Las campanas de Foncebad¨®n
Cuentan las cr¨®nicas de los peregrinos que la etapa m¨¢s dura del Camino de Santiago -y la m¨¢s peligrosa- era la que discurr¨ªa, por las peladas tierras de la Maragater¨ªa leonesa, entre las ciudades de Astorga y Ponferrada. All¨ª, por las agrestes cuestas de Foncebad¨®n, el puerto que separa la Maragater¨ªa de El Bierzo y desde el que se domina uno de los paisajes m¨¢s, espectaculares del camino (atr¨¢s la meseta adusta, parda, hacia el infinito; a la izquierda, el Teleno, el legendario altar romano del dios Tilenus y la cumbre m¨¢s alta, con sus 2.180 metros, de la provincia; a la derecha, el puerto del Manzanal, por donde discurre ahora la carretera Madrid-La Coru?a, y a, la vista, el valle de El Bierzo y el imponente y amplio circo monta?oso que lo circunda y separa, la meseta de Galicia), cientos de peregrinos perdieron la vida, atacados por los lobos o extraviados en mitad de una ventisca. No en vano a un monte cercano le llaman el Morredero, que viene a querer decir moridero en gallego antiguo.Pese a ello, el puerto de Foncebad¨®n fue durante muchos s?glos el paso obligado y ¨²nico entre la Maragater¨ªa y El Bierzo, tanto para los peregrinos como para los arrieros maragatos que transportaban en mulas el pescado de los puertos de Galicia hacia las ciudades del interior y que, al llegar al alto del puerto, se deten¨ªan junto a la ermita que hoy se alza sobre el solar de un viejo templo romano dedicado al dios Mercurio, ¨¦stos para contemplar su amada Maragater¨ªa y aqu¨¦llos para dejar, siguiendo la tradici¨®n, una piedra tra¨ªda desde sus lugares de origen al pie de la Cruz de Ferro, el r¨²stico crucero de madera y cruz de hierro que preside el alto del puerto y sirve al mismo tiempo, cuando la nieve borra la senda, de gu¨ªa a los peregrinos. Gracias a ellos, y a los numerosos caminantes y viajeros que, en uno y otro sentido, pasaban constantemente por el camino (ganaderos, pastores de reba?os trashumantes, comerciantes, buhoneros, viajeros de toda laya y cuadrillas de gallegos que en verano ven¨ªan con sus hoces a segar el pan y el sol de Castilla), la regi¨®n, aunque dif¨ªcil y agreste, vivi¨® tiempos de esplendor y vio c¨®mo sus pueblos se llenaban de hospitales y posadas para descanso de los viajeros y de los peregrinos.
La llegada del ferrocarril hac:?a el final del pasado siglo y, sobre todo, la construcci¨®n a principios de ¨¦ste de la nueva carretera por el cercano puerto del Manzanal (trazado que impusieron las florecientes minas de El Bierzo, situadas todas ellas m¨¢s al norte, y que signific¨® en su tiempo una gran obra de ingenier¨ªa) vino a marcar, sin embargo, el principio del fin para el puerto de Foncebad¨®n y para la Maragater¨ªa: no s¨®lo los viajeros dejaron la antigua ruta, sino que los arrieros maragatos vieron c¨®mo el ferrocarril primero y m¨¢s tarde los camiones frigor¨ªficos les arrebataban de golpe un negocio con el que la mayor¨ªa de ellos llegaron a amasar grandes fortunas. Basta contemplar a¨²n la solidez y las trazas de los pueblos maragatos (la zona, por otra parte, m¨¢s pobre de la provincia) y recordar, por ejemplo, a aquel c¨¦lebre Cordero, el maragato cuya influencia lleg¨® a ser tanta que incluso se permiti¨® el lujo de alojar en su casa de Santiagomillas a la mism¨ªsima reina Isabel II, de paso hacia Galicia, empedrando para la ocasi¨®n, seg¨²n dice la leyenda, la habitaci¨®n destinada a aqu¨¦lla con monedas de oro puestas de cruz para evitar que la reina pisara su propia efigie.
A ra¨ªz de aquello, los pueblos de la zona, sobre todo los m¨¢s altos, comenzaron a decaer hasta que, coincidiendo con el ¨¦xodo masivo del campo hacia las ciudades que se produjo en Espa?a durante los a?os sesenta y setenta -y que a¨²n no se ha detenido-, muchos de ellos quedaron parcial o totalmente abandonados. Es el caso de Manjar¨ªn, que en tiempos tuvo hasta hospital de peregrinos; de Folgoso, de Prada, de Ferradillo, de Rabanal, de Labor del Rey y del propio Foncebad¨®n, que anta?o recib¨ªa al peregrino con su gran monasterio y sus 1.600 metros de calle principal, toda ella empedrada y cubierta de galer¨ªas, y que hoy no es m¨¢s que un mont¨®n de piedras entre las que todav¨ªa resisten, como ¨²nicos habitantes, una mujer y su hijo junto con sus ovejas y sus mastines. O, mejor, la mujer sola, pues el hijo, seg¨²n dicen, anda borracho siempre por los bares de los pueblos del contorno o durmiendo en los pajares y en las cunetas de los caminos.
La mujer, que se llama Mar¨ªa y rondar¨¢ los 70 a?os, es la t¨ªpica monta?esa, solitaria y un tanto arisca; lo que no impide que, en m¨¢s de una ocasi¨®n, haya prestado ayuda, e incluso cobijado en su propia casa, a alg¨²n excursionista despistado o a monta?eros perdidos en medio de una ventisca. Pero, por lo general, Mar¨ªa reh¨²ye el trato con la gente, acostumbrada como est¨¢ a pasar el tiempo sola desde que hace ya 15 a?os se marcharon sus ¨²ltimos vecinos, y desde la ventana de su casa observa sin ser vista el paso por el pueblo de los -salvo en verano- contados peregrinos, la mayor¨ªa de los cuales pasan de largo sin imaginar siquiera que pueda vivir alguien en mitad de aquel mont¨®n de ruinas. Hace poco, sin embargo, la solitaria Mar¨ªa salt¨® a las primeras p¨¢ginas de los peri¨®dicos de la provincia. Por lo visto, coincidiendo con el A?o Jacobeo, y con la excusa de evitar posibles accidentes ante la masiva afluencia prevista de per?grinos, el Obispado de Astorga decidi¨® retirar las campanas de la iglesia de Foncebad¨®n, que est¨¢ a punto de caerse, y trasladarlas al Museo de los Caminos. El d¨ªa se?alado para ello Mar¨ªa recibi¨® a la expedici¨®n (integrada por dos curas, seis obreros y cuatro guardias civiles) armada con un palo y subida en el tejado de la iglesia, decidida a defender las campanas con su vida. En vano intentaron convencerla para que se bajara y les dejara llevarse unas campanas que, al fin y al cabo, legalmente no son suyas. Mientras les arrojaba piedras, Mar¨ªa dec¨ªa que las necesitaba, entre otras cosas, para avisar a la gente de los pueblos cercanos si un d¨ªa se declaraba un incendio en el suyo, puesto que ni tel¨¦fono tiene para sustituirlas. Y cuando un cura le dijo que para eso no le serv¨ªan, puesto que las campanas no tienen ya badajo, la enrabietada Mar¨ªa le contest¨® que, si hac¨ªa falta, lo tocaba con el suyo (el del cura). Al final, la mujer zanj¨® la disputa grit¨¢ndoles a los escandalizados curas y a los obreros y guardias civiles, que se fueron sin intervenir, sorprendidos quiz¨¢ por la actitud de aquella pobre mujer y por la amenaza del hijo, que permaneci¨® tambi¨¦n sin intervenir, contemplando los hechos a distancia sentado en una piedra del camino, pero despu¨¦s de advertir, eso s¨ª, que si alguien tocaba a su madre cog¨ªa la escopeta y le met¨ªa un tiro, que aquellas campanas ten¨ªan que tocar a muerto por ella y que luego hicieran con ellas lo que les diera la gana, incluso deshacerlas si quer¨ªan.
Tiene raz¨®n Mar¨ªa. Foncebad¨®n est¨¢ muerto o morir¨¢ muy pronto (cuando las campanas doblen por ella, posiblemente un d¨ªa de nieve y de ventisca), como est¨¢n muertos o morir¨¢n muy pronto, si es que nadie lo remedia, muchos pueblos de Espa?a que ya han empezado a ser tomados por el silencio y por las ortigas. Pero mientras eso ocurre, mientras la soledad se adue?a, como un ¨®xido invisible, definitivamente de sus ruinas, que les dejen al menos a sus habitantes en paz, con sus recuerdos y sus campanas, aunque ni unos ni otras les puedan servir ya para sentirse vivos. Es a lo menos a lo que tienen derecho cuando ya lo han perdido todo, cuando hasta la soledad se les ha vuelto en contra y es ahora su principal enemigo.
es escritor.
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