La sombra de L¨¢zaro
Casi clandestina, hay en Madrid una estatua de un pol¨ªtico mexicano muerto, que fue presidente de su pa¨ªs en los a?os de la guerra y posguerra civil espa?ola. La gente joven, si lo oy¨®, ha olvidado su nombre: L¨¢zaro C¨¢rdenas. Pero quienes no somos j¨®venes y vimos la matanza o la devastaci¨®n que sigui¨® a la matanza, oimos en ese bello nombre una leyenda hospitalaria: hizo una llamada que borr¨® de nuestro diccionario la palabra extranjero, pues dio cobijo libre a la Espa?a errante. Deber¨ªa ser aqu¨ª forzoso -a la manera que lo es saber quien es uno- ver a la sombra de la estatua de L¨¢zaro hacer sombra a la de Col¨®n. Pero nadie grita que as¨ª se haga: es c¨®modo no recordar qu¨¦ hizo por nosotros aquel indio.Este olvido sepulta a centenares de miles de espa?oles fam¨¦licos y en harapos, que escaparon de la muerte de su tierra para ser arrojados como basuras en el hacinamiento de los campos de concentraci¨®n en que la, es un decir, madre Europa les, tambi¨¦n es un decir, cobij¨®. Y sepulta tambi¨¦n la voz de L¨¢zaro -esta vez resucitador en vez de resucitado- que s¨ª les ofreci¨® verdadero un lugar donde volver a la vida. La llamada del indio se multiplic¨® como un eco de R¨ªo Grande a Tierra de Fuego y no pidi¨® a nadie m¨¢s tr¨¢mite que proceder de aqu¨ª. Desde entonces el nombre de L¨¢zaro enuncia la m¨¢s sagrada deuda contraida por los espa?oles en nuestro largo milenio de existencia: mantener -y no hay estado de necesidad que la cierre sin infamia- la puerta abierta de par en par, como pago de un gesto amigo que no s¨®lo mantuvo nuestra identidad como pueblo, sino que la ensanch¨® y acentu¨®. Si no mantenemos viva la tensi¨®n moral que genera esa deuda, perderemos sentido como pueblo y la palabra Espa?a se vaciar¨¢, que es lo que parece que comienza -no por azar ahora- a ocurrir.
Una deuda de esta especie no puede abandonarse a las mareas pol¨ªticas, pues est¨¢ situada en esa franja del idioma donde la palabra extranjero se hace blasfema y por ello impronunciable. Mantener la puerta de los espa?oles abierta a los latinoamericanos es un asunto mucho m¨¢s que pol¨ªtico y por ello no es negociable como mercanc¨ªa de transaci¨®n en la mesa de un tratado internacional o en el despacho de un aduanero. Lo que entendemos por Espa?a dejar¨ªa en caso contrario de entenderse, porque sin la sombra de L¨¢zaro no nos es posible sin verg¨¹enza viajar a Europa. Si hemos de ir a Europa, esa sombra ha de ser parte de nuestro equipaje. Sin embargo, la renuncia a ella ya ocurre y, de nuevo precisamente ahora, lo que, desde que expoliamos a Am¨¦rica, entendemos por Espa?a comienza a diluirse, a hacerse poco a poco un recuerdo informe.
Que la bestia fascista mate a una mujer antillana y se vanaglorie de su bestialidad, no es cosa de asombro: entra en la l¨®gica de las alima?as humanas y es, como suceso, un horror inteligible. Lo que no es inteligible es que, para ser asesinada, tuviera antes que someterse la infortunada mujer a una suicida (para quienes la aplicamos) ley de extranjer¨ªa: otro crimen, aunque sin sangre, protegido por el silencio de quienes aqu¨ª manejamos las ideas y las palabras.
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