Nadie puede con la bicha / y 2
Concluye el autor su reflexi¨®n sobre c¨®mo el Estado democr¨¢tico pretende despachar por virtuoso respeto a las libertades p¨²blicas, la de expresi¨®n en este caso, lo que es en realidad su total impotencia frente a la prepotencia del mercado de la industria cultural y de su determinismo econ¨®mico.
Hoy la publicidad y la televisi¨®n -y tanto m¨¢s desde 1992, a?o en que ¨¦sta ha sido ya totalmente fagocitada por aqu¨¦lla- han arrebolado el sistema en una aureola cultural tan omn¨ªmoda e incondicionalmente apolog¨¦tica que para s¨ª la querr¨ªan las dictaduras, pero, adem¨¢s, a diferencia de ¨¦stas, sin que nadie tenga que ensuciarse los dedos con la tinta roja del censor.8. Me desconcierta un poco que alguien tan inteligente como el doctor don Luis Rojas Marcos, que en su art¨ªculo El ojo televisual'(EL PA?S, 16 de diciembre de 1992) prospecta la imagen ideal de una televisi¨®n bien educada, digna, culta, humana, ben¨¦fica, desinteresada, pero sin dejar de reconocer acto seguido la insondable miseria de la televisi¨®n de hecho, no se d¨¦ cuenta de hasta qu¨¦ punto el car¨¢cter de fen¨®meno econ¨®mico-industrial -si es que no incluso su propia naturaleza tecnol¨®gica- determina de modo f¨¦rreo la realidad de la segunda, dejando en lo radicalmente imposible la fantas¨ªa de la primera. No es, por otra parte, nada saludable pintar tales quimeras, porque se encubre la realidad de la terrible falta de libertad de los humanos: de libertad objetiva, la de lo que se puede hacer, cuesti¨®n previa a la de la libertad subjetiva, la de qui¨¦n puede hacerlo. ?C¨®mo es posible que la evidencia del hecho de que a pesar de que desde hace 20 o 30 a?os, en todos los tonos de voz, por expertos o profanos, bajo todos los aspectos, desde los m¨¢s diversos puntos de vista o sectores de opini¨®n, se est¨¦ despotricando abiertamente y sin limitaciones contra la abominaci¨®n televisiva, su estupidez, su groser¨ªa, su poder degradante y corruptor, mim¨¦tico, alienante, etc¨¦tera, que no ha quedado vituperio por hacer, sin que, entretanto, la televisi¨®n se haya desviado ni un mil¨ªmetro de su camino inexorable hacia la podredumbre y la abyecci¨®n, c¨®mo es posible, digo, que esta evidencia tan estrepitosa no haya servido para convencer al menos a personas tan inteligentes como Rojas Marcos de que los hombres no tienen ya ni la m¨¢s insignificante libertad, ni el m¨¢s m¨ªnimo poder de intervenci¨®n sobre la bicha, ineluctablemente gobernada por la mano invisible del m¨¢s feroz determinismo econ¨®mico y social?
El poder de las empresas
9. Don Antonio Mu?oz Molina, por su parte (La dictadura de la dicha, EL PA?S, 12 de diciembre de 1992), no me parece, en cambio, que ponga la menor confianza real en la viabilidad de sus propuestas de intervenci¨®n del Estado en la televisi¨®n, pues parece tener bastante claro el imponente poder de las empresas; pero, de todos modos, por desesperanzados y ret¨®ricos que puedan ser sus "habr¨ªa que prohibir", siguen teniendo un punto de nocivos, porque entretienen la ilusi¨®n de que ser¨ªa posible alguna intervenci¨®n siquiera negativa por parte del Estado. Eso, que es rotundamente falso, tiene de malo que permite a los poderes p¨²blicos seguir mintiendo paladinamente sobre sus actitudes ante la cultura, esto es, seguir c¨ªnicamente despachando por virtuoso respeto hacia las libertades p¨²blicas y en especial hacia la "sacrosanta" libertad de la no menos "sacrosanta" cultura su no por inevitable menos miserable claudicaci¨®n sin condiciones ante la omnipotencia del mercado. No es que no quieran intervenir en la televisi¨®n o en la publicidad ?es que no pueden!
10. Parad¨®jicamente, en tal terreno -como en cualquier otro dominado por el furor del lucro y el inter¨¦s particular-, justamente tan s¨®lo el que se pudiese prohibir, o cuando menos sustituir, alguna cosa ser¨ªa la m¨¢s fiadera se?al de que subsiste alguna libertad frente al universal determinismo econ¨®mico y social. Por pintoresco que el tiempo lo haya hecho, hoy un m¨ªnimo despotismo ilustrado, un dirigismo siquiera negativo ser¨ªa la mejor prueba de una sociedad todav¨ªa m¨ªnimamente libre. Pero, por puro juego, propongamos idealmente una restricci¨®n ¨ªnfima, insignificante, a las facultades de la televisi¨®n, una limitaci¨®n "puntual", como dec¨ªan los de UCI), por lo determinada y espec¨ªfica: la prohibici¨®n de que los programas puedan contar con clase alguna de p¨²blico interno, de adultos, ni de ni?os, en el estudio abierto de ning¨²n programa, por considerar que por mucho que hayan accedido "por propia voluntad", ello ha sido a costa de someterse al compromiso previo de aplaudir forzada e incondicionalmente cualquier cosa que se les indique, am¨¦n de supeditarse a la terrible constricci¨®n de un respeto humano cuya magnitud ha de medirse en millones de espectadores. Pues bien, esta sencilla prohibici¨®n (cuya ¨²nica consecuencia no ser¨ªa m¨¢s que la de que, sin el socorrido recurso del aplauso -literalmente usado como un constante "Viva Cartagena"-, algunos- programas desaparecer¨ªan, otros tendr¨ªan que exigirse bastante m¨¢s o depondr¨ªan al menos esa desenvoltura o desverg¨¹enza irresponsable, inerte, aleatoria, gratuita y descuidada hasta el encanallamiento) aparece enseguida como algo absolutamente inimaginable, como cambiar de sitio una monta?a, tal es la imponente mole del poder del mercado.
11. Por su parte, Fernando Savater pretende erigirse en palad¨ªn de libertades incriminando a Mu?oz Molina nada menos que de "Savonarola" por usar, tan hipot¨¦tica y escepticamente como he dicho, la palabra "prohibir" en relaci¨®n con las m¨¢s ignominiosas servidumbres de la televisi¨®n y la publicidad. ?Todav¨ªa participa Savater del sacrosanto terror a ser culpado de cualquier cosa que remotamente pudiese ser inscrita bajo aquel tan infamado r¨®tulo de "autoritarismo", terror que ya en su d¨ªa dio lugar, en la ense?anza, a los estragos m¨¢s asoladores? So color de escandalizarse en nombre de la libertad, mu¨¦strase Savater profundamente ofendido ante el solo sonido de la palabra "prohibir", de modo que ¨¦l tambi¨¦n, al igual que el Estado, disfraza la real impotencia frente a la omnipotente prepotencia del mercado de virtuoso respeto por la libertad, gan¨¢ndose de paso la barata aquiescencia y el f¨¢cil aplauso que la actual ignorancia popular otorga a ciegas a quienquiera que truene en santa indignaci¨®n ante el solo sonido de la palabra "prohibir", olvidando, dicho sea de paso, que el primer lugar en que tal verbo m¨¢s rigurosa y escrupulosamente se conjuga es un estudio de la televisi¨®n: hagan la prueba, si no, intentando entrar.
12. Por otra parte, al proponer como ant¨ªdoto de las malas influencias televisivas la televisi¨®n en familia, no s¨®lo, olvida Savater que la televisi¨®n es una de las mayores fuerzas que han puesto a la familia en bancarrota, sino que adem¨¢s se comporta como si a este lado de la pantalla, el del receptor, estuviese la humanidad consciente, reflexiva y responsable, y al otro, el del emisor, la naturaleza ciega e inconmovible. ?Por qu¨¦ habr¨ªa que exigirle al espectador que sea libre para reaccionar como un adulto consciente y responsable y en cambio al emisor no se le podr¨ªan pedir cuentas de nada, como si de una fuerza de la naturaleza se tratase? La respuesta viene a abundar, por otro camino y a pesar de Savater, en mi opini¨®n. Porque el liberalismo decidi¨® -cuando a¨²n le era dado, en alg¨²n grado, decidir que como mejor se fomentaba la "riqueza de las naciones" (cuya ingenua y bien intencionada identificaci¨®n con el bienestar de las gentes ha recibido a lo largo del tiempo, en todas partes, los m¨¢s estrepitosos batacazos) era dejando al mercado comportarse con la inconsciencia de la naturaleza (la mano invisible era m¨¢s sabia que cualquier c¨¢lculo o cuidado humano), tal como expresan los ya repetidos principios liberales de la irresponsabilidad del empresario con respecto al sentido y contenido p¨²blico de sus productos y de la indiferencia e inocencia de la mercanc¨ªa en cuanto mercanc¨ªa (si, seg¨²n el fetichismo de la mercanc¨ªa, la mercanc¨ªa es una cosa y no una relaci¨®n entre personas -aunque se trate de un programa televisivo-, ?c¨®mo podr¨ªa, en efecto, ser en s¨ª misma ni buena ni mala?; si es una cosa, ser¨¢ forzosamente indiferente, inocente, ya sea una manta, una hogaza de pan, una guitarra, una ballesta, un bombardero o, finalmente, un anuncio publicitario o un programa de televisi¨®n). Seg¨²n la m¨¢s congruente y rigurosa doctrina liberal, la televisi¨®n y la publicidad deben ser consideradas como fen¨®menos de la naturaleza. Son los espectadores los ¨²nicos que tienen que saber qu¨¦ es lo que les conviene y lo que no, los ¨²nicos responsables de que algo les perjudique, de que les haga lo que no querr¨ªan, exactamente igual que el buscador de setas, que ha de mirar muy bien qu¨¦ es lo que coge, y no puede echarle las culpas a la selva por haber criado alguna venenosa. Y es necesario que el mercado siga siendo la selva, para la buena marcha de la econom¨ªa.
El libre albedr¨ªo
13. La conclusi¨®n que se podr¨ªa desprender de lo que dice Fernando Savater viene a lo que yo mismo he se?alado, salvo que acept¨¢ndolo en lugar de lamentarlo: que la televisi¨®n no tramita ning¨²n v¨ªnculo social humano -o sea verdaderamente consubjetivo- entre emisor y receptor, sino que, a¨²n vali¨¦ndose, parad¨®jicamente, del medio m¨¢s humano que pueda concebirse, o sea de la palabra, tramita relaciones sujetas a la "naturalidad" del mercado y al determinismo econ¨®mico y social. No obstante, Savater es un enf¨¢tico afirmador del libre albedr¨ªo, pero, en vista de lo dicho, habr¨ªa que concluir que s¨®lo de un pretendido albedr¨ªo individual. Y digo "pretendido", porque no me imagino qu¨¦ pueda ser un albedr¨ªo propiamente humano que pudiese siquiera vegetar en las entra?as de un universal determinismo, a menos que no sea una ilusi¨®n tan vac¨ªa como nutritiva para ese vano narcisismo de salvar el alma. La libertad humana o lo es de la relaci¨®n, del tr¨¢fico social, del ¨¢mbito colectivo, de la plaza p¨²blica, de la actuaci¨®n civil, del intercambio, o no es m¨¢s que vanidad y m¨²sica celestial.
14. Cordialmente acompa?o a Fernando Savater all¨ª donde su afirmaci¨®n del albedr¨ªo es activa, pugnaz, voluntarista, como una obstinaci¨®n contra el poder del mundo, como un empecinamiento contra la prepotencia del destino y la necesidad, no all¨ª donde se limita a registrarlo como un supuesto dado y constatable, como una "cuesti¨®n pac¨ªfica", por decirlo en palabras de jurista. Cuando el libre albedr¨ªo es reducido a dato e incorporado al c¨¢lculo causal como otro factor m¨¢s, pasa parad¨®jicamente a transformarse en una variable operativa integrada en las propias entra?as del determinismo y la fatalidad. En cuanto a su protesta contra la "iatroman¨ªa", abarca una implicaci¨®n que siempre he defendido: la c¨¢rcel es seguramente injusta, porque no trata al hombre como es, pero es honrosa, porque o trata como podr¨ªa ser; el manicomio es justo, porque trata al hombre como es, pero deshonroso, porque no lo trata como podr¨ªa ser. ?Vale m¨¢s cometer una crueldad y una injusticia tratando al hombre en toda su posible dignidad de sujeto libre y responsable, o hacerle el justo y compasivo pero humillante servicio de arroparlo entre algodones como el pobre enfermo que probablemente es? No hay en la tierra, en el cielo o en el infierno criterio alguno que decida por nosotros qu¨¦ es lo que en cada caso debemos elegir para terceros. S¨®lo de nosotros mismos nos es dado decir: "El esp¨ªritu est¨¢ pronto, pero la carne es flaca; que no nos falten las fuerzas para preferir siempre la prisi¨®n al sanatorio". ?se es, por vacuo que resulte, nuestro ¨²nico albedr¨ªo.
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