con caracteres m¨¢s grandes alguien ha b¨ªa pegado una franja de papel adhesivo: f¨¢cilmente se trasluc¨ªa que ese nombre era el de Mat¨ªas Antequera. Tragando saliva, ajust¨¢ndose el el¨¢stico de la cazadora juvenil al per¨ªmetro m¨¢s bien opulento de su cintura, Lorencito Quesada golpe¨® la puerta con un pesado aldab¨®n. Se pregunt¨® si en caso de necesidad ser¨ªa capaz de derribarla. Volvi¨® a llamar y al o¨ªr una voz y unos pasos not¨® una molesta presi¨®n en la vejiga y se dio cuenta de que el labio superior le temblaba. La puerta se abri¨® unos cent¨ªmetros con gran ruido de goznes y cerrojos y en el hueco apareci¨® una cara amarillenta, con arrugas y chirlos, con un copete de pelo negro y aceitoso entre los ojos gui?ados.
-Abrimos a las diez de la noche -dijo aquel individuo, con un habla cazallera y cerrada de la bah¨ªa de C¨¢diz-. Domingos y festivos ¨²ltimo pase madrugada a las dos. Bonificaci¨®n especial para grupos de m¨¢s de diez personas previa reserva telef¨®nica. Plazas limitadas.
El hombre termin¨® de recitar con un aire de abatimiento absoluto y cuando iba a cerrar la puerta Lorencito Quesada se lo impidi¨® con terminante energ¨ªa.
-Busco a Mat¨ªas Antequera -hab¨ªa sacado su tarjeta de visita y se la puso al otro delante de la cara. Estaba claro que era tuerto, pero no se sab¨ªa de cu¨¢l de los dos ojos- Soy amigo y paisano suyo. Periodista.
-?Bocarrape! -una voz grit¨® dentro- ?Qui¨¦n es?
-Naide, Bimboyo -dijo el tuerto, torciendo el cuello para volverse, como si estuviera a punto de escupir- Uno que busca raz¨®n de no s¨¦ qui¨¦n.
Otra vez iba a cerrar: Lorencito Quesada introdujo el pie derecho entre el escal¨®n y la puerta, obteniendo un crujido de huesos y un dolor alarmante.
-Mat¨ªas Antequera -repiti¨®, entre dientes, conteniendo la respiraci¨®n mientras o¨ªa al tuerto reirse de su desgraciaNo me negar¨¢ usted que act¨²a aqu¨ª todas las noches.
-Actuaba -dijo con una entonaci¨®n siniestra la voz que hab¨ªa sonado antes. Pero ahora Lorencito Quesada pudo ver de qui¨¦n era: un hombre enorme, con la cara hinchada y roja, con una papada tan rotunda como la panza que ce?¨ªa una faja negra con borlas laterales. El llamado Bocarrape apenas le llegaba a la pechera abierta de la camisa, de la que brotaba una pelambre ensortijada y selv¨¢tica, cruzada por una cadena de oro. Con los brazos en jarras el grandull¨®n se encar¨® a Lorencito Quesada, que ya descartaba a duras penas la vergonzosa tentaci¨®n de sugerir un malentendido, o de retirarse pidiendo disculpas...
-Mat¨ªas Antequera no est¨¢ -dijo el Bimbollo: ten¨ªa un acento a¨²n m¨¢s exagerado que el otro, y miraba de arriba abajo a Lorencito, como mirar¨ªa a un insecto-. Ha salido de gira con la pompania de Lucero Tena.
-?Y se ha ido muy lejos? -Lorencito Quesada se oy¨® una voz ignominiosa.
-Ah¨ª mismito -Bocarrape gui?¨® el que en ese momento parec¨ªa su ojo sano- Al Jap¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.