El Rey y las elecciones
La eventualidad de un empate electoral entre los dos principales partidos pol¨ªticos del pa¨ªs proclamada por las m¨¢s recientes encuestas est¨¢ produciendo efectos entre candidatos y electores en todo caso comprensibles, pero en alg¨²n aspecto preocupantes, porque ponen de manifiesto un escaso conocimiento de nuestras normas constitucionales. Para despejar en lo posible dudas y ansiedades parecen aconsejables la reflexi¨®n como m¨¦todo y la claridad como, objetivo. Intent¨¦moslo, centrando la atenci¨®n en un problema acerca del cual quiz¨¢ no tenga el ciudadano medio el debido conocimiento. Me refiero al papel a desempe?ar por el Rey en orden a la designaci¨®n del presidente del Gobierno que habr¨¢ que formar despu¨¦s de las elecciones y, naturalmente, como consecuencia de ellas.Una breve apelaci¨®n a la historia en este campo puede servirnos para precisar ideas y marcar diferencias, destacando por contraste cu¨¢l es la funci¨®n del Rey, seg¨²n nuestra vigente Constituci¨®n, en materia tan sustancial como delicada. Las constituciones de 1845 y 1876, bajo las cuales reinaron, y en cierto modo gobernaron, Isabel II, Alfonso XII, y Alfonso XIII, tienen muy poco que ver, por no decir nada, con la actual. Seg¨²n aqu¨¦llas, correspond¨ªan al rey, entre otras muchas prerrogativas, la de "nombrar y separar libremente los ministros" (el subrayado es m¨ªo, pero el adverbio, no), as¨ª como la de convocar, suspender y disolver las Cortes, sin que entre ambas facultades hubiera relaci¨®n de causalidad, puesto que los Gobiernos no ten¨ªan necesariamente que estar respaldados por mayor¨ªas parlamentarias. Aqu¨¦llas no eran constituciones democr¨¢ticas ni pretend¨ªan serlo o aparentarlo, y reten¨ªan en el titular de la Corona la ra¨ªz del poder, s¨®lo en alguna e imprecisa manera limitado por la Constituci¨®n. Cualesquiera que fuesen las pr¨¢cticas parlamentarias t¨ªmidamente construidas durante la larga vida de la Constituci¨®n canovista de 1876, vigente por lo menos hasta 1923, y cualquiera que fuese el uso -prudente o excesivo, "m¨¢s bien lo segundo que lo primero- que de sus poderes hicieran aquellos reyes, lo cierto es que constitucionalmente pod¨ªan hacer casi todo lo que hicieron.
Los tiempos y las cosas han cambiado. Ni esto es ya el ruedo ib¨¦rico valleinclanesco, ni existe ya aquella corte de los milagros, ni ¨¦ste es un sistema de amigos pol¨ªticos, oligarqu¨ªa y caciquismo. La nuestra es una sociedad abierta y pol¨ªticamente madura. Espa?a est¨¢ constituida en un Estado democr¨¢tico de derecho, cuya Constituci¨®n proclama que la soberan¨ªa nacional reside en el pueblo espa?ol, del que emanan todos los poderes del Estado. El pueblo manifiesta su voluntad cuando es convocado a elecciones, reguladas por un sistema electoral que ofrece todas las garant¨ªas posibles y conocidas de autenticidad, y el Gobierno resultante de cada consulta electoral ha de guardar por fuerza una relaci¨®n de dependencia con las Cortes Generales, que "representan al pueblo espa?ol", y en especial, como veremos, con el Congreso de los Diputados. Ahora bien, si esto es as¨ª, y as¨ª es, ?qu¨¦ papel desempe?a el Rey en todo ello? De eso se trata.
En una monarqu¨ªa parlamentaria, y ¨¦sa es la forma pol¨ªtica de nuestro Estado, el del Rey no es un poder in¨²til, no s¨®lo porque a ¨¦l corresponda "el mando supremo de las Fuerzas Armadas" (art¨ªculo 62 h de la Constituci¨®n), que ya sabemos lo que dio de s¨ª en una situaci¨®n excepcional y l¨ªmite, sino porque normalmente, y como jefe del Estado, "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones" (art¨ªculo 56.1). Como su persona es inviolable y no est¨¢ sujeto a responsabilidad, todos sus actos tienen que estar sometidos a refrendo, sin el cual nada valen. Pero mientras que este refrendo lo prestan siempre el presidente del Gobierno o, en su caso, los ministros, los actos tendentes al nombramiento del presidente del Gobierno, que son aquellos que en este momento interesan, los ha de refrendar el presidente del Congreso. ?Qu¨¦ actos son ¨¦sos, qu¨¦ importancia encierran, qu¨¦ margen de discrecionalidad permiten y qu¨¦ confianza merecen?
Antes de analizar esos actos con los que cristaliza el proceso electoral, conviene detener la. atenci¨®n en la posici¨®n del Rey durante ese mismo proceso. Su actitud, por activa y por pasiva, siempre ha estado y est¨¢ regida por los principios de silencio (el propio y el ajeno, pues ni su nombre ni su palabra son objetos apropiables por nadie), el distanciamiento preelectoral, que no es desinter¨¦s por lo que pase, sino garant¨ªa de imparcialidad, y la ausencia a la cita electoral, que no es confundible con la abstenci¨®n, sino discreta cautela en orden a esa misma garant¨ªa de imparcialidad. Quien arbitra y modera no participa.
Producidas las elecciones y renovada la composici¨®n del Congreso de los Diputados, ha de procederse despu¨¦s, y como consecuencia de ello, a proponer un candidato a la presidencia del Gobierno: esa propuesta ha de hacerla el Rey con el refrendo del presidente del Congreso. El candidato propuesto expondr¨¢ en el Congreso su programa pol¨ªtico de gobierno y solicitar¨¢ de la C¨¢mara la confianza de investidura. Si la obtiene en primera votaci¨®n por mayor¨ªa absoluta o en segunda por mayor¨ªa simple, el Rey le nombrar¨¢ presidente. En caso contrario, el Rey formular¨¢ nueva propuesta, y cada nuevo candidato se someter¨¢ al mismo procedimiento para obtener la confianza de la C¨¢mara. Si al cabo de dos meses desde la primera votaci¨®n de investidura nadie obtuviera la confianza del Congreso, el Rey disolver¨¢: las Cortes y convocar¨¢ nuevas elecciones. ?sas son las reglas del juego contenidas en el art¨ªculo 89 de la Constituci¨®n. Luego lo pondremos en relaci¨®n con la moci¨®n de censura del art¨ªculo 113.
?A qui¨¦n debe proponer inicialmente el Rey como candidato a presidente? La Constituci¨®n no lo dice de un modo directo. S¨ª dispone que, antes de formular la propuesta, el Rey llamar¨¢ a consulta "a los representantes designados por los grupos pol¨ªticos con representaci¨®n parlamentaria". A trav¨¦s de esas sucesivas consultas, el Rey obtendr¨¢ una informaci¨®n fiable de las posibles alianzas parlamentarias y de las actitudes que cada grupo adoptar¨¢ en relaci¨®n con cada posible candidato en la votaci¨®n de investidura. De este modo, el Rey podr¨¢ utilizar su conocimiento anticipado de la votaci¨®n para proponer a un candidato o a otro, y el candidato propuesto conocer¨¢ antes de la votaci¨®n el probable resultado de la misma.
Supongo que al llegar a esta altura del razonamiento muchos lectores se habr¨¢n formulado esta ingenua pregunta: ?el l¨ªder del partido que haya ganado las elecciones no ha de ser por ello y autom¨¢ticamente presidente del Gobierno? La respuesta ha de ser ¨¦sta: depende.
Si el partido A logra la mayor¨ªa absoluta, entendida a es tos efectos como la mitad m¨¢s uno del n¨²mero de diputados del Congreso, su, l¨ªder ser¨¢ el ¨²nico capaz de formar Gobierno, ya que ¨¦l (suponiendo siempre y en todos los grupos la disciplina interna de votos) obtendr¨¢ la mayor¨ªa absoluta (m¨¢s votos que todos los de m¨¢s grupos juntos) en primera votaci¨®n, y ning¨²n otro l¨ªder podr¨ªa obtener ni esa mayor¨ªa absoluta ni siquiera la simple en segunda votaci¨®n. En este supuesto, que coincide con lo que realmente sucedi¨® en las elecciones de 1982, 1986 y 1989, el papel del Rey es bien sencillo, y el automatismo entre l¨ªder vencedor y presidente del Gobierno funciona con naturalidad.
A este supuesto hipot¨¦tico se Pasa a la p¨¢gina siguiente
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aproxim¨® bastante el resultado de las elecciones de 1977 y 1979, pues una opci¨®n electoral, la extinguida UCI), se acerc¨® mucho a la mayor¨ªa absoluta (176 diputados, aritm¨¦ticamente hablando), puesto que obtuvo 167 o 168 esca?os. Con esos votos de diputados propios no s¨®lo ten¨ªa asegurada con certeza la votaci¨®n de investidura por mayor¨ªa simple en segunda votaci¨®n (lo que, como es obvio, siempre sucede en principio con tal que funcione la disciplina de voto dentro de su grupo parlamentario a favor de quien haya ganado las elecciones, por m¨ªnima que sea su ventaja), sino que hac¨ªa pol¨ªticamente imposible la aprobaci¨®n inmediata y en contra de un Gobierno de UCD de una moci¨®n de censura constructiva, que es la regulada en el antes citado, pero no explicado, art¨ªculo 113 de la Constituci¨®n. Seg¨²n ¨¦l, el Congreso puede exigir la responsabilidad pol¨ªtica del Gobierno proponiendo una moci¨®n de censura contra ¨¦l, respaldada al menos por una d¨¦cima parte de diputados y en la que se contenga un candidato a la presidencia del Gobierno. Para prosperar, la moci¨®n deber¨¢ ser aprobada por mayor¨ªa absoluta, en cuyo caso, el Gobierno censurado cesa, y pasa a ser presidente de un nuevo Gobierno el candidato propuesto en la moci¨®n. Si ¨¦sta no triunfa, quienes la respaldaron no pueden presentar otra durante el mismo periodo de sesiones.
Ahora bien, si la diferencia en n¨²mero de diputados entre el partido A y el partido B fuera muy peque?a, esto es, si se produjera el virtual ' empate que pronostican las encuestas, la decisi¨®n a tomar respecto a la propuesta de candidato a presidente del Gobierno ser¨ªa m¨¢s dificil. Esa hip¨®tesis se puede plantear ahora por primera vez en la historia de nuestra firme pero joven democracia. El riesgo de inestabilidad que un resultado electoral de victoria corta entra?a no consiste precisamente en la necesidad de disoluci¨®n de las Cortes y de nueva convocatoria de elecciones como consecuencia de que: nadie obtenga una votaci¨®n de investidura favorable que le permita formar Gobierno, sino m¨¢s bien en la probabilidad de que ¨¦ste dure poco si el candidato propuesto y vencedor al frente de la opci¨®n A formase un Gobierno monocolor y sin alianzas parlamentarias, Porque ¨¦stas pueden inclinarse (o tal vez ya lo est¨¦n desde el principio) a apoyar al candidato de la opci¨®n B al frente de una moci¨®n de censura.
Si se produjera esta situaci¨®n que en hip¨®tesis y sin nombres propios estamos contemplando, ?deber¨ªa el Rey proponer como candidato a la investidura al l¨ªder del partido A, vencedor por muy poco, aunque creyera saber que pronto podr¨ªa ser derrotado por una moci¨®n de censura, o deber¨ªa anticipar el resultado de esta moci¨®n poniendo ab initio como candidato a presidente al l¨ªder del partido B, pensando que, aun no teniendo votos propios suficientes, ganar¨ªa la votaci¨®n de investidura acaso en primera votaci¨®n y por mayor¨ªa absoluta con los votos de otros partidos? La Constituci¨®n no contiene respuesta escrita para esta pregunta. ?sa es la disyuntiva y ¨¦se el margen de discrecionalidad que se ha atribuido en el texto constitucional y por la v¨ªa del silencio al jefe del Estado.
En s¨ªntesis: ?qu¨¦ es preferible, propiciar un Gobierno quiz¨¢ inestable en atenci¨®n al respeto que merece la voluntad del electorado en favor de una minor¨ªa mayoritaria o primar la posible estabilidad de un Gobierno presidido por quien encabece la opci¨®n electoral situada en segundo lugar y cuente con el probable respaldo de otras fuerzas parlamentarias? Situados en el terreno de las preferencias y no en el de supuestos deberes constitucionalmente inexistentes, parece que debe optarse en principio por el respeto a la minor¨ªa mayoritaria, es decir, al partido vencedor. Nadie entender¨ªa en este pa¨ªs de cultura democr¨¢tica a¨²n incipiente que, teniendo el partido A algunos diputados m¨¢s y habiendo sido por tanto el ganador de las elecciones, recibiera el encargo de formar Gobierno el l¨ªder del partido B en virtud de pactos sin duda leg¨ªtimos, pero posteriores a la contienda electoral y ni siquiera bien conocidos por los ciudadanos en el momento de celebrarse la votaci¨®n de investidura. No hay que provocar en nuestra sociedad la desconfianza, sino que conviene fomentar lo que suele calificarse como transparencia. D¨¦sele en principio la oportunidad de formar Gobierno al partido y al l¨ªder vencedor y perm¨ªtasele as¨ª la oportunidad de negociar desde esa posici¨®n alianzas que fortalezcan su postura, aunque ¨¦stas se mostraran inclinadas en un momento inicial en favor de otra fuerza pol¨ªtica. No parece prudente anticipar al momento de la votaci¨®n de investidura el resultado (por probable que se presente, nunca pol¨ªticamente cierto) de una posterior moci¨®n de censura.
?stas y otras muchas consideraciones acaso contrarias a las aqu¨ª preferidas ser¨¢n las que pesar¨¢n en el Rey a la hora de proponer a alguien como candidato a presidente. No hay norma constitucional escrita al respecto. No hay un deber material que cumplir. El Rey conoce lo que puede hacer, tendr¨¢ m¨¢s elementos que nadie, llegado el caso, para saber lo que convenga hacer, y eso es, sin duda, lo que har¨¢, actuando con la m¨¢s exquisita lealtad constitucional, con una imparcialidad por nadie cuestionada y poniendo en juego, como capital pol¨ªtico, su auctoritas, esto es, su prestigio: un prestigio acumulado precisamente por su constante fidelidad a esos principios.
Entretanto, bueno ser¨ªa que los principales l¨ªderes pol¨ªticos se pusieran de acuerdo sobre este punto y a ser posible coincidiendo en la tesis aqu¨ª defendida como preferible, y ello por dos importantes razones. En primer lugar, porque ahora es el momento de manifestarse acerca de este problema: ahora, es decir, cuando nadie sabe qui¨¦n va a ocupar la posici¨®n A y la B. Y en segundo t¨¦rmino, porque tan deseable acuerdo facilitar¨ªa considerablemente el papel del Rey.
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