Una inmersi¨®n en el folclor
El follet¨ªn de Una sombra alta y solitaria se proyect¨® hacia la medianoche sobre la calzada de la calle 11 Bail¨¦n y la luz tamizada de niebla de la farola que la alargaba sobre el asfalto h¨²medo ilumin¨® al mismo tiempo las facciones impasibles del hombre que permanec¨ªa quieto en mitad de la calle, sobre la raya blanca, mirando los autom¨®viles que ven¨ªan por su derecha, desde el viaducto y la plaza de Oriente, a fin de pasar sin peligro al otro lado. El hombre, Lorencito Quesada, hab¨ªa le¨ªdo recientemente una novela de esp¨ªas escrita por un paisano suyo, novela moderna de las que jam¨¢s empiezan por el principio ni respetan las normas de planteamiento, nudo y desenlace, pero que, por desarrollarse en Madrid, se le hab¨ªa estado viniendo de modo intermitente a la imaginaci¨®n desde que lleg¨® esa ma?ana a la ciudad para encontrar a un hombre, Mat¨ªas Antequera, al que en realidad no hab¨ªa visto de cerca m¨¢s de dos o tres veces, una de ellas en directo y ante los micr¨®fonos de Radio M¨¢gina, donde Antequera, emocionado, con l¨¢grimas en los ojos, rompi¨® a cantar a pelo su pasodoble Carnicerito torero.Influido tal vez por la lectura de aquella novela, Lorencito Quesada cruz¨® por fin la calle Bail¨¦n y baj¨® hacia las Vistillas pensando que escrib¨ªa un reportaje futuro o que le contaba a alguien lo que hac¨ªa en ese momento. Conforme se aproximaba a la calle Yeseros la noche se iba volviendo m¨¢s despoblada y oscura, y de vez en cuando volv¨ªa la cabeza por miedo a que estuvieran sigui¨¦ndolo. Pero hab¨ªa cenado op¨ªparamente en su cuarto de la pensi¨®n, apurando hasta el ¨²ltimo residuo de lomo con tomate y dando fin a la mollaza, se hab¨ªa dado una ducha (por la que tuvo que pagar un suplemento adelantado de doscientas pesetas) y hab¨ªa dormido, con su pijama tobillero, como Dios manda, dos horas que le sentaron de maravilla, de modo que cuando a eso de las once se visti¨® para salir, reci¨¦n afeitado, con toda la ropa limpia, se encontraba en un estado sereno y animoso, dispuesto a enfrentarse de una vez por todas con los flamencos desaprensivos del Corral de la Fandanga y a rescatar a Mat¨ªas Antequera, quien sin duda lo llevar¨ªa hacia la imagen del Santo Cristo de la Gre?a.
Antes de salir de la pensi¨®n llam¨® a su madre y le explic¨® a gritos que la jornada inaugural del Congreso Eucar¨ªstico hab¨ªa resultado emocionante, pero que no podr¨ªa volver a M¨¢gina al d¨ªa siguiente, porque se esperaba de un momento a otro la llegada de Su Santidad el Papa. Su madre, que ten¨ªa, por la edad, algunos fallos de memoria, pensaba que el Papa era a¨²n P¨ªo XII, y le pidi¨® a Lorencito que si hab¨ªa ocasi¨®n le presentara sus respetos a Su Santidad.
Los faroles pintados del Corral de la Fandanga eran la ¨²nica iluminaci¨®n de la calle Yeseros. A Lorencito Quesada lo amedrentaba el recuerdo del llamado Bimbollo, pero se arm¨® de valor y empuj¨® decididamente la puerta, que estaba entornada, y de la que flu¨ªa una luz rojiza y una trepidaci¨®n de taconeos y palmas. En el peque?o vest¨ªbulo hab¨ªa fotos en color de artistas flamencos estrechando las manos de celebridades internacionales del espect¨¢culo y la pol¨ªtica, entre ellas los monarcas reinantes en la actualidad, el pr¨ªncipe heredero del Jap¨®n y la enlutada ex emperatriz Farah Diba. Un portero vestido de corto, con sombrero cordob¨¦s, camisa de chorreras y zahones, le pregunt¨® con simpat¨ªa y gracejo si deseaba una mesa, y Lorencito, manejando una desenvoltura que a ¨¦l mismo no dej¨® de asombrarlo, solicit¨® una que estuviera cerca del escenario. Pens¨® que ya se le notaban los efectos beneficiosos de la estancia en Madrid: seguridad y decisi¨®n, eso era lo ¨²nico que necesitaba.
El Corral de la Fandanga registraba un lleno hasta la bandera: en la penumbra de la sala, Lorencito advirti¨® que el p¨²blico estaba compuesto en su inmensa mayor¨ªa por japoneses. Abundaban las monteras taurinas, los sombreros de ala ancha y las c¨¢maras de v¨ªdeo y de fotograf¨ªa, y los taconeos de la bailaora que en ese momento se retorc¨ªa sobre el escenario eran saludados con palmas arr¨ªtmicas y vibrantes ol¨¦s. Ya en la mesa, cuando un camarero tambi¨¦n vestido de flamenco le trajo la carta, descubri¨® con amargura que la consumici¨®n m¨ªnima era de tres mil pesetas, y que, para mayor contratiempo, la, casa no dispon¨ªa de Quina San Clemente. Dispuesto a todo, decidi¨® dar un paso hacia la modernidad y pidi¨® un San Francisco, bebida esta que, seg¨²n le hab¨ªan contado, era la m¨¢s habitual en discotecas y guateques.
Vigas de madera sin desbastar y un techo de paja, muy parecido a los que cubr¨ªan antes las chozas de los melonares, enmarcaban art¨ªsticamente el escenario, donde un anciano algo achacoso, vestido de flamenco, pero con gafas de extrema miop¨ªa y zapatillas de pa?o, tocaba la guitarra, si bien no con mucho sentimiento, porque de vez en cuando se quedaba dormido y una de las mujeres del cuadro de baile lo despertaba a codazos. Eran seis las bailaoras, y se levantaban por turno de las sillas de anea para Interpretar a solas y durante unos minutos alguna pieza del rico folclor andaluz, subi¨¦ndose hasta m¨¢s arriba de las rodillas sus batas de cola y acompa?adas por las voces de dos cantaores, en quienes Lorencito reconoci¨® a Bocarrape y el Bimbollo. Cinco de ellas eran morenas, con grandes ojos y mo?os que al estirarles la piel de las sienes acentuaban la t¨ªpica belleza espa?ola de sus caras. La sexta era rubia y de ojos claros, llevaba el pelo suelto, y desde que Lorencito entr¨® en el local no hab¨ªa parado de mirarlo: era la mujer con la que se cruz¨® esa ma?ana en la calle Yeseros, la que parec¨ªa hacerle se?as tras los visillos de un balc¨®n... Bat¨ªa palmas y cantaba a coro con las otras, y cuando sali¨® a bailar sus taconazos retumbaron en el coraz¨®n y en el est¨®mago de Lorencito Quesada, porque alzaba una pierna y se le ve¨ªan fugazmente las bragas, se inclinaba hacia adelante y era como si los pechos fueran a sal¨ªrsele del escote, le ca¨ªa la melena sobre la cara y cuando la iba apartando sus ojos claros se quedaban fijos ¨²nicamente en ¨¦l.
?Estaba cayendo, sin darse cuenta, bajo los efectos afrodisiacos o alucinatorios de aquella bebida de gusto dulce y color anaranjado? Lo cierto era que en todos los a?os de su vida, que ya no son pocos, Lorencito Quesada no recordaba que lo hubiera mirado as¨ª ninguna mujer, ni siquiera una de aquellas viudas fumadoras y te?idas que intercambiaban bromas equ¨ªvocas con los vendedores m¨¢s j¨®venes de El Sistema M¨¦trico. Cada vez que la bailaora rubia le dirig¨ªa una de aquellas miradas, que no ser¨ªa impropio calificar de ardientes, Lorencito notaba una oleada de flojera en las piernas y una presi¨®n en las sienes perladas de sudores fr¨ªos, y no hab¨ªa modo de evitar que los ojos se le fueran hacia las largas piernas y el generoso escote de la bailaora, que al aproximarse taconeando hacia donde ¨¦l estaba lo envolv¨ªa en el vendaval del vuelo de su falda, en un aire c¨¢lido, pesado de perfumes, que lo sofocaba gradualmente y reviv¨ªa en ¨¦l los apetitos angustiosos de su lejana mocedad.
Pero lo peor de todo era que el ojo sano y gui?ado de Bocarrape tambi¨¦n lo hab¨ªa distinguido, y que el cantaor mendaz, al mismo tiempo que gritaba roncamente una copla flamenca, le estaba haciendo se?as al Bimbollo, que en ese momento le doblaba las palmas. Mientras cantaban y palmoteaban en una esquina del tablao, los dos hombres miraron a Lorencito con torvas sonrisas, y luego Bocarrape hizo un r¨¢pido gesto con la cabeza en direcci¨®n al fondo de la sala, donde el portero, que estaba de pie y con los brazos cruzados junto a la cortina de salida, pareci¨® comprender y asentir y busc¨® algo con la mirada sobre los sombreros cordobeses y mexicanos y las monteras torcidas de la concurrencia.
Lorencito, sin que el miedo creciente le atenuara la lujuria, se dijo que deb¨ªa escapar, pero el cuerpo convulso y los ojos claros de la bailaora rubia lo ten¨ªan como paralizado, y adem¨¢s no cab¨ªa duda de que el portero lo hab¨ªa identificado y estaba dispuesto a no permitirle una retirada digna. Las palmas, los taconazos y los oles y ayes sonaban cada vez m¨¢s fuerte, las seis bailaoras hab¨ªan salido simult¨¢neamente a escena, y los japoneses, enardecidos, saltaban sobre las mesas volcando las jarras de sangr¨ªa y derrumb¨¢ndose luego para levantarse unos segundos despu¨¦s sosteniendo sus c¨¢maras. Las caras de los artistas chorreaban sudor bajo las luces tornasoladas de los focos, y el suelo ten¨ªa una vibraci¨®n de terremoto, pero en medio de aquella especie de org¨ªa folcl¨®rica los ojos de Bocarrape y el Bimbollo continuaban vigilando fr¨ªamente a Lorencito Quesada, y la guitarra se iba deslizando hacia las rodillas del anciano tocaor, que ya dorm¨ªa sin reparo con la boca abierta y la cabeza ca¨ªda sobre su pechera bordada.
De pronto, cuando Lorencito ya empezaba a sentir ahogos y n¨¢useas, asediado por el calor de la sala y el entusiasmo colectivo de los japoneses, ces¨® el esc¨¢ndalo, y los artistas, cogidos de la mano, todav¨ªa jadeantes, se inclinaron para recibir una salva de aplausos. Uno a uno, en fila, empezaron a bajar por una escalerilla que estaba junto a la mesa de Lorencito. Cuando la bailaora rubia pasaba a su lado se le cay¨® un clavel del pelo y se inclin¨® para recogerlo, ofreci¨¦ndole a una distancia de pocos cent¨ªmetros el espect¨¢culo turbador de su pechera palpitante. Al levantarse, sin mirarlo, le dijo al o¨ªdo: "R¨¢pido, escape por esa puerta donde pone privado. Esp¨¦reme dentro de una hora en el Caf¨¦ Central".
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