La casa de las sorpresas
Una cala minuciosa en la superposici¨®n de estratos o periodos hist¨®ricos de la literatura espa?ola nos depara infinidad de sorpresas, menos en raz¨®n del volumen ignoto de sus riquezas -aunque mucho sin duda quede por descubrir- que a causa de los silencios, escamoteos y ocultaciones de sus especialistas cuando sus ideas o convicciones entran en conflicto con ella. Empresas como las acometidas por autores tan dispares como Blanco White o Am¨¦rico Castro, guiadas por el sano prop¨®sito de demoler las ideas comunes aceptadas sin escrutinio, subvertir la escala de valores de los mandarines de la tribu y rastrear las zonas marginadas o sepultas bajo el peso de una erudici¨®n inane, siguen siendo entre nosotros una anomal¨ªa curiosa o mal vista. Razones ideol¨®gicas -la intangibilidad del dogma cat¨®lico establecido por la reforma tridentina-, de pureza castiza -el temor al contagio espiritual judaico de los cristianos nuevos- o de mojigater¨ªa sexual -palabra derivada, ir¨®nicamente, de la ra¨ªz ¨¢rabe mgatt, esto es, encubrimiento- explican as¨ª que obras esenciales del ¨¢rbol de nuestra literatura hayan permanecido como bellas durmientes en el limbo de las bibliotecas y, aun exhumadas por investigadores "serios", hayan sido tocadas por ¨¦stos con pinzas y dejadas de nuevo en barbecho.La reacci¨®n de Men¨¦ndez Pelayo ante el ejemplar impreso de La lozana descubierto por Pascual de Gayangos resume de forma ejemplar los estragos ocasionados por dichos prejuicios incluso en personalidades de la talla y valor de la suya: la obra de Delicado -monstrum horrendum, informe, ingens- deb¨ªa continuar oculta o accesible a lo sumo a las consultas de los estudiosos, a quienes su propio quehacer, seg¨²n el santanderino, proteger¨ªa de los efectos de su escabrosa lectura (la reacci¨®n defensiva ante la novedad que desconcierta no es, claro est¨¢, una exclusiva espa?ola. Seg¨²n refiere Jean Cocteau en su Journal (1942-1945), cuando mostr¨® a Val¨¦ry el manuscrito de la primera novela de Genet, el autor de El cementerio marino se limit¨® a responderle: "Qu¨¦melo").
En consecuencia, el tema er¨®tico en expresi¨®n castellana, aun el de sus joyas m¨¢s bellas como El libro de buen amor o La Celestina, no ha sido analizado con rigor sino desde hace unas d¨¦cadas (agradezcamos aqu¨ª la labor ejemplar de Mar¨ªa Rosa Lida, Am¨¦rico Castro, Stephen Gilman, etc¨¦tera, sin olvidar la de investigadores posteriores, como Francisco M¨¢rquez Villanueva y Julio Rodr¨ªguez Pu¨¦rtolas): nuestros manuales literarios apenas lo rozaban, omit¨ªan la graciosa referencia a los cl¨¦rigos afeminados en el libro del arcipreste de Talavera y no se dignaban mencionar siquiera la existencia de analectas como el Cancionero de obras que mueven a risa. La censura inquisitorial -presente hasta en los escritos de autores tan castos y precavidos como Cervantes: vayan de ejemplo los cambios impuestos a la redacci¨®n de El celoso extreme?o- redujo considerablemente el n¨²mero de libros clasificables en dicho dominio e Indujo quiz¨¢ a numerosos autores a interiorizar el tema y oscurecer su expresi¨®n directa mediante el recurso a la ambig¨¹edad y eufemismo.
La belleza ¨²nica de los versos del Canto espiritual, embebidos de intenso erotismo, o pasajes de tan honda sensualidad como el de la descripci¨®n de las lides campestres a trav¨¦s del verbo trabado y sinuoso de G¨®ngora prueban con todo -la imposibilidad del control absoluto de la ortodoxia y su posible funci¨®n aguijadora frente a poetas de tal fuste y enjundia: la gran literatura triunf¨® siempre de quienes se esforzaron en escamondarla sensualizando el engarce de las palabras y atiz¨¢ndolo con el soplo de su inspiraci¨®n a fin de que, como dijo con admirable precisi¨®n Lezama Lima, "su copulaci¨®n fuera m¨¢s fren¨¦tica".
Los periodos medieval y prerrenacentista son desde luego los de engua mas suelta: la doble influencia de los joca monacorum -como el Tratado de Garcia, estudiado por Bajt¨ªn- y de la literatura ¨¢rabe y oriental -conocida, como sabemos hoy, por los moz¨¢rabes desde el siglo XI- favoreci¨® el hecho de que nuestros autores, primero en lat¨ªn y luego en las reci¨¦n creadas lenguas rom¨¢nicas, se acostaran al tema con naturalidad y desenvoltura: las reflexiones de Mar¨ªa Rosa Lida sobre la Espa?a alegre de Juan Ruiz -alegr¨ªa que no volveremos a encontrar despu¨¦s de ¨¦l- ponen de relieve el fecundo mestizaje de cultura en el que floreci¨® la literatura er¨®tica. Con todo, la reacci¨®n eclesi¨¢stica no tard¨® en producirse: Francisco M¨¢rquez Villanueva nos recuerda oportunamente las sabrosas lecturas del De¨¢n de C¨¢diz y el decreto real en virtud del cual se prohib¨ªa a los cl¨¦rigos toda amena incursi¨®n en los tratados amatorios ¨¢rabes. Pero ¨¦stos siguieron circulando bajo mano hasta bien entrado el siglo XIV, pese a la campa?a purificadora emprendida por la Iglesia coincidiendo con el arrinconamiento del islam en Granada y el comienzo de las pr¨¦dicas antijud¨ªas.El propio manuscrito del Libro de buen amor no se salv¨® de la reacci¨®n escandalizada de alguna de estas almas piadosas: como se?ala Am¨¦rico Castro, manos pudibundas cercenaron sus p¨¢ginas m¨¢s osadas mutilando para siempre una de las obras capitales de nuestra literatura. No lo olvidemos: por espacio de siglos, los ¨²nicos lectores de la gran masa de c¨®dices que, amputados o no, dormitan en nuestras bibliotecas fueron los celosos funcionarios de la Inquisici¨®n y suyos son los significativos comentarios perge?ados al margen -"?Ojo, el autor es jud¨ªo!"- a los que se refer¨ªa Antonio Tovar cuando se lamentaba con raz¨®n de que gran parte del tesoro documental de nuestra lengua muestre con mayor frecuencia los exabruptos e injurias del cancerbero profesional que las apostillas o escollos del erudito. El car¨¢cter sat¨ªrico, desenfadado e irreverente de algunos textos milagrosamente conservados no pod¨ªa sino chocar con la concepci¨®n autoritaria y dogm¨¢tica de quienes defend¨ªan a raja tabla el inmovilismo del poder y el orden sacrosanto del mundo.La divulgaci¨®n por Luce L¨®pez Baralt de Un Kama-Sutra espa?ol -obra de un an¨®nimo autor morisco expulsado de Espa?a en 1609 y refugiado en T¨²nez, cuyo manuscrito "ha coleccionado polvo en la biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid a lo largo de cuatro siglos", seg¨²n palabras de su editora- muestra con crudeza la supervivencia de esos mecanismos de censura interna que, una vez desaparecida la otra, mantienen todav¨ªa en el olvido e ignorancia textos en verdad apasionantes como el que hoy aparece a la luz del d¨ªa.El que un morisco de naci¨®n haya escrito en castellano un tratado sobre el arte de amar en el que baraja sus conocimientos de Nefzawi, Ahmad Zarruk y Las mil y una noches con citas po¨¦ticas de G¨®ngora y Lope de Vega es en s¨ª todo un acontecimiento: ninguna lengua rom¨¢nica ni occidental puede preciarse de poseer en su acervo por estas fechas -comienzos del XVII- una obra de las caracter¨ªsticas de la que Luce L¨®pez Baralt nos presenta. El manual del goce leg¨ªtimo de la pareja unida por el matrimonio musulm¨¢n es fruto del afortunado mestizaje ¨¢rabe-hispano, de un audaz mudejarismo literario indicativo del alto grado de integraci¨®n de los moriscos en la Espa?a que simult¨¢neamente los rechazaba.
Como M¨¢rquez Villanueva demuestra en su reciente obra consagrada al tema (El problema morisco. Desde otras laderas, Ediciones Libertarlas, Madrid, 1991), los moriscos contaban ya a finales del siglo XVI con una aguerrida minor¨ªa intelectual que trataba de conjurar por todos los medios la cat¨¢strofe que se avecinaba: aferrados a su hispanidad diferente, como los sefard¨ªes a la suya, manten¨ªan una fidelidad conmovedora a una tierra y a un
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La caja de las sorpresas
Viene de la p¨¢gina anterioridioma que, a pesar de los pesares, sent¨ªan y viv¨ªan como suyos. El autor an¨®nimo que desde T¨²nez expresa su a?oranza de Espa?a y el amor a su literatura escribi¨® en castellano una obra ¨²nica, aunque "los venerables eruditos peninsulares" que la conoc¨ªan desde el siglo XIX hubieran preferido silenciarla por Id¨¦nticas razones a las invocadas por Men¨¦ndez Pelayo respecto a La lozana.
El que la editora y prologuista del c¨®dice sea puertorrique?a-esto es, mujer y nacida en la otra orilla del Atl¨¢ntico- revela asimismo, por si ello fuera a¨²n necesario, el anquilosamiento y estrechez de miras de nuestra vida intelectual no obstante la agitaci¨®n de los festejos conmemorativos del 92 y el bullebulle de la movida: como en otros ¨¢mbitos, la renovaci¨®n de nuestra propia tradici¨®n literaria -a trav¨¦s de Borges y Lezama, Limanos ha venido de fuera. Textos mestizos e inclasificables como el Kama-Sutra espa?ol perturban y sacuden las creencias hispanas oficialmente consagradas y no nos sorprende, pues, que, como dice de pasada Luce L¨®pez Baralt en su extensa y bien documentada introducci¨®n al texto, le propusieran "respetuosamente que restituyera el c¨®dice a su rinc¨®n polvoriento de la Biblioteca de la Historia". Su contenido, aceptable en un contexto puramente ¨¢rabe y oriental, molesta e inquieta encuadrado en el marco hist¨®rico de una Espa?a que fue y cuya existencia se niega. ?A qu¨¦ espa?ol castizo se le ocurrir¨ªa, en efecto, discurrir por escrito de los modos del goce sexual y, peor a¨²n, defender el derecho de la mujer al mismo? El desterrado morisco sustentador de tan peregrina idea merec¨ªa bien el silencio despu¨¦s de haber sufrido el desgarramiento de la muy justa y aplaudida" expulsi¨®n del Tercer Filipo y del muy encomiado duque de Lerma.Agradezcamos a la autora de Huellas del islam en la literatura espa?ola la posibilidad de acercamos a una obra tan sustanciosa e ins¨®lita -modelo del singular mestizaje de culturas existente en la Pen¨ªnsula por espacio de siglos- que de otro modo habr¨ªa permanecido envuelta en el silencio c¨®mplice de los filisteos: objeto no de la cr¨ªtica estimativa de los interesados en el tema, sino de la roedora, inmisericorde de las ratas de biblioteca.
es escritor.
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