El millonario id¨®latra
Aquel hombre que pose¨ªa, y posee, una fortuna valorada por el Financial Times en dos mil millones de d¨®lares; que cotiza las acciones de sus empresas en los mercados financieros de Wall Street, de la City de Londres, de la despiadada Bolsa de Tokio; que compra y vende empresas y solares y manzanas enteras de rascacielos como si jugara al monopoly; que fue recibido en audiencia privada por el Papa a los pocos d¨ªas de su segunda boda, en compa?¨ªa de su joven esposa, vestida para la ocasi¨®n con un ondulante traje negro y una cl¨¢sica mantilla espa?ola, entreg¨¢ndole de paso al Sumo Pont¨ªfice un mensaje secreto de nuestro Monarca; que ejerce una influencia al parecer terminante en varios Gobiernos suramericanos y africanos; que es confidente, amigo y asesor de las m¨¢s altas jerarqu¨ªas de la naci¨®n: aquel plut¨®crata, supo Lorencito, con asombro, incluso con terror, porque se ve¨ªa claro que tras su voz tan suave y sus maneras delicadas se ocultaba una ambici¨®n sin l¨ªmites, era tambi¨¦n un ferviente y desatado cat¨®lico, un buscador y coleccionista implacable de cuantas im¨¢genes y reliquias milagrosas pod¨ªa comprar o robar, sin importarle el precio o los medios necesarios para lograr sus fines. En las c¨¢tedras de econom¨ªa y en las revistas financieras se analizan sus operaciones inmobiliarias o especulativas con la misma admiraci¨®n con que puede estudiarse en una Facultad de Arquitectura el Parten¨®n de Atenas o la bas¨ªlica del Valle de los Ca¨ªdos: ¨¦l, con una mezcla de soberbia y piedad, atribuy¨® ante Lorencito Quesada todos sus ¨¦xitos a la intercesi¨®n divina y de los santos, as¨ª como al efecto multiplicado y prodigioso de su colecci¨®n de reliquias.Uno por uno les fue mostrando a Lorencito y a Oiga sus tesoros, entre los cuales el brazo incorrupto de santa Teresa ocupaba un lugar secundario. Para tocarlos se puso unos guantes blancos de seda: vieron la pluma del arc¨¢ngel san Gabriel y el fragmento de la roca donde se sent¨® la Virgen Mar¨ªa, durante la huida hacia Egipto, que se veneraron en la capilla Real de Granada hasta que desaparecieron tras un robo nunca esclarecido; se les permiti¨® rozar con las puntas de los dedos las tres piedras que expuls¨® del ri?¨®n san Alfonso Mar¨ªa Ligorio despu¨¦s de un c¨®lico nefr¨ªtico; vieron las ¨²ltimas gafas graduadas del papa P¨ªo XII, un trozo de siete cent¨ªmetros del Lignum crucis, la cuchara con la que santa Luc¨ªa se sac¨® los ojos, un alzacuellos usado de san Juan Bosco, una de las treinta monedas que recibi¨® Judas, que era un denario con la efigie del emperador Augusto; la ca?a de una escoba de san Mart¨ªn de Porres, la reja de hierro con la que fueron torturados los m¨¢rtires san Bonoso y san Maximiano, as¨ª como una urna con los huesos de ambos; un peine de carey, con algunos cabellos, del beato Jos¨¦ Mar¨ªa Escriv¨¢ de Balaguer; una bolsita con serr¨ªn de la carpinter¨ªa de san Jos¨¦; un pa?o de la Santa Faz que al parecer es el verdadero, a diferencia del que se venera en la catedral de Ja¨¦n; una cosa seca y negruzca que a la luz de las modernas t¨¦cnicas de investigaci¨®n resultaba ser el aut¨¦ntico Santo Prepucio, el ¨²nico, entre los muchos que se disputan la adoraci¨®n de la cristiandad, que resist¨ªa satisfactoriamente la prueba incontrovertible del carbono 14...
-A los hombres de empresa se nos acusa siempre de materialismo -dijo J. D., a¨²n con los guantes blancos, uniendo las dos manos junto a la barbilla, bajo el labio superior-. Yo le puedo decir, humildemente, que todo se lo debo a mi fe. ?De qu¨¦ le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? A la hora de tomar una decisi¨®n, el ¨ªndice Dow-Jones, las tablas input-output, sin la ayuda sobrenatural, son vanidad de vanidades. La descristianizaci¨®n, el paganismo, avanzan. Presidentes de Gobiernos y hasta cabezas coronadas no dan un paso sin recurrir a las supersticiones de la quiromancia y el tarot. Si yo le contara... Pero ?nada hay m¨¢s eficaz que las reliquias certificadas por los rigurosos doctores de nuestra Iglesia cat¨®lica!
Lorencito no dec¨ªa nada: lo miraba todo con los ojos y la boca muy abiertos, sin acordarse de que se hab¨ªa prometido a s¨ª mismo no repetir m¨¢s esa expresi¨®n. La mirada de Olga buscaba la suya: tambi¨¦n se le hab¨ªa olvidado su voluntad de despreciarla. J. D., tan ensimismado que parec¨ªa no verlos, circulaba entre sus tesoros frot¨¢ndose suavemente las manos. Ahora hab¨ªa elegido una peque?a ampolla de cristal que ten¨ªa en su interior un l¨ªquido oscuro. La alz¨® ante los ojos de Lorencito y la luz del sol dio al l¨ªquido una tonalidad rojiza.
-Le conceder¨¦ un privilegio -declar¨®- Mire atentamente esta sangre. Como todos los a?os por estas fechas, desde hace exactamente seiscientos diecis¨¦is, se ha licuado. Pero ya no est¨¢ en la capilla de santa Cunegunda, m¨¢rtir, donde recib¨ªa hasta hace poco la iletrada y b¨¢rbara adoraci¨®n de multitudes ignorantes. Ahora me pertenece ¨²nicamente a m¨ª... En todo el orbe de la cristiandad, como usted sabe, s¨®lo hay otras dos reliquias que obren regularmente el mismo milagro. Pero la sangre de san Pantale¨®n y la de san Gennaro no tardar¨¢n mucho en reunirse aqu¨ª con la de santa Cunegunda de Antioqu¨ªa...
El piadoso multimillonario puso devotamente la ampolla sobre un pa?o blanco. Luego invit¨® a Lorencito y a Oiga a sentarse en un mullido sof¨¢, debajo de un cuadro con fondo de oro que, seg¨²n les dijo, era el retrato de la Virgen Mar¨ªa pintado del natural por san Lucas, la vera icon de la que han, derivado a lo largo de dos mil a?os las ¨²nicas representaciones leg¨ªtimas de la Reina de los Cielos. Rigurosos estudios de espectrograf¨ªa, dendrolog¨ªa y parapsicolog¨ªa as¨ª lo demostraban, explic¨®. A continuaci¨®n dio una palmada, y un sigiloso camarero filipino, que llevaba un escapulario sobre la chaquetilla blanca, les trajo en una bandeja de plata tres botellines de agua fresca de Lourdes. Lorencito, al beber, tan callado como si hubiera perdido el uso del habla, miraba de soslayo las piernas de Olga, que las ten¨ªa cruzadas, y que al cambiar de postura roz¨® las suyas, apart¨¢ndolas enseguida, como temiendo herirlo en su recobrada castidad.
-De modo que as¨ª est¨¢n las cosas -con la cabeza inclinada y las manos junto a la barbilla, otra vez sin los guantes, J. D. dedic¨® a Lorencito una mirada escrutadora, aunque no tan fija que no se desviara hacia las rodillas de Oiga-. Claras: como a m¨ª me gusta. Como a nosotros nos gustan. La entrega de la imagen, con sus correspondientes reliquias, ser¨¢ el principio de nuestro acuerdo. El primer paso. Hay otra posibilidad. No le oculto que es m¨¢s dolorosa. En mi equipo de seguridad cuento con un capit¨¢n de nav¨ªo retirado. Argentino. Exiliado en la madre patria. Cultiva una especialidad muy valorada all¨ª hasta hace poco tiempo. Picana. Un hilo de cobre se introduce en el glande, con perd¨®n. Corriente el¨¦ctrica. Doloroso: tambi¨¦n in¨²til. Preferible hablar antes. Cons¨²ltelo con la chica. Siempre m¨¢s pr¨¢ctica, la mentalidad femenina.
-Usted no es un buen cristiano -ni Lorencito se cre¨ªa que quien hablaba de repente era ¨¦l- Usted es un ladr¨®n y un sacr¨ªlego. Antes prefiero la muerte que el bald¨®n.
Esta ¨²ltima frase pertenece al himno de los Luises de M¨¢gina. Lorencito se hab¨ªa puesto en pie, sin que la mano de Oiga pudiera retenerlo. J. D. permanec¨ªa inmutable, aunque las puntas de sus dedos hab¨ªan subido hasta la nariz. Hizo un gesto leve con la mano, como quien saca un pa?uelo. Las puertas de aluminio se abrieron y cuatro guardaespaldas entraron en silencio en la habitaci¨®n. Uno de ellos, que era rubio y de piel sonrosada, se dirigi¨® a Lorencito.
-Ven¨ª conmigo, pibe -le dijo-, que reci¨¦n te prepar¨¦ el electrodo. Vas a tostarte doradito como asado criollo. Le garanto al patr¨®n que con jarabe de voltio vos lo tumb¨¢s cantando al gordo Pavarotti.
Ni la cara afable ni el t¨ªpico acento porte?o del guardaespaldas tranquilizaron a nuestro corresponsal, para quien sus palabras fueron tan comprensibles como las letras de los tangos, aunque no por eso menos amenazadoras. Cuatro sicarios berroque?os se le aproximaban en c¨ªrculo, ajust¨¢ndose, con sincronizados ademanes, aros met¨¢licos en los nudillos, mientras el impasible plut¨®crata, balance¨¢ndose con las piernas cruzadas en su sill¨®n giratorio, se ol¨ªa pensativarnente las puntas de los dedos y bisbiseaba un padrenuestro, que a Lorencito le son¨® como un responso anticipado. Notaba, sin embargo, la novedad sorprendente de que no le sudaban las palmas de las manos ni le temblaba el labio superior: iba a ser torturado, tal vez asesinado, y no ten¨ªa miedo. Se volvi¨® hacia Oiga y no la vio en el sof¨¢: pens¨® melanc¨®licamente que en aquellos momentos finales de su vida le perdonaba todo el mal que le hab¨ªa hecho. El capit¨¢n de nav¨ªo argentino lo tom¨® del brazo, dici¨¦ndole "venga, che, apurate", y ¨¦l sinti¨® que sus pies se afirmaban obstinadamente sobre el suelo: para moverlo tendr¨ªan que arrastrarlo. Entonces la voz de Oiga son¨® a sus espaldas.
-Su¨¦ltelo -dijo-. Ap¨¢rtense todos de la puerta. El y yo saldremos ahora y ninguno de ustedes va a detenernos.
Todos se volvieron, incluso el implacable multimillonario, cuya serenidad se descompuso con un gesto de estupor y de alarma. En la mano izquierda, Oiga esgrim¨ªa una pistola. En la derecha, entre el pulgar y el ¨ªndice, agitaba como una ampolla medicinal la reliquia de santa Cunegunda m¨¢rtir.
-D¨¦me eso inmediatamente -el magnate extend¨ªa hacia ella una mano temblorosa-. D¨¦melo. Ahora. Es muy fr¨¢gil. Extremadamente.
-No se acerque -tampoco Olga levant¨® la voz, pero s¨ª el ca?¨®n de la pistola-. Ser¨ªa muy f¨¢cil que se me cayera. Imag¨ªnese, se romper¨ªa en este suelo de m¨¢rmol, y adi¨®s sangre licuada de santa Cunegunda. Lauren, ponte a mi lado. Estos se?ores tan amables van a dejarnos salir hasta la calle, sin un mal modo ni una mala palabra, no vaya a ca¨¦rseme este frasco de cristal tan delicado.
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