Soluci¨®n para escapar del final del mundo
Enloquecida por el cuchillo de viento en los cristales, Amalia arremeti¨® contra el televisor
En una habitaci¨®n alta pero fr¨ªa del hospital Gregorio Mara?¨®n, Amalia lee en voz alta Escupir¨¦ sobre vuestras tumbas, de Boris Vian, y vacila cuando llega al pasaje en que ¨¦l est¨¢ a punto de com¨¦rsela a ella. La viejecita se impacienta y pide: "?Qu¨¦ sigue? M¨¢s. M¨¢s".No mucho antes han le¨ªdo Los cosmicuentos, de Italo Calvino, con parecido entusiasmo. Enterradas entre esas paredes blancas, fue f¨¢cil engancharse a esa historia que sucede fuera del tiempo y el espacio, en un solo punto, antes del Big Bang, con los personajes queriendo escapar del origen del mundo que tambi¨¦n es el fin.
Hace tres semanas ya que Amalia tiene la r¨®tula hecha fosfatina: un simio se exhib¨ªa sin modales sobre la acera de la calle del Arenal justo cuando ella sal¨ªa del Joy Eslava. Le han hecho ya dos operaciones y los m¨¦dicos van a intentar meterle un tercer clavo de diez cent¨ªmetros, si resiste el hueso, pasado ma?ana a las ocho. Amalia est¨¢ tensa y su mente va a toda velocidad para no pensar.
En cuanto a la viejecita -el p¨²blico que reclama la continuaci¨®n del cuento?qu¨¦ se puede decir? Es una viejecita de pelo ralo y gris anudado en un mono de cuento, una respetable cantidad de arrugas y los ojos vivarachos, mucho m¨¢s j¨®venes que el resto de su cuerpo. Ah¨ª reside el problema, precisamente: puede que est¨¦ cascada, la vieja, pero disfruta todav¨ªa de una gran curiosidad, que es seguramente lo que la mantiene viva. Todo le interesa: c¨®mo conoci¨® a su novio Lola, la alegre enfermera de la ma?ana (Luc¨ªa, la de la noche, es melanc¨®lica y m¨¢s bien l¨²gubre, lo m¨¢s probable es que no tenga novio), d¨®nde est¨¢ y c¨®mo es Honduras, el pa¨ªs de Tomasa, una pobre mujer con los dos brazos rotos de una paliza, quie se encuentra en la ¨²ltima de las cinco camas, y todo lo que dicen en los telediarios. La vieja los comenta y, si lo considera necesario, hasta rebate.
Pero ocurre que Amalia no soporta la televisi¨®n. Es algo m¨¢s fuerte que ella: cuando ha pasado m¨¢s de diez minutos frente a un televisor encendido, cualquier televisor, tiene que marcharse. Ahora no puede marcharse, como tampoco pod¨ªa una vez, a medianoche, en su casa de Colmenarejo, cuando, cercada por una ventisca y enloquecida por el cuchillo del viento rascando sin pausa en los cristales, arremeti¨® contra el televisor de la familia armada de un martillo. Decir que los asombr¨® a todos ser¨ªa pecar de modestia, pero su padre, Justo, como siempre, comprendi¨®. Le dio incluso la raz¨®n: no hay que forzar las pasiones de los dem¨¢s, nunca hay que obligar a nadie a nada.
As¨ª que cuando los hijos de la viejecita le trajeron un televisor, pidiendo excusas anticipadas por sus muchas ocupaciones futuras, Amalia comenz¨® a sudar fr¨ªo, como el chico que de pronto ve a un compa?ero sacarse una culebra de agua del bolsillo y sabe que le obligar¨¢n a jugar con ella. Imagin¨® de antemano el ruido nasal de los locutores, la inextinguible autopublicidad de las emisoras, la falsa alegr¨ªa de los anuncios, la tiran¨ªa de los aplausos y las sonrisas, la voz engolada de los dobladores, imagin¨® toda esa larga agon¨ªa, clavada a su cama por sus rodillas, y en su est¨®mago se le hizo un nudo mucho m¨¢s fuerte que cuando le dijeron que la primera operaci¨®n no hab¨ªa servido y que ten¨ªan que clavarla otra vez.
Han pasado uno, dos d¨ªas, dos d¨ªas y medio. Amalia ha resistido el destello y el zumbido con el coraje de un cazador atrapado en la nieve con el pie desangr¨¢ndose en una trampa para lobos. Precisamente porque es joven y est¨¢ educada en la tolerancia, sabe que la viejecita, atada a su cama como los dem¨¢s, tiene todo el derecho a intentar sofocar el horror, aunque sea viendo la televisi¨®n. Ello no impide que la angustia le haya estado tejiendo las tripas en punto de cruz, hasta verse al borde mismo de cometer una desgracia.
Pero en el ¨²ltimo instante, hace dos horas, en ese punto extremo en que se salvan los h¨¦roes, la intuici¨®n, que es joven, ha venido en su auxilio y en un pronto desesperado se le ha ocurrido preguntarle a la viejecita.
si no le gustar¨ªa que le leyera un cuento. La viejecita la ha mirado con curiosidad. ?Un cuento? Parec¨ªa interesada. Un cuento, ha dicho Amalia, a cambio de apagar la televisi¨®n.
Hace dos horas ya, y la viejecita pide m¨¢s. Hay esperanza.
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