Condenado
"Grabadas han quedado, pues, las miradas de Harris hacia los familiares de sus v¨ªctimas, la petici¨®n de perd¨®n que algunos testigos presenciales creyeron o¨ªr, sus jadeos cuando el gas blanco de cianuro entraba en sus pulmones, sus espasmos y salivaciones, y el ¨²ltimo vencimiento de su cabeza sobre su pecho".?Somos capaces de imaginar lo que significan esos minutos finales, esas horas en capilla mientras se acerca el momento de la ejecuci¨®n, sin poder huir, sabiendo que nos van a quitar la vida? De todos los padecimientos que aquejan al ser humano, pienso que no hay ninguno tan bestial, tan exagerado, como el de esta agon¨ªa fr¨ªa, calculada, inevitable, atroz. Alrededor de la pena de muerte hay toda una leyenda espeluznante, que rezuma nuestra repugnancia e invade el coraz¨®n de la sociedad entera.
Recuerdo ahora, en mi memoria infantil, el ta?ido del gong, tras el parte, y la voz cavernaria del locutor anunciando el fat¨ªdico evento: "Sentencia cumplida: en la ma?ana de hoy ha sido ejecutado a garrote vil, en la prisi¨®n...". Un latigazo nos golpeaba en el comedor, y el verbo de nuestra madre sonaba tibio: ?Vaya por Dios!
Nada, nada es comparable a tan. espantosa condena. Y no ya s¨®lo por la pena en s¨ª, y el modo en que puede aplicarse, sino por ser la forma en que una colectividad entiende el castigo, ya que es un sufrimiento que no viene de la naturaleza, o del azar, o de la enfermedad, o de las desigualdades sociales, o que ni siquiera es provocado por la acci¨®n indirecta ni general de los hombres, como en una guerra, sino que es producido e ideado para causar la muerte brutal de alguien concreto, en un momento determinado, con unas condiciones previamente decididas.
?Castigar a morir, al fin de la vida. Con ensa?amiento, con horrible dolor. Para siempre, el m¨¢ximo suplicio que concebirse pueda! Por algo la llaman. la ¨²ltima pena. Y sin posibilidad de rectificaci¨®n. Como un acto soberano de la capacidad que los seres humanos tienen de aniquilar a sus semejantes.
No puedo ocultar un punto de orgullo patri¨®tico cuando pienso que en Espa?a ya no existe tan horripilante sanci¨®n, y me viene a la Cabeza hasta la figura de Nicol¨¢s Salmer¨®n, que, all¨¢ por los infortunados d¨ªas de, nuestra Primera Rep¨²blica, dimiti¨® de su presidencia por negarse a firmar unas sentencias de muerte.
Medio siglo antes, la libertad sucumbi¨® con una ejecuci¨®n nefanda, en la que el altivo caudillo liberal, el general Riego, desempe?¨® un papel ruin e innoble para su condici¨®n y circunstancias, pero que refleja el tormento que la pena capital implica, y la absoluta degradaci¨®n de los sentimientos de quienes la sustentan. Gald¨®s nos cuenta en El -terror de 1824 c¨®mo sub¨ªa el otrora h¨¦roe popular, por la carrera de San Jer¨®nimo, montado en un ser¨®n arrastrado por un borrico y aguantado por unos frailes, mientras ¨¦l, que "cubr¨ªa la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un ni?o, sin dejar de besar a cada instante la estampa que sosten¨ªa entre sus atadas manos". Y c¨®mo cumplid o el tr¨¢mite, el verdugo abofete¨® el rostro inerme del ajusticiado, entre el jolgorio del populacho que abarrotaba la plazuela de la Cebada, y sus bramidos en favor del absolutismo.
Y qu¨¦, se dir¨¢, ?no matan ellos, los delincuentes. No asesinan, no se ensa?an con sus victimas, no aplican su pena de muerte con inocentes? ?Acaso no puede la sociedad matar a quien mata, eliminar a quien comete cr¨ªmenes espantosos vali¨¦ndose de la astucia, de la ventaja, de su carencia de sentimientos humanitarios?
"Luis D¨ªaz Alc¨®n asesto una pu?alada a su viejo compinche, que cay¨® al suelo herido y dando gritos de dolor. All¨ª, arremeti¨® de nuevo contra el traficante, que finalmente perdi¨® la vida entre convulsiones. Acudi¨® entonces su mujer, Mar¨ªa Jos¨¦ L¨®pez, tambi¨¦n con antecedentes. Al verla, El Carapapa, que no quer¨ªa testigos, la acuchill¨® sin piedad, hasta acabar con su vida. Despu¨¦s, registr¨® la casa, y al descubrir a la peque?a B¨¢rbara, que dorm¨ªa en una litera, le asest¨® una profunda cuchillada en la garganta que la dej¨® degollada. El juez declar¨® que, durante el interrogatorio, El Carapapa hab¨ªa mantenido una actitud c¨ªnica y chulesca".
Se nos forma un nudo en el est¨®mago ante la magnitud de algunos cr¨ªmenes y la impiedad de algunos criminales., Una sensaci¨®n de clamor justiciero nos arrebata m¨¢s all¨¢ de nuestra raz¨®n, y nos mueve a pagar con la misma moneda a depravados que no ponen l¨ªmite a sus maldades y no conocen el arrepentimiento. Sin la menor vacilaci¨®n, la sociedad debe combatir el delito y punir a los delincuentes, tanto m¨¢s cuanto mayores sean sus fechor¨ªas y cr¨ªmenes. Cuesta trabajo entender que la vida. humana no valga m¨¢s que tres o cuatro a?os de presidio; que asesinos perversos disfruten de la benignidad de la justicia y se encuentren con facilidades para volver a delinquir. Pero esta persecuci¨®n debe tener siempre presente que el castigo no puede consistir en infligir al criminal el mismo da?o por el que es castigado. La superioridad moral que la sociedad reclama estriba en esto, precisamente. ?Qu¨¦ dir¨ªamos si la ley impusiera la tortura al torturador, la violaci¨®n al violador, la mutilaci¨®n al agresor?
Cada pocas semanas leemos con horror los pormenores de una nueva ejecuci¨®n en las prisiones americanas. No me alineo con quienes ocultan las virtudes de aquel pueblo, pero tampoco me acomodo al silencio de sus defectos. La crueldad de la justicia penal de aquel pa¨ªs no conoce flaquezas, y la pr¨¢ctica rutinaria con que se aplica all¨ª la pena capital constituye un oprobio a la conciencia civilizada.
La deshumanizaci¨®n que rodea tan m¨®rbido proceso explica la existencia de profesionales del pat¨ªbulo, como el doctor James Grigson, un medicucho largo y enjuto, que va recorriendo los tribunales de Tejas en su Cadillac Seville, habi¨¦ndose ganado el merecido apodo de Doctor Muerte. Por 150 d¨®lares a la hora convierte en fulminantes sus expertos testimonios psiqui¨¢tricos sobre la criminalidad innata e incorregible del reo, y hace que los abogados defensores tiemblen ante su presencia. En 20 a?os ha testificado contra 124 acusados de asesinato, y ha conseguido que 115 fueran condenados a muerte. El doctor justifica su macabro oficio en la necesidad de librar a la sociedad de asesinos llamados a reincidir. "Si se hubiera matado a Hitler cuando elimin¨® al primer jud¨ªo, se habr¨ªa evitado un genocidio", dice c¨ªnicamente.
El sentido utilitario de la pena capital es uno de los m¨¢s ponderados entre sus defensores. Pero no es el ¨²nico. Francisco Silvela, en su apasionada defensa de esta pena, publicada en 1835, afirmaba que "se trata de saber si aquel acto por el cual la sociedad queda libre de un monstruo que deshonra a la especie humana es, como quieren algunos, un acto de violencia contra el hombre, un acto de puro ego¨ªsmo del poder social, un acto de utilidad m¨¢s bien que de justicia; o si, por el contrario, es la expresi¨®n de aquel principio moral que, reconociendo la necesidad absoluta, imperiosa, del orden social, quiere que ¨¦ste sea protegido, respetado, aun cuando deba sacrificarse la vida del delincuente al inter¨¦s com¨²n".
En efecto, Silvela resum¨ªa los tres principios tradicionales de legitimaci¨®n de esta condena, con fundamentos morales, jur¨ªdicos y sociales. Exactamente los mismos que podemos esgrimir para impugnar tan aterrador y envilecido castigo. Porque, ?qu¨¦ moral puede propugnar un bien que necesita ser impuesto con un mal tan despiadado e irreparable? ?Qu¨¦ leyes han de preservar el tan anhelado orden social provocando el m¨¢ximo desorden que impone la destrucci¨®n de la vida? ?Qu¨¦ utilidad social se ha de buscar en una sanci¨®n que, lejos de acabar con los delitos que pune, fomenta el instinto exterminador, sin corregir los ¨ªndices de criminalidad?
Otra muy distinta es la causa justificativa de la pena de muerte, y se encuentra en ese nudo visceral que se nos forma ante la perversi¨®n que alcanzan los cr¨ªmenes. Es el ansia de saciar el impulso de venganza lo que ha mantenido esta pr¨¢ctica desalmada. La fiera que llevamos dentro, que nos iguala, en la ceguera, con la conducta at¨¢vica del criminal. ?C¨®mo entender, si no, que el nuevo catecismo mantenga el apoyo secular que la Iglesia ha otorgado a la pena de muerte? Extra?a moral, por cierto, que condena el aborto y es indulgente con el pat¨ªbulo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.