Tele-empat¨ªa
Pasan todav¨ªa una vez m¨¢s por la pantalla las im¨¢genes de pesadilla de unas tragedias sin medida: una de terremoto, otras de guerra, todas de devastaci¨®n, hambre y miseria. Son ahora m¨¢s de mil muertos y millares de otras v¨ªctimas del terremoto de Indonesia, que hacen pasar a la historia otros terremotos, otros aplastamientos de pueblos por azotes de la naturaleza. Son cientos de miles de ni?os y mayores desfallecientes hasta la muerte en Somalia, que suceden en la pantalla a los que poco antes han ido muriendo en Etiop¨ªa y el Sahel. Son los muertos, los heridos, las violaciones y las ruinas de Bosnia, que borran el recuerdo de la guerra del Golfo. Las c¨¢maras de televisi¨®n, desde luego, no son inocentes: seleccionan las im¨¢genes que recogen, y en Irak transmitieron una mala pel¨ªcula de guerra, que les ahorr¨® a los telespectadores las visiones del mayor espanto. Pero los posibles trucos o sesgos del enfoque de las c¨¢maras no alteran el hecho atroz, sin posible trampa ni, cart¨®n: centenares de millares de ni?os, mujeres y hombres est¨¢n ahora mismo sufriendo una larga agon¨ªa a consecuencia de la guerra, la rapi?a y la violencia de otros hombres; y son reales esos cuerpos humanos acurrucados, con s¨®lo debiles se?ales de vida, o yacentes, muertos ya.La transmisi¨®n por primera vez en la pantalla -en directo o apenas diferido- de lo que todav¨ªa est¨¢ ocurriendo en alg¨²n lugar de la geograf¨ªa de la miseria y la tragedia humana colectiva, y que desde lejos trae hasta casa la televisi¨®n, nos zarandea la sensibilidad, nos estremece. ?stas s¨ª que son im¨¢genes que hieren la sensibilidad del espectador. La hieren en una reacci¨®n conmocionada de empat¨ªa que incluye emociones y sentimientos de desgarro, compasi¨®n, piedad dolorida, condolencia, pero tambi¨¦n solidaridad, conciencia de la vulnerabilidad humana, y acaso protesta contra las fuerzas que ocasionaron tanto mal. Es una reacci¨®n, en parte, espont¨¢nea e indeliberada, connatural a la especie humana, y, en parte, moralmente educada, con la que nuestra emotividad llega a sentir, en algo, como propio el sufrimiento ajeno, el peligro, la necesidad y la desdicha de otros.
Es, por desgracia, una reacci¨®n impotente, y no ya s¨®lo porque los sentimientos son impotentes, sino por la inconmensurable desproporci¨®n entre lo que vemos y sentimos y lo que est¨¢ en nuestras manos hacer. Tenemos ojos o, mejor, tecnolog¨ªa visual para contemplar en directo esa aflicci¨®n, pero no disponemos de tecnolog¨ªa para acercamos de inmediato a ella. No tenemos longitud y eficacia de brazo suficiente para curar heridas, sanar males y limpiar escombros. El teleobjetivo de las c¨¢maras. llega hasta el fondo de unos infiernos adonde los alimentos y los cuidados no pueden llegar. Al fabuloso despliegue de una tecnolog¨ªa de la informaci¨®n -todo se sabe, todo est¨¢ a la vista, y al instante- no corresponde un paralelo desarrollo de suplementos instrumentales para la acci¨®n.
La empat¨ªa es una reacci¨®n que no debe despertarse en vano. Cuando se la evoca repetidamente por reiteradas presentaciones de la desgracia ajena, o tambi¨¦n cuando, por cualquier raz¨®n, aunque sea por imposibilidad f¨ªsica de ayudar, no desemboca en prestaci¨®n de auxilio, la persona termina por defenderse y descargarse de ella, ya por habituaci¨®n a la tragedia, pues la repetida exposici¨®n a cualesquiera est¨ªmulos disminuye su poder provocador, ya por derivaci¨®n de la atenci¨®n hacia otras cosas para recuperar un coraz¨®n que no siente gracias a unos ojos que no ven.
Tememos el desangre afectivo de la empat¨ªa. Tememos que se nos escape el alma en pos de seres humanos definitivamente desahuciados, condenados. En su estudio sobre enfermos terrninales en centros hospitalarios, la doctora K¨¹bler-Ross encontr¨® que, en cuanto se pierden las esperanzas de salvar a un paciente, aumenta mucho el tiempo que el personal sanitario deja transcurrir hasta que acude a sus llamadas, y disminuye, en cambio, el que luego le dedica a atenderle. No siempre es desamor o insensibilidad. Es autoprotecci¨®n frente a una sensibilidad emp¨¢tica que no puede permitirse morir vicariamente en cada moribundo. Adem¨¢s, en todas las situaciones que implican o reclaman una acci¨®n de ayuda, parece darse el efecto parad¨®jico de que no las necesidades y demandas demasiado grandes, sino las limitadas, de magnitud intermedia, son las que m¨¢s f¨¢cilmente atraen acciones solidarias. Necesidades inmensas, excesivas, por encima de la capacidad de respuesta humana y aun de una heroica solidaridad, tienden a disuadir incluso de iniciar los pasos primeros de una solidaridad parcial y limitada.
Cuando la reacci¨®n emp¨¢tica no puede consumarse en su t¨¦rmino natural, en la acci¨®n efectiva de ayuda, se siguen unos efectos moralmente indeseables: de empat¨ªa frustrada, interrumpida. Si se repiten las atrocidades en el televisor, la frustraci¨®n de la empat¨ªa en la inacci¨®n s¨®lo puede conducir a algo de esto: apagar el aparato, distraer la atenci¨®n en otros asuntos o persistir en la mirada -ahora imp¨²dica-, contemplando el escenario del horror como una secuencia cinematogr¨¢fica, tomando los rostros por m¨¢scaras y las v¨ªctimas reales por actores. En las sucesivas transmisiones diferidas, las escenas del horror y del dolor pierden realidad en un vaciamiento que la pantalla facilita al no distinguir entre lo real y la ficci¨®n. De testimonios de una pat¨¦tica agon¨ªa pasan a ser fragmentos de cine, fotogramas de corte realista, donde seres humanos de carne y hueso pueden ser tomados por actores -bien puestos en su papel- en un filme de guerra o de viaje a los infiernos de este mundo. Vaciada de realidad, convertida la tragedia en simple imagen, en objeto de mirada de espectador, esta mirada se torna obscena, pornogr¨¢fica: comete la impudicia de observar la mayor desnudez del ser humano, la del sufrimiento y agon¨ªa de su carne. Nada hay que objetar -antes al contrario- al trabajo de los c¨¢maras que han llegado a captar en vivo -y en cad¨¢ver- las im¨¢genes del espanto; ni tampoco a la repetici¨®n de ¨¦stas m¨¢s de una vez, en un telediario y en el siguiente, y en el informe semanal, y de nuevo en los aniversarios. Son testimonios para la historia y la memoria de los hombres, memoriales que impiden olvidar, que mantienen caliente y lancinado el recuerdo de dramas de muerte y de supervivencia, y que pueden activar la esperanza y la empresa colectiva de construcci¨®n de un futuro algo menos insufrible. Pero a veces, sencillamente, no es decente continuar en el sill¨®n sin mover un dedo, s¨®lo mirando a la pantalla. Es inmoral permitirse que se habit¨²e la mirada. Hay que levantarse y hacer algo que no sea mirar; quiz¨¢ apagar el televisor. No puede uno convertirse en imp¨²dico mir¨®n, desde la butaca, de desdichas que no es capaz de remediar, ni aun de aliviar. Ya se ha visto bastante, demasiado. Si de esa visi¨®n no sale en absoluto acci¨®n alguna, m¨¢s valdr¨ªa no haber tenido ojos.
La empat¨ªa inoperante, la que no se plasma en actos, pero es consciente de la necesidad de una acci¨®n, contrae mala conciencia, una mala conciencia que es preciso encarar y padecer, sin diluirla en pretextos. Ahora bien, la empat¨ªa no suele ser operante y productiva por s¨ª sola. Necesita para ello la mediaci¨®n e ilustraci¨®n del ejercicio de la raz¨®n pr¨¢ctica, incorporada, junto con la empat¨ªa, a la formaci¨®n de una conciencia ¨¦ticamente educada. S¨®lo esta mediaci¨®n es capaz de hacer eficaz y de universalizar, a la medida de la especie humana, y m¨¢s all¨¢ de los estremecimientos emotivos a flor de piel, el sentimiento elemental, instant¨¢neo y fr¨¢gil, de la empat¨ªa.
De la espontaneidad de la empat¨ªa y de su transformaci¨®n racional en conciencia y conducta solidaria, seguramente es excesivo aguardar que surja siempre el hero¨ªsmo o la abnegaci¨®n. Pero -como dice un personaje de Camus- ante la peste, sin llegar a ser h¨¦roes, cabe, al menos, ser m¨¦dicos. Aun sin ser h¨¦roes, es posible sumarse a causas, asociaciones y movimientos de cooperaci¨®n con los pueblos y los grupos humanos en mayor desamparo; es posible organizar y potenciar las voluntades aisladas, impotentes, en proyectos y actuaciones sociales, no tan impotentes. Sin ser h¨¦roes, s¨®lo con ser gobernantes responsables, es posible proveer a los pa¨ªses peor desarrollados con material sanitario, con tecnolog¨ªa agr¨ªcola, con equipos de salvamento y de protecci¨®n civil, m¨¢s bien que con nuevas remesas de armamento. Son posibles -en cooperaci¨®n internacional- pol¨ªticas de medio ambiente, de demograf¨ªa, de agricultura, de inmigraci¨®n, de urbanismo y, ya en ¨²ltimo extremo, de ayuda humanitaria, capaces de reducir el impacto de las cat¨¢strofes que, aun consideradas naturales, tienen casi siempre un importante componente de imprevisi¨®n humana. Es posible una pol¨ªtica y un estilo de educaci¨®n para la paz, la convivencia y la solidaridad, y no s¨®lo para la tolerancia, que ponga fin a la sucia historia de los genocidios, que haga imposible que de los ni?os de hoy salgan ma?ana bandas armadas y ej¨¦rcitos invasores.
Para los muertos de ayer y de hoy, as¨ª como para la mayor¨ªa de las otras v¨ªctimas, cualquier acci¨®n llega ya demasiado tarde. Como impulso emotivo que es, la empat¨ªa es impulsiva e impaciente. Pero, por lo general, las acciones eficaces suscitadas por ella s¨®lo pueden realmente aprovechar a las potenciales v¨ªctimas de un ma?ana no inmediato. No sabemos, pues, a qu¨¦ an¨®nimos destinatarios van a llegar las operaciones de cooperaci¨®n y ayuda ahora organizadas con vistas al futuro, a qu¨¦ emergencias servir¨¢n o se anticipar¨¢n, qu¨¦ vidas conseguir¨¢n salvar y qu¨¦ males atajar. Pero es preciso actuar hoy ya para que no se repitan los horrores. Entretanto, y por chata que sea la pantalla, nunca podremos habituamos y contemplar sin estremecimiento la agon¨ªa de hombres y mujeres que tratan de sobrevivir ante nuestros ojos alertados, golpeados. Ning¨²n salvoconducto de mala o de buena conciencia, ninguna vacuna de solidaridad dosificada o aun de hero¨ªsmo ?limitado podr¨ªa inmunizamos frente a esa alerta de empat¨ªa que preserva en nosotros el resto m¨¢s elemental de alg¨²n decoro humano.
es catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa de la Universidad de M¨¢laga.
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