Traficante
En todas estas guerras que llenan nuestros ¨²ltimos veranos vamos conociendo, a trav¨¦s de los medios de comunicaci¨®n, a un sinf¨ªn de gentes nuevas, de variada actividad y pelaje. Generales con estrellas de cinco puntas y una impresionante colecci¨®n de pins en la pechera, jefes de Estado Mayor en traje de faena, guerrilleros de caras tiznadas y soldados m¨¢s o menos regulares de cascos variopintos. Nos relacionamos con m¨¦dicos que trabajan en condiciones infames, con deportistas ol¨ªmpicos que se entrenan bajo las bombas, con grupos de teatro en gira por los m¨¢s reputados refugios de Sarajevo (lo contaba Alfonso Armada). Descubrimos pueblos enteros: los azbajanos, los moldavos, los del Transdni¨¦ster, los shi¨ªes del sur de Irak. Nos acercamos a seres comunes que hacen cola para comprar el pan o para coger el autob¨²s. Y, c¨®mo no, volvemos a encontrarnos con viejos conocidos nuestros, los pol¨ªticos, sentados en conferencias de paz de comprobada eficacia.Pero en todo este circo hay un sujeto que no aparece ni por el forro: el traficante de armas. Como que no hay documentaci¨®n sobre ¨¦l, no queda otro remedio que tirar de la imaginaci¨®n para que tambi¨¦n salga en la foto de nuestros horrores. Yo le veo trajeado, aunque no necesariamente con prenda oscura como en las pel¨ªculas. Lleva cartera de mano dura y dentro muchos cat¨¢logos en papel satinado con todo tipo de artefactos mort¨ªferos y su correspondiente lista de precios. Dice cosas como: "Las granadas ahora salen muy bien de precio" o "Los morteros se nos han puesto por las nubes", y luego, concluido el negocio, se despide del cliente con frase de escuela de mercadotecnia; por ejemplo: "Hasta la victoria siempre", que vale para todas las victorias. Ahora le veo -sentado en su casa a la hora de comer- junto a su mujer y sus hijos. Est¨¢ bendiciendo la mesa.
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