Solomillos o rodaballos
Recientemente asist¨ª, junto con Vicente y Fernando, a un acto de mercadotecnia editorial, que inclu¨ªa banquete celebrado en restaurante de dise?o catal¨¢n. La maestra de ceremonias, Beatriz, me desterr¨® de la presidencia de la mesa para recluirme en el extremo, donde qued¨¦ rodeado de periodistas femeninas: a mis dos lados se sentaron Elena y Carmen. Y tras la serie larga y demasiado estrecha de diversas entradas, cuando el ma?tre nos ofrec¨ªa elegir entre las dos opciones del plato principal (rodaballo y solomillo), la periodista que se sentaba frente a m¨ª, la muy halagadora Lola, nos hizo observar que casi todas las mujeres comensales estaban pidiendo la carne a la plancha, mientras la totalidad de los varones presentes solicit¨¢bamos el pescado a la parrilla.Tras la divertida excitaci¨®n que inicialmente produjo la sorpresa del descubrimiento, se me pidi¨® que, haciendo honor a mi historial profesional, interpretase anal¨ªticamente la ocurrencia: ?por qu¨¦ los chicos prefer¨ªamos rodaballo y las chicas solomillo? Por supuesto, me sent¨ª obligado a decir algo, pues no hace falta ser Marvin Harris, con su obsesi¨®n por las diferencias alimentar¨ªas, para tratar de sacar punta a estas felices coincidencias, que nunca son producto de la casualidad. Sin embargo, dado lo mal que improviso en p¨²blico cuando me siento acuciado, s¨®lo acert¨¦ a balbucir las m¨¢s t¨®picas generalizaciones (fundadas en la muy superior longevidad de las mujeres) que con no mucho acierto se me fueron ocurriendo. Por tanto, me sent¨ª en deuda conmigo y sobre todo con las chicas que me rodeaban, a las que sin duda defraud¨¦, pues ten¨ªan derecho a esperar de m¨ª algo m¨¢s brillante. Y como suele suceder, en cuanto sal¨ª de all¨ª las ideas me brotaron a borbotones, haci¨¦ndome lamentar que no se me hubieran ocurrido antes. De modo que las anot¨¦ mentalmente, para poder redactar despu¨¦s este art¨ªculo informal, dedicado a resarcir a Lola, a Elena y a Carmen.
La argumentaci¨®n fundamental es muy sencilla, por lo que ya he usado (y abusado) de ella antes: hasta hace poco comer carne roja era signo de masculinidad (como inercia heredada de la necesidad hist¨®rica de sobrealimentar con prote¨ªnas a los varones, de quienes depend¨ªa durante la premodernidad el suministro de su fuerza muscular superior); pero conforme las mujeres escolarizadas se integran laboralmente en un mundo de hombres, comienzan a imitar los signos viriles para hacerse no tanto perdonar como sobre todo respetar: y se lanzan en consecuencia a fumar, a beber, a comer carne y a blasfemar. Ahora bien, una vez que tales gestos dejan de ser exclusivamente masculinos, ya no pueden seguir sirviendo como barreras de status, protectoras de la virilidad; en consecuencia, los varones, para rehacer su reducto viril de modo m¨¢s inaccesible para las mujeres, se ven obligados a innovar, reconstruyendo nuevos signos de masculinidad todav¨ªa m¨¢s dif¨ªciles de imitar: y por eso estamos dejando de fumar, de beber, de comer carne y de blasfemar, como si el saber resistir semejantes tentaciones fuese ahora la prueba de fuego de la superior dignidad varonil. Lo cual demuestra una esperanza vana, pues ?cu¨¢nto tardar¨¢n a su vez las mujeres en competir con nosotros midiendo nuestras respectivas capacidades de vencer las tentaciones, cayendo primero en ellas para poder resistirlas mejor despu¨¦s?
Se trata sin duda de una an¨¦cdota en s¨ª misma irrelevante, pero muy demostrativa tambi¨¦n de todo un nuevo estado de cosas. Me refiero a la cruzada emprendida por las mujeres modernas para hacerse un lugar en el mundo de los hombres: un lugar situado en pie de igualdad y en todo equiparable al hasta ahora detentado en exclusiva por los varones. No importa demasiado que esta cruzada femenina se est¨¦ llevando a cabo por propia elecci¨®n (seg¨²n decisi¨®n libremente adoptada por voluntad igualitarista, a consecuencia quiz¨¢ de reivindicaciones feministas) o forzadas por la necesidad (dada la coyuntura hist¨®rica que est¨¢ obligando a que caigan tanto la nupcialidad como sobre todo la fecundidad, lo que expulsa de sus hogares a las mujeres, volc¨¢ndolas a la ocupaci¨®n laboral a fin de recaudar fondos con los que mantener su propio nivel de vida), pues el hecho es que se trata de todo un terremoto social, no por paulatino y silencioso menos irreversiblemente influyente.
Por supuesto, a¨²n no hemos visto casi nada todav¨ªa, pues este corrimiento de tierras no ha hecho m¨¢s que iniciarse, y si bien hay ya espacios p¨²blicos totalmente conquistados por las mujeres (la ense?anza escolar y primaria son ya absolutamente femeninas, la secundaria comienza a serlo y en la universitaria resultan cada vez m¨¢s numerosas, primero en el rango inferior como profesoras titulares, pero muy pronto como catedr¨¢ticas tambi¨¦n), todav¨ªa quedan posiciones restringidas en exclusiva a los varones: como son las de cirujano (no as¨ª las dem¨¢s especialidades m¨¦dicas, progresivamente femeninas), de empresario y l¨ªder pol¨ªtico (donde las pocas mujeres que hay deben virilizarse para hacerse con el poder) y sobre todo de ingeniero superior (especialmente en navales y caminos, pues agr¨®nomos y arquitectura ya se est¨¢n feminizando, dada su compatibilidad tradicional con la casa y el jard¨ªn). Estas segregaciones ocupacionales que todav¨ªa se mantienen no est¨¢n determinadas por el nivel de estudios, que hoy ya es m¨¢s elevado en las mujeres que en los varones (dada la superioridad escolar femenina, especialmente en lectura y calificaciones), sino por la elecci¨®n de carrera, pues las chicas parecen preferir aquellos estudios m¨¢s compatibles con su antigua especializaci¨®n dom¨¦stica y familiar: ense?anza como continuaci¨®n de la educaci¨®n de los hijos o medicina como extensi¨®n del cuidado corporal.
No obstante, hasta tanto se complete este proceso de reconquista femenina de todo el espacio p¨²blico, y mientras se mantenga el monopolio masculino del poder pol¨ªtico y econ¨®mico, las mujeres parecen obedecer una pauta colonizadora de las ocupaciones que se caracteriza por la prudencia: antes de invadir una nueva profesi¨®n se aseguran de que no van a ser discriminadas, para lo que se protegen mediante la sobretitulaci¨®n. En este sentido, se acusa a las mujeres de falta de ambici¨®n profesional, porque, a diferencia de los hombres (que siempre apuntan m¨¢s alto de cuanto les da derecho su titulaci¨®n acad¨¦mica), parecen apuntar m¨¢s bajo que lo permitido por su nivel de cualificaci¨®n.
Ahora bien, esto no parece deberse tanto a la falta de ambici¨®n como a una especie de seguro contra la discriminaci¨®n: a la hora de colonizar una nueva profesi¨®n, y para prevenir el abuso de poder por parte de los varones dominantes (que son mayoritarios durante el inicio de la colonizaci¨®n femenina), las mujeres se sobreprotegen dot¨¢ndose de mayor titulaci¨®n acad¨¦mica que la exigible para ocupar esa profesi¨®n. Por eso, en cuanto la colonizaci¨®n se completa, las mujeres pasan enseguida a resultar dominantes, dado que su nivel de escolaridad resulta en promedio superior al vigente en la mayor¨ªa de los hombres que ocupan cada profesi¨®n. Pero si esta estrategia colonizadora femenina se generaliza a todas las profesiones, y aun suponiendo que se parta de una situaci¨®n inicial de igualdad de oportunidades educativas (lo que no es el caso, pues las mujeres ya est¨¢n m¨¢s escolarizadas que los hombres, habiendo obtenido un nivel de calificaciones sensiblemente superior), el resultado todo agregado ser¨¢ que las mujeres pasar¨¢n a ocupar la posici¨®n dominante en todas las profesiones (dada su sobretitulaci¨®n, derivada de su t¨¢ctica de apuntar m¨¢s bajo) excepto en aquellas situadas en la c¨²spide de las pir¨¢mides ocupacionales, que continuar¨¢n como los ¨²nicos guetos de predominio masculino exclusivo: fuera de la cumbre, el resto de pelda?os de las pir¨¢mides pasar¨¢n por entero a manos del poder femenino.
Lo cual suceder¨¢ inexorablemente si Dios no lo remedia antes, haciendo que los varones se resistan como gato panza arriba: es, por ejemplo, lo que est¨¢ sucediendo en la Iglesia cat¨®lica, instituci¨®n masculina que naci¨® bajo la advocaci¨®n del signo del pez (aunque no de un rodaballo, necesariamente. Indudablemente, desde el punto de vista del apostolado (que constituye el supuesto objetivo estrat¨¦gico de la instituci¨®n), ser¨ªa m¨¢s eficaz el sacerdocio femenino que el masculino, dado el liderazgo expresivo que ejercen las mujeres, seg¨²n revela el hecho de que sean mejores madres que los hombres padres, el que su ret¨®rica persuasiva (seductora o publicitaria) sea muy superior a la masculina y el que las profesiones de terapia psicol¨®gica, herederas cient¨ªficas de la cura de almas religiosa, ya sean hoy mayoritariamente femeninas (como sucede con la terapia de familia). Adem¨¢s, el sacerdocio femenino compensar¨ªa con creces la actual sequ¨ªa de nuevas vocaciones. ?A qu¨¦ se debe, por tanto, esta inexcusable discriminaci¨®n de las mujeres?
A la luz de los descubrimientos hist¨®ricos de Jack Goody (que atribuye la restricci¨®n medieval del matrimonio al deseo de la Iglesia de heredar las tierras de solteras y viudas sin hijos, hasta convertirse en la primera instituci¨®n terrateniente, por encima de la nobleza), cabe sospechar que la prescripci¨®n de] celibato eclesi¨¢stico obedece al deseo de no compartir con molestos herederos la propiedad institucional. Pues bien, este mismo debe ser el designio cat¨®lico de impedir a las mujeres el ejercicio del sacerdocio: dado que, como hacen tantos economistas y empresarios, se sospecha que las mujeres anteponen sus intereses familiares a su productividad ocupacional, tambi¨¦n los empresarios de la instituci¨®n eclesi¨¢stica deben temer que el sacerdocio femenino redunde m¨¢s en bien de los hogares dom¨¦sticos que en mayor gloria del poder eclesial. Confiemos, pese a todo, que el ejemplo no cunda.
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