La esposa del taxista entra en una secta. Dos veces
"Los silencios de su mujer son grandes, helados y llenos de cicatrices"
En el primer avi¨®n de Barcelona la mitad de los ejecutivos ans¨ªa el segundo caf¨¦. Afuera el sol empuja aunque Castilla est¨¢ cubierta todav¨ªa por la manta marr¨®n que hace un rato era ocre y pronto ser¨¢ negra. Joan Campalans sabe que en Madrid har¨¢ ese fr¨ªo de hielo seco que le gusta, pues le cambia del h¨²medo algod¨®n de Barcelona, pero no piensa en ello. Piensa que el avi¨®n lleva retraso. Eso le mantiene el primer caf¨¦ en la garganta.Javier Usandizaga pega un pu?etazo en ¨¦l volante para no maldecir. Siente a su lado la tensi¨®n de Arantxa, su hija. Es el tercer par¨®n en la carretera de La Coru?a y todav¨ªa no han pasado Las Rozas, que es cuando la cosa comienza en serio. Arantxa perder¨¢ la primera clase -tiene un profesor pelma que s¨®lo admite diez minutos de retraso-, y es incluso posible que ¨¦l llegue tarde al consejo. Los que convocan consejos a primera hora no viven en la carretera de La Coru?a, piensa Usandizaga mientras odia.
No se ha detenido el avi¨®n cuando todos los ejecutivos se tiran a por sus abrigos verdes y beis. Campalans nunca ha entendido esa prisa in¨²til, pero hace lo mismo. Luego, como siempre, queda estancado ah¨ª, la cabeza torcida por el portaequipajes, el abrigo en el brazo y el malet¨ªn de Etro en la mano, respirando el olor excesivo a Paco Rabanne del colega que le impide el acceso al pasillo. Pasa un tiempo mientras se oye lo de siempre sobre Iberia, el Puente A¨¦reo, Madrid y todo lo dem¨¢s. A Campalans se le clavan en el vientre los 35 alfileres que faltan para la reuni¨®n. Ni imagina que desde hace diez Usandizaga est¨¢ atrapado a la altura de Aravaca, y que est¨¢ llamando por el tel¨¦fono del coche para advertir que llegar¨¢ tarde.
Est¨¢ llegando la noche. La melaza que baj¨® por la Castellana cuando a¨²n era de d¨ªa y remont¨® Islas Filipinas en una penumbra indecisa hace rato que se encuentra solidificada al pie del Monstruo de la Moncloa, ese guardi¨¢n de hierro que desde hace un a?o infunde en los madrile?os del oeste la sensaci¨®n de estar en libertad provisional. Usandizaga ha recogido a su hija a la salida del t¨²nel y ahora le pregunta qu¨¦ tal han ido las clases. "Bien", responde la chica: "No, hubo, el profesor no vino". Cansancio. Usandizaga ya no pita. Dentro de un rato, en Pozuelo, recibir¨¢ una llamada de su mujer. S¨ª, llegar¨¢n tarde al coctel. Silencio. Los silencios de su mujer son grandes, helados y llenos de cicatrices.
Atrapad¨® como una morcilla en el gran cocido de Mar¨ªa de Molina, Campalans maldice su suerte. No s¨®lo ha perdido contra los madrile?os (aunque la ¨²ltima palabra la dir¨¢n ma?ana los franceses en Par¨ªs) sino que, entre todos los 15.500 taxis de Madrid le ha tocado repetir: Por la ma?ana se lo arrebat¨® en mala hora en Barajas a un p¨¢lido rubio que no sab¨ªa luchar. Y ahora se ahoga en el mismo taxi oloroso, la misma tapicer¨ªa sudada de skai y el mismo ambientador de pino, sabiendo que nunca coger¨¢ el Puente A¨¦reo de las ocho y sin valor para decirle al taxista que ya le cont¨® esa historia esta ma?ana, en el mismo sitio, con las mismas palabras: "No, seguro que en Barcelona no pasan estas cosas. Seguro que no tienen ustedes estos atascos... ?Atascos? Estos ya ni son atascos. Esto es... esto es un castigo. Pero fijese" -y aqu¨ª el taxista lo clava con sus peque?os ojos en el espejo-: "toda la vida cre¨ªmos que el castigo ven¨ªa tras la culpa y al final esperaba la redenci¨®n, y resulta que no: ¨¦ste no es el castigo". "?No?", repregunta el viajero. "No". Pausa. "No: el castigo no es el atasco. No ser¨ªa pol¨ªtico", explica misteriosamente. "El verdadero castigo es lo que le espera al hombre despu¨¦s, cuando llega a casa derrotado y... Me voy a divorciar".
El mismo sem¨¢foro cambia otra vez. "Ya no aguanto m¨¢s. A la mierda con todo. Toda una vida de atascos, toda una vida de diecis¨¦is horas buscando al viajero, empujando en las paradas, toda la vida aguantando, y total ?para qu¨¦?" -vuelta al espejo- "total para que al final se lo queden ellos". "?Ellos?".
"Ellos, los de la secta. S¨¦ que al final se quedar¨¢n con todo. Con mi mujer, con mi piso, con el piso de La Manga, que no he pagado, con los hijos y con el taxi. Con todo".
El taxista se negar¨¢ a cobrarle. "Total, ?para qu¨¦? Adem¨¢s, usted es de Barcelona y all¨ª no pasa esto". El negro retinto recubrir¨¢ para entonces Castilla.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.