?Itima lectura de Juan Benet
El primer conocimiento que adquir¨ª de Juan Benet fue de no leerlo. ?l escrib¨ªa a pico escalando siempre la pared norte de s¨ª mismo y de las cosas; uno se quedaba abajo, a pie de p¨¢gina, viendo c¨®mo se iba solo, y esta renuncia a seguirle hasta m¨¢s all¨¢ del segundo escollo era un acto de rebeld¨ªa, casi una escuela literaria. No leer a Juan Benet ha significado a veces un homenaje secreto que muchos le han tributado. Al principio yo era uno de ellos. Pero una noche de tedio no resist¨ª la tentaci¨®n de abrir alguno de sus libros y me puse a trepar a trav¨¦s de un p¨¢rrafo alto y muy pronto sent¨ª ese v¨¦rtigo que produce la perfecci¨®n de las palabras cuyo sonido s¨®lo es el rumor del cerebro. Lentamente, la literatura de Benet se convirti¨® en un vicio inconfesable que uno degustaba en el sill¨®n de orejas, junto al oporto de media tarde, y as¨ª me hice un caballero. Luego conoc¨ª al escritor en un bar oscuro, un d¨ªa normal en que ¨¦l estaba ebrio. La ginebra era absolutamente solidaria con su mano, y armada con ese alcohol la levantaba como un se?orito calavera, expresando algo de los prerrafaelistas, y de repente cortaba el discurso para insultar a alguien que sin duda lo merec¨ªa, si bien sus agravios m¨¢s creativos fueron los desaforados y absurdos.Tambi¨¦n cre¨ªa yo entonces que su insolencia era verdadera y no una m¨¢scara con la que Benet ahuyentaba a los idiotas de madrugada en el estribo de cualquier barra. Si uno llegaba un poco tarde a la cita, junto a ¨¦l s¨®lo quedaban los tipos con algo de talento. A todos los imb¨¦ciles de alrededor ya los hab¨ªa espantado con sus injurias, y eso le concedi¨® fama de displicente y malvado, imagen que ¨¦l alimentaba arduamente, cuando no era sino un ser cari?oso que aprendi¨® todas las maldades en los libros. Su dise?o ayudaba a creerle un duro: su magro pegado al hueso, el vientre ingl¨¦s o de lavabo, las piernas largas, el perfil de p¨¢jaro debido a una nariz que sobrevolaba su ¨²ltimo bigote faulkneriano. Con un esqueleto de primera calidad, Juan Benet dedic¨® toda su energ¨ªa a no escribir nunca una sola p¨¢gina que fuera rid¨ªcula, y esta obsesi¨®n le llev¨® a levantar una herm¨¦tica creaci¨®n literaria como una presa de ingenier¨ªa que se hace de matem¨¢ticas, resistencia de materiales y ritmos interiores de palabras y mol¨¦culas. Por lo dem¨¢s, sab¨ªa un c¨²mulo enorme de datos in¨²tiles, aunque no demasiado del alma humana, ante cuyo caldo gordo siempre quedaba sorprendido, y este asombro constitu¨ªa la fuente de su inspiraci¨®n y de su humor corrosivo. Odiaba el Mediterr¨¢neo. Sus mares fueron los de Conrad. A pesar de eso, repobl¨® las tierras de El Bierzo con pasiones que eran genuinas del Misisip¨ª, y entre Faulkner y Stevenson hicieron de Benet el hombre que admiramos. No ceder nunca, alimentar cada d¨ªa a los propios enemigos, plantearse la literatura como ¨¢lgebra y lecci¨®n moral: ¨¦ste ha sido el legado que el escritor ha dejado a sus disc¨ªpulos. Y aunque ahora est¨¦ muerto, no voy a decir que era simp¨¢tico. S¨®lo fue bueno, urano, ingenuo, lleno de talento. Puso el list¨®n a la altura conveniente, y despu¨¦s se ha ido con una elegante discreci¨®n.
El ¨²ltimo d¨ªa que comimos juntos, el escritor llevaba ya en el rostro la marca de su pr¨®xima inmortalidad, que ten¨ªa el color del albaricoque muy maduro. Pidi¨® un consom¨¦ con una yema de huevo y comenz¨® a hablar de Schopenhauer con un hilo de voz. Le dije que el fil¨®sofo usaba un car¨¢cter de perro rabioso y era un se?orito. El moribundo me contest¨® que todos los grandes de este oficio han sido se?oritos, y eso fue lo ¨²ltimo que me dijo. Al despedirme le di una tenue palmada en la espalda, sabiendo que ya no lo ver¨ªa m¨¢s, y a la salida del restaurante, bajo la tarde l¨ªvida de Madrid, camin¨¦ recordando aquellos viajes literarios que hice con Benet y Juan Garc¨ªa Hortelano por algunos parajes donde se hab¨ªan sustentado sus novelas. Benet nos daba lecciones de todo, se?alando con el dedo por la ventanilla de su Jaguar las tierras pardas: esto es el jur¨¢sico, en aquella loma estaba Numancia, en esta iglesia hay una talla de un obispo borracho. Lo sab¨ªa todo, cr¨ªmenes c¨¦lebres, t¨¢cticas militares de la guerra del Peloponeso y del frente de Gandesa en la batalla del Ebro, mezclando h¨¦roes griegos con brigadas de la m¨²sica. Ten¨ªa acumulado todo lo que mereci¨® ser le¨ªdo, pero cualquier aprendiz de trilero le hubiera vaciado el bolsillo sin que se diera cuenta. Esa mezcla de erudici¨®n, candor y acidez lo defini¨®.
Juan Benet establec¨ªa siempre una competici¨®n intelectual. Hab¨ªa que estar a la altura de su desd¨¦n para saber qui¨¦n era entre todos los amigos el m¨¢s c¨¢ustico, c¨ªnico, l¨²cido. Y no bastaba con estar al corriente de los secretos mas¨®nicos de la construcci¨®n de la catedral de Notre Dame. Hab¨ªa que ser selectivo en el elogio y en el desprecio hasta elevarlos a la categor¨ªa de una de las bellas artes. No obstante, ning¨²n escritor ha sacado tanto partido del cinismo siendo tan ¨¦tico, ni nadie ha despreciado tanto el ¨¦xito deseando al mismo tiempo ser admirado. Al final del camino que el escritor escogi¨® ha quedado una gran lecci¨®n moral. En el interior de la tela de ara?a que su literatura teje no habita sino el placer del moralista que en la obscuridad ha comenzado por azotarse a s¨ª mismo antes de presentarse en sociedad. Ya se ha dicho: escribir con claridad puede traer muchos lectores, pero expresarse con hermetismo genera exegetas y disc¨ªpulos. Juan Benet los tendr¨¢ siempre.
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