El dependiente atribulado
El follet¨ªn de En el interior de la boutique del cabello Dilalla, decorado a la ¨²ltima moda, reinaba una lo sosegada penumbra. El papel pintado de las paredes ten¨ªa dibujos geom¨¦tricos en tonos fluorescentes, y entre los anaqueles y los muebles de l¨ªnea aerodin¨¢mica y audaz pl¨¢stico blanco colgaban fotos de estrellas del cine y de la canci¨®n moderna, algunas tan recientes que Lorencito no estuvo seguro de identificarlas sin error: actrices de mo?os altos y largas pesta?as de rabos pronunciados, cantantes mel¨®dicos de pelo largo, aunque cuidado, patillas hasta el l¨®bulo, Jers¨¦is de cuello de cisne o corbatas de nudo muy ancho. En vez del tradicional mostrador hab¨ªa una mesa de cristal en forma de ri?¨®n con las patas muy finas en los extremos y abiertas hacia fuera. El dependiente que atendi¨® a Lorencito no desmerec¨ªa del marco de su actividad, aunque su indumentarla y su peinado tal vez no habr¨ªan recibido el visto bueno de los jefes de El Sistema M¨¦trico, partidarios ac¨¦rrimos de la l¨ªnea cl¨¢sica en la presentaci¨®n de sus empleados. Era un hombre como de la edad de Lorencito, pero de un aire m¨¢s decididamente juvenil, con un traje azul marino entallado de solapas anchas y pantal¨®n de discreta campana, con las patillas largas, aunque muy cuidadas, y el pelo echado hacia adelante. Con esa amabilidad por la que se reconoce enseguida al aut¨¦ntico profesional se dirigi¨® a Lorencito Quesada dedic¨¢ndole una sonrisa en la que resplandec¨ªa un colmillo de oro: mientras sonre¨ªa inclinaba los hombros hacia'¨¦l y se frotaba las manos.-Muy buenas tardes tenga usted, caballero. ?En qu¨¦ podemos servirle?
-Muy buenas -Lorencito, amedrentado y solidario, dudaba: bien conoc¨ªa ¨¦l ese chasco que se lleva uno cuando un pos¨ªble comprador s¨®lo se acerca para preguntar por una callePues nada, que pasaba por el escaparate y he visto...
-?No me diga m¨¢s! -el dependiente lo empuj¨® hacia un sof¨¢ tapizado en piel sint¨¦tica de cebra, le hizo sentarse, encendi¨® sobre ¨¦l una l¨¢mpara hal¨®gena- Ha visto usted las maravillas en pelo natural que suministra esta casa y se ha dicho: ?por qu¨¦ resignarme a la calvicie prematura, si estos se?ores me pueden devolver en plazo breve, con plena satisfacci¨®n y total garant¨ªa, ese aspecto juvenil que s¨®lo da, digan lo que digan, una cabellera abundante? Muchos hombres se lo preguntaron antes que usted, y tambi¨¦n muchas mujeres, y ahora van por la vida sin complejos, sin usar esas artima?as rid¨ªculas que no enga?an a nadie y son la mofa de los malevolentes. ?Ha visto usted en televisi¨®n, por ejemplo, a ese diputado que se hace la raya encima de la oreja para cubrirse el cr¨¢neo con un mech¨®n lamentable?
-Hombre, yo tampoco me veo tan mal -dijo Lorencito, toc¨¢ndose instintivamente el pelo, que ya le escaseaba en la coronilla y que se le transparentaba m¨¢s de lo que ¨¦l hubiera querido cuando se ondulaba su c¨¦lebre tup¨¦.
-?Piense en el d¨ªa de ma?ana, se?or m¨ªo! -el dependiente, sentado junto a ¨¦l, le presionaba con los dedos el cuero cabelludo, envolvi¨¦ndolo en un intenso olor a azufreVery, producto de dudosa eficacia que tambi¨¦n usaba Lorencito- Le dir¨¦ m¨¢s: piense en la comodidad de un biso?¨¦. Grandiosas civilizaciones, como la egipcia, lo impusieron por higiene y elegancia a todos sus s¨²bditos. Desde el fara¨®n al m¨¢s humilde escriba, pasando por las m¨¢s bellasmujeres (como usted bien sabr¨¢ si ha le¨ªdo Sinuh¨¦ el egipcio), todos se afeitaban la cabeza y llevaban peluca. Grandes figuras de la historia siguieron us¨¢ndola a todo lo largo de los siglos, muchas m¨¢s de las que usted puede imaginar. Julio C¨¦sar, Napole¨®n, Leonardo da Vinci, Isabel de Inglaterra, Hitler, Charlot, Frank Sinatra, el papa Le¨®n X... por no hablar de m¨¢s de un gal¨¢n de la actualidad del que usted jam¨¢s sospechar¨ªa.. .
-No me diga m¨¢s -lo interrumpi¨® Lorencito-: Mat¨ªas Antequera.
Al o¨ªr este nombre, el dependiente se qued¨® r¨ªgido, y cuando volvi¨® a sonre¨ªr ya se hab¨ªa apartado de Lorencito y no se atrev¨ªa a sostenerle la mirada, fingiendo, para ocultar su nerviosismo, que ordenaba los bucles de una peluca fernenina.
-Ese paisano m¨ªo -Lorencito, incorpor¨¢ndose, se aproxim¨® al dependiente, que se ech¨® temerosamente hacia atr¨¢s al ver que ¨¦l se llevaba la mano al bolsillo interior de su cazadora para buscar una tarjeta- De M¨¢gina. ?No conoce usted el pasodoble que le dedic¨® a nuestro pueblo? Ahora lo toca la banda municipal en todas las solemnidades, despu¨¦s del himno nacional y el de Andaluc¨ªa.
-S¨ª que me suena algo -el dependiente ahora fing¨ªa dudar-, ?pero est¨¢ usted seguro de que es cliente nuestro? Servimos a tantos artistas de los m¨¢s diversos g¨¦neros...
-Pues ya le tiene que sonar -Lorencito, contra su costumbre, se sent¨ªa envalentonado, casi jactancioso: no en vano se hab¨ªa prometido que nadie m¨¢s volver¨ªa a enga?arlo en Madrid-, porque tiene usted una foto suya bien grande en el escaparate.
El dependiente pas¨® a su lado como con miedo de rozarlo, sonriendo, estruj¨¢ndose las manos, puso el cartel de cerrado en la puerta, ech¨® la persiana verde p¨¢lido, y aun entonces sigui¨® mirando de soslayo hacia la calle, y luego hacia Lorencito Quesada, que experimentaba por primera vez en su vida, con incredulidad y des,concierto, incluso con un poco de halago, la sensaci¨®n de atemorizar a alguien.
-Es por los drogadictos, sabe usted -el dependiente aludi¨® con un gesto a la puerta cerrada- Se me cuelan aqu¨ª a punta de navaja o de jeringuilla y me roban el g¨¦nero. Y las autoridades qu¨¦ hacen, se preguntar¨¢ usted, que parece que viene de provincias. Pues nada, se cruzan de brazos. 0 los encierran y los sueltan al d¨ªa siguiente. Entran por una puerta y salen por otra...
Hablaba muy r¨¢pido y sonre¨ªa como a espasmos, con el lado izquierdo de la boca, donde reluc¨ªa el colmillo de oro, pero sus ojos asustados segu¨ªan fijos no en la cara de Lorencito Quesada, sino en los bolsillos de su pantal¨®n o en sus manos.
-Le juro que no le he contado nada a nadie -continu¨® el dependiente- Lo mismo les dije el otro d¨ªa a esos se?ores que vinieron el otro d¨ªa, yyo ser¨¦ como sea, pero s¨®lo tengo una palabra. Yo voy a lo m¨ªo, y all¨¢ cada cual con su vida... Tengo mujer e hijos, se?or, una familia que d¨¦pende de m¨ª.
-Pero hombre -Lorencito, que es muy sensible, empezaba a sentir l¨¢stima, hasta se imaginaba malvado por alguna raz¨®n, responsable del miedo poco a poco convertido en pavor que sacud¨ªa al dependiente- Si yo s¨®lo le he preguntado si conoce a Mat¨ªas Antequera, no se me ponga as¨ª, por Dios, no coja ese berrinche, que me va a dar un mal rato. Ande, tranquil¨ªcese, f¨²mese un cigarrito.
Las manos del dependiente tiritaban mientras encend¨ªa un sofisticado mechero Flaminaire y no acertaba a aproximar la llama al cigarrillo, tan agitado entre sus labios como si estuviera a punto de soltar un puchero. Se tranquiliz¨® algo al expulsar el humo. Se dej¨® caer desfallecidamente en el sof¨¢, y la l¨¢mpara hal¨®gena acentu¨® la palidez cer¨²lea de sus facciones.
-Vinieron hace tres d¨ªas -dijo, como confes¨¢ndose, chupando tan r¨¢pidamente el cigarrillo que apenas inhalaba hurno- Quer¨ªan un peluqu¨ªn como el, que hab¨ªan visto en la foto grande del escaparate. Les dije que la casa Dilalla est¨¢ especializada en crear modelos exclusivos, y que ¨¦se en concreto s¨®lo pod¨ªa usarlo el cliente que nos lo hab¨ªa encargado. Uno de ellos me amenaz¨® entonces con una pistola. Subi¨® conmigo al almac¨¦n sin quit¨¢rmela de detr¨¢s de la oreja y me hizo entregarle uno de los peluquines de Mat¨ªas Antequera. Se los hacemos a medida, y no es por nada, pero los considero personalmente mis obras maestras. No se puede imaginar las caras que ten¨ªan. Y esto se lo digo yo, que menudo muestrario tengo nada m¨¢s que asom¨¢ndome a la calle. Cuando ya parec¨ªa que se, iban, el que llevaba la pistola me puso el cafi¨®n en la frente y me hizo jurar de rodillas que no le dir¨ªa nada a Mat¨ªas Antequera, ni a nadie...
-Venga, hombre, no se me sofoque -Lorencito Quesada fue a ponerle al dependiente una mano consoladora en el hombro, pero el otro retrocedi¨® como si hubiera notado una corriente el¨¦ctrica- D¨ªgame, ?cu¨¢ntos eran? ?Ser¨ªa capaz de describ¨ªrmelos?
-Tres, creo. El de la pistola era el m¨¢s gordo.
-?Uno de ellos era chino, vamos, o japon¨¦s?
-?Y usted c¨®mo lo sabe? -el dependiente casi dio un salto en el sof¨¢ y volvi¨® a mirar con terror a Lorencito- Manejaba un cuchillo muy raro que parec¨ªa un berbiqu¨ª.
-Un kris malayo -dijo Lorencito, que no hab¨ªa visto nunca dicha arma, pero ten¨ªa noticias exactas sobre ella gracias a las novelas de Emilio Salgari.
-Pero el otro era el que pon¨ªa m¨¢s cara de asesino -continu¨® el dependiente, absorto en su rernernoraci¨®n- El tercero. El que llevaba esa u?a tan larga. Para asustarme me la acercaba a los ojos...
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