Viaje al fin de la noche
Cuando los espa?oles ¨¦ramos los ¨¢rabes de los alemanes, o sea, cuando los espa?oles ¨¦ramos los espa?oles de los alemanes, en los bares oscuros ("mi barrio tiene un oscuro bar, h¨²medas paredes", ?recuerdan?), en los bares oscuros, digo, de esta ciudad llena de h¨²medas paredes, se hablaba de Alemania como de la isla de Jauja. En las tabernas cuarteadas ve¨ªas a los emigrantes inminentes ense?ando el pasaporte a los que todav¨ªa no se hab¨ªan decidido, con un gesto que, a veces, parec¨ªa de superioridad y, a veces, de terror. El documento pasaba de mano en mano como un objeto m¨¢gico cuyo contacto pod¨ªa poner en marcha la maquinaria del destino. Con ¨¦l pod¨ªas moverte por el universo mundo probando de todos sus frutos, pero para el emigrante inminente era un billete con un solo destino: Alemania, un lejano pa¨ªs donde ataban los perros con salchicas de Francfort. Aquel fue para muchos un viaje irreal, una alucinaci¨®n en seco; no hizo falta LSD ni peyote ni marihuana ni he ro¨ªna. Como en una expedici¨®n extra corp¨®rea, fueron arrancados de su barrio o pueblo y se vieron caminar de s¨²bito por calles sin significado, fumando cigarrillos dulzones cuyos nombres eran incapaces de pronunciar y deletreando, si sab¨ªan leer, indicaciones urbanas que parec¨ªan jerogl¨ªficos. Algunos se queda ron colgados, y cuando la memoria les atacaba con la imagen de una mujer, de un novio o de unos hijos dejados con los abuelos en casas que no ten¨ªan cuarto de ba?o, era como si recordaran la vida de otro, como si les hubiera atacado una enfermedad o un virus que les hac¨ªa re cordar existencias ajenas. Estaban muy ocupados asombr¨¢ndose de que las neveras fabricaran pedacitos de hielo. Charo Nogueira consigui¨® el otro d¨ªa entrevistar a la mujer que hab¨ªa dado empleo a Lucrecia P¨¦rez Martos la dominicana que emprendi¨® hace seis semanas un viaje que la llevar¨ªa desde el Caribe hasta el fin de la noche. Contaba esta mujer que Lucrecia no sab¨ªa lo que era un grifo, ni un ascensor, ni un ba?o. 0 sea, que la pobre estaba un d¨ªa en Vicente Noble, su pueblo, ideando c¨®mo enga?ar el hambre, cuando un traficante de empleo le vendi¨® i1na dosis de la isla de Jauja de Aravaca, y de repente, como si se hubiera metido un chute alucin¨®geno en las venas, se vio volando y atravesando cosas que llamaban fronteras, y movi¨¦ndose por espacios donde no hab¨ªa pl¨¢tanos ni cocos, y trabajando en una casa, con grifos y lavadora el¨¦ctrica y agua caliente y, a lo mejor, un aparato de esos, que le sacan el l¨ªquido a las frutas. 0 sea, una alucinaci¨®n, una pesadilla, un viaje ilusorio emprendido para desengancharse de la adici¨®n al hambre, para desintoxicarse de la pobreza. En los bares h¨²medos de su pueblo se trafica con pasaportes a Aravaca como en San Blas se vende la hero¨ªna: cortada con sustancias venenosas que matan- a los pobres con la eficacia con que esa bala xen¨®foba se llev¨® por delante a la dominicana sin darle tiempo a amortizar la sopa. Para cuando eso pas¨®, Lucrecia ya llevaba encima una sobredosis de realidad o de p¨¦sadilla, como el resto de los dominicanos que se proteg¨ªan del fr¨ªo a la intemperie de esa ex discoteca rota h¨²meda y oscura, que antano se llam¨® Villa Romana. La vida contiene simetr¨ªas atroces: me dicen que hay en Santa Domingo una famosa urbanizaci¨®n de lujo con el mismo nombre.
A Lucrecia le dol¨ªa la cabeza, y no sab¨ªa qu¨¦ era un ascensor. Su cad¨¢ver regres¨® el jueves a Vicente Noble, un pueblo de 25.000 habitantes de los que 5.000 est¨¢n entre nosotros. La semana antirracista que nos hemos ofrecido no ser¨¢ suficiente ni para ellos ni para nosotros si no intentamos recordar qui¨¦nes ¨¦ramos cuando no sab¨ªamos lo que era un portero autom¨¢tico.
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