El estado de Espa?a
Durante muchos a?os abrigu¨¦ una preocupaci¨®n inconfesable respecto del porvenir de Espa?a como Estado. Inconfesable, por cuanto no me sent¨ªa capaz de conciliar con mi propia imagen de hombre de izquierdas una inquietud que todos atribu¨ªan hist¨®ricamente a las derechas. Hasta 1978 particip¨¦, como decenas de miles de ciudadanos, en las manifestaciones en defensa de la libertad, la amnist¨ªa y el estatuto de autonom¨ªa de Catalu?a, que por aquellas fechas llenaban las calles de Barcelona. De entonces ahora asist¨ª a la disoluci¨®n gradual de la noci¨®n de Espa?a en la conciencia colectiva, y en la m¨ªa personal, debida, por una parte, a la ubicua presencia del proyecto europeo en nuestra vida cotidiana, y por otra, al intenso localismo de la acci¨®n pol¨ªtica en nuestro pa¨ªs, cualquiera que sea el ¨¢mbito en que los partidos digan desarrollarla: en Catalu?a, dirigentes del partido socialista aspiran a construir un grupo propio en el Congreso de los Diputados, distinto del del PSOE.El cada vez m¨¢s escaso empleo del t¨¦rmino "Espa?a", sustituido por el eufemismo "Estado espa?ol" ("espa?ol" con min¨²scula, no como en "Rep¨²blica Espa?ola"), revela un desvanecimiento de la identificaci¨®n de lo nacional con lo estatal y un desplazamiento de la pulsi¨®n nacionalista hacia entidades de dimensi¨®n espacial y diversidad cultural menores, dos de los s¨ªntomas caracter¨ªsticos de la crisis de los Estados nacionales en trance de fragmentaci¨®n y, en consecuencia, de desaparici¨®n, desde la antigua Uni¨®n Sovi¨¦tica hasta Canad¨¢.
?Por qu¨¦ ese proceso preocupa a quien se reconoce en la izquierda, es decir, en la utop¨ªa de la sociedad civil organizada sin Estado, y a cuyo esp¨ªritu cosmopolita repugnan por igual todos los nacionalismos? ?Por qu¨¦ le preocupa hasta el punto de obligarle a sacar a la palestra cuesti¨®n tan obsoleta, y aun malsonante en su r¨ªgida expresi¨®n tradicional, como es la de Espa?a y su unidad? La pregunta tiene m¨¢s de una respuesta.
En primer lugar, en lo que toca a la dimensi¨®n de los Estados, hay que decir que la fragmentaci¨®n de los mismos no los reduce, sino que los multiplica. Su poder, su capacidad de control de la vida civil y su influencia en la esfera privada aumentan en la misma proporci¨®n en que disminuyen su territorio, la fuerza de su cultura y las posibilidades de ilustraci¨®n universal de sus ciudadanos.
En segundo, del reemplazo de un Estado por dos o m¨¢s -como en el caso opuesto, de subsunci¨®n en una entidad mayor- se deriva una nueva legalidad: el r¨¦gimen de derechos y, deberes, de delitos y penas, vigente en el viejo Estado, no puede ser asumido por las partes que de ¨¦l se desprenden. Con lo cual desaparece como marco de garant¨ªas, devolviendo a la nada los resultados de siglos de luchas por m¨¢s libertades y m¨¢s bienestar. Y no hay un solo movimiento nacionalista que se defina como tal en nombre del progreso ni que act¨²e a partir de un programa social. Por el contrario, hablan siempre en nombre del pasado y, en su mayor¨ªa, carecen de proyectos institucionales precisos. As¨ª, la fragmentaci¨®n de la soberan¨ªa deviene re-feudalizaci¨®n y abre las puertas a la tantas veces anunciada nueva Edad Media.
Por ¨²ltimo, las derechas tradicionales espa?olas han hecho propio, si no un independentismo que no ser¨ªa bien comprendido, s¨ª de su embri¨®n, el autonomismo radical: don Manuel Fraga habla de Administraci¨®n ¨²nica y de federalismo, con la debida anuencia de CiU y del PNV.
Hace poco, (v¨¦ase EL PA?S de 19 de octubre de 1992), don Juan de Borb¨®n, a quien no se le puede negar olfato hist¨®rico, hac¨ªa su diagn¨®stico de realidad diciendo que ve a Espa?a "desgarrada y con su unidad amenazada". Por su parte, el presidente del Gobierno, Felipe Gonz¨¢lez, en la entrevista publicada en estas p¨¢ginas seis d¨ªas m¨¢s tarde (25 de octubre de 1992), dec¨ªa tener "clara conciencia de que el ¨²nico riesgo que el pa¨ªs vive no es de desagregaci¨®n social, sino territorial". Desde ¨¢ngulos diferentes, los dos planteaban la posibilidad de la fragmentaci¨®n del Estado, y no como algo remoto o improbable, sino como un rasgo de la actualidad. Hay que contar con esa posibilidad y tomar posici¨®n ante ella, interrog¨¢ndose con honestidad acerca de la conveniencia o la inutilidad de preservar lo que queda del Estado, y con ello las consecuencias de dur¨ªsimas batallas seculares que afectan a asuntos tan dispares y cruciales como la jornada laboral o el r¨¦gimen de aguas, o acerca de la necesidad de afrontar la constituci¨®n de nuevos partidos pol¨ªticos y nuevos movimientos sindicales, adecuados a los nuevos tiempos y los nuevos espacios.
Lo cierto es que, hasta aqu¨ª, hemos recorrido un buen trecho hacia formas de organizaci¨®n institucional que implican una mutaci¨®n esencial del Estado nacional anterior a 1975, si no su liquidaci¨®n, renunciando a importantes parcelas de la soberan¨ªa del Estado al amparo de una confusi¨®n entre esa soberan¨ªa y su ejercicio administrativo: se ven¨ªa a sostener que lo que se delegaba en instancias superiores, como la Comunidad Europea, o inferiores, como las comunidades aut¨®nomas, no era la soberan¨ªa, sino su administraci¨®n. Sin embargo, tanto la integraci¨®n en Europa como las transferencias a las autonom¨ªas requirieron una profunda reforma de la legalidad precedente. La educaci¨®n, la cultura, la sanidad, por ejemplo, est¨¢n ya en manos de las comunidades o las corporaciones aut¨®nomas. Nuestras pol¨ªticas exterior y de defensa dependen del acuerdo con el resto de los pa¨ªses europeos. Ahora, las comunidades reclaman dominio sobre la fiscalidad. Un Estado existe como tal cuando posee territorio, lengua, educaci¨®n, legalidad y fiscalidad propios, y acu?a moneda. En el caso catal¨¢n, por ejemplo, los tres primeros elementos est¨¢n dados; el cuarto lo est¨¢ parcialmente; la fiscalidad ha entrado en debate, y, a falta de una moneda de cu?o nacional, los gobernantes locales aguardan, sin impaciencia, el momento en que el comercio exterior se rija s¨®lo por el ecu. Entonces, la independencia se podr¨¢ alcanzar con poco m¨¢s que una declaraci¨®n. La separaci¨®n de Catalu?a y de Euskadi son probables sin traumas; a diferencia de Yugoslavia, Espa?a forma parte de la Comunidad Europea, y eso asegura procesos pac¨ªficos. A ello procuran llegar los propagandistas de la Europa de las naciones.
Ahora bien, ?qu¨¦ ocurrir¨¢ si el proyecto europeo, mucho m¨¢s fr¨¢gil y menos popular de lo que desear¨ªamos creer, quiebra? O, simplemente, no accede a la fase pol¨ªtica y se detiene en el mercado. En pol¨ªtica, las profec¨ªas suelen ser in¨²tiles, pero en cualquier caso resultan menos perjudiciales que la ceguera obstinada y el silencio. Hay que apuntar, pues, que el proyecto europeo, en cuya realizaci¨®n descansan tanto el Gobierno central como los partidos auton¨®micos nacionalistas, est¨¢ en su peor momento: la hegemon¨ªa de Alemania impone un reparto indirecto del coste de su unificaci¨®n, descabalgando del Sistema Monetario Europeo (SME) a dos de los pa¨ªses miembros; el enfrentamiento con Estados Unidos, pa¨ªs del GATT, da, de hecho, por tierra con la idea de una comunidad que sea, en esencia, el n¨²cleo organizativo del conjunto de Occidente, idea ya muy debilitada, a falta de un enemigo com¨²n, por la finalizaci¨®n de la guerra fr¨ªa; Dinamarca y el Reino Unido han postergado la ratificaci¨®n del Tratado de Maastricht, y el 1 de enero de 1993 es una fecha m¨¢s; Bosnia es prueba de una temible falta de capacidad de intervenci¨®n, etc¨¦tera. Si Europa fracasara, no s¨®lo no ser¨ªa viable la separaci¨®n pac¨ªfica de ninguna de las partes de Espa?a, sino que no ser¨ªa viable el Estado construido en la ¨²ltima d¨¦cada, el Estado de las autonom¨ªas, cuyas tendencias centr¨ªfugas s¨®lo se ven limitadas por la estructura comunitaria.
Felipe Gonz¨¢lez, cuando declaraba a este peri¨®dico que si "se rompe Europa no es ya que se arriesgue el proyecto socialista: se pondr¨ªa en peligro una parte fundamental del proyecto de todo el pa¨ªs", hac¨ªa gala de un optimismo envidiable.
es escritor.
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