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(El primero) Ha dicho: "He entendido bien el mensaje", pero cuando uno repara en que el electorado no dice m¨¢s que s¨ª o no, se pregunta: ?"Qu¨¦ mensaje?", y ¨¦l mismo lo explica: "El cambio sobre el cambio" (que es un cambio sobre la consigna anterior, "El cambio del cambio", en que tal Vez ha percibido la posible interpretaci¨®n como "descambio"). Pero esta indecente expresi¨®n hegelianopublicitaria, y tan polis¨¦mica que su. determinaci¨®n sem¨¢ntica tiende a cero, la ha acu?ado y emitido ¨¦l mismo. De modo que lo que dice haber entendido es su propio mensaje, y el electorado no ha tenido m¨¢s papel que el del espejo de la madrastra de Blancanieves, que, mientras no floreci¨® la belleza de ¨¦sta, le confirmaba a la reina su propia verdad: "?Verdad que no hay en el mundo otra m¨¢s guapa que yo?". As¨ª que decir "he entendido bien el mensaje" es un insultante sarcasmo sobre la perfecta nulidad del electorado, por cuanto no hace m¨¢s que remachar su miserable funci¨®n meramente especular.(El segundo) A ¨¦ste se le ha alabado mucho la actitud de buen perdedor, pero su m¨¦rito no est¨¢ precisamente en eso. "Saber perder" es muy elegante, y, el buen perdedor sabe lo bien que queda en p¨²blico, como aquel mismo d¨ªa demostr¨® el serio y templado tenista Jim Courier, adelant¨¢ndose a levantar por los brazos a su vencedor Sergi Bruguera, y con tanta sencillez y gentileza como quien no distingue la final del Roland Garros de un match de diversi¨®n con un amigo. Qued¨® tan bien ante el p¨²blico que el m¨¦rito del gesto se reduce al contraste con quienes tienen tan mal perder que no podr¨ªan hacerlo; ser¨¦ quiz¨¢s injusto, pero no me lo imagino en un MacEnroe. El m¨¦rito de nuestro segundo est¨¢ en otra cosa, que hoy tiene, por cierto, la peor prensa del mundo, pero que yo, que soy del ancien r¨¦gime, estimo todav¨ªa como virtud: la autoridad; pues no otra cosa es la comedida y segura llaneza con que, sin arriscar el gesto ni militarizar la voz (y ape¨¢ndola al fin de esas dos octavas m¨¢s arriba con que en campa?a trataba de encubrir una pat¨¦tica mediocridad y la indigencia total de su mensaje), par¨¦, a los suyos sin apelaci¨®n posible, como el que dice: "Se?ores, por favor, no quiero bromas". Pero lo que a m¨ª me da m¨¢s gusto imaginar es c¨®mo adem¨¢s petrific¨® en el aire las manos de no pocos periodistas -huelga decir de qu¨¦ diarios-, ya levantadas sobre los teclados, para echar sapos y culebras por el vomitadero de sus ordenadores.
(El tercero) En cuanto al tercero en discordia, me remito a una comparecencia televisiva en la que sac¨® a relucir cr¨ªticamente nada menos que "la obsolescencia programada". Hace ya muchos a?os que en mi jerga se designa lo mismo como aceleraci¨®n de la absolescencia, dando cuenta tambi¨¦n de su incremento diacr¨®nico; y, acaso un poco antes, un notable vulgarizador norteamericano, Vance Packard, se hizo famoso al enos por dos libros: The waste makers y Los persuasores ocultos (de ¨¦ste no s¨¦ el t¨ªtulo en ingl¨¦s), que daban cuenta, respectivamente, de los dos mecanismos de la obsolescencia programada: la obsolescencia material, o sea, la fabricaci¨®n deliberada de productos materialmente ef¨ªmeros (llegaba a contar de empresas edilicias que levantaban casas tan deleznables que a los 25 a?os hab¨ªa que derribarlas), y la obsolescencia simb¨®lica, o sea, la producida por la publicidad. ?sta no busca la des-saturaci¨®n del mercado con productos que lleven ya en su entra?as resortes temporizados para su autodestrucci¨®n material, sino mediante su obsolescencia en el seno de la cada vez m¨¢s obligatoria emulaci¨®n social. Creo que hoy la publicidad ha conseguido que un autom¨®vil llegue a ser socialmente impresentable a los dos, tres, cuatro... a?os de su compra, seg¨²n el nivel de status en que su due?o se halle sometido a emulaci¨®n. A m¨ª hace 23 a?os que me sirve fielmente una nevera que ya hab¨ªa tenido dos se?ores antes de entrar a mi servicio. Es a estos perjudiciales descuidos de la obsolescencia material a lo que pone remedio la obsolescencia simb¨®lica, pues hasta una nevera es hoy en d¨ªa s¨ªmbolo de status. Y mi impresi¨®n es que de los tiempos de Packard para ac¨¢ el mecanismo de la obsolescencia simb¨®lica -la publicidad- ha prevalecido hasta tal punto sobre el de la material -hoy tal vez limitada a imposibilitar, dificultar o encarecer, seg¨²n los casos, los repuestos y las reparaciones- que de no pocos productos se ignora pr¨¢cticamente el t¨¦rmino material de duraci¨®n. Y miren qu¨¦ oportuno: ahora me llega desde la cocina el veterano e inobsolescente ronroneo de mi nevera. ?Oh vieja agradecida!
Sumamente importante es se?alar c¨®mo la obsolescencia programada no s¨®lo es desde hace tiempo el resorte capital casi exclusivo de supervivencia del liberalismo, sino tambi¨¦n que apareja una elecci¨®n hoy ya dram¨¢ticamente irreversible para ¨¦l: lo que yo, en mi temeridad de economista a la violeta, he osado designar hace ya tiempo como sistema de mercados redundantes. En efecto, la econom¨ªa de la obsolescencia programada, al entregarse a una Constante y artificiosa des-saturaci¨®n deliberada y calculada del mercado, se autocondena a redundar ociosamente sobre los mercados ya ricos, que son los ¨²nicos capaces de reciclar y reproducir el capital a la velocidad de crucero que va marc¨¢ndole irreversiblemente la competitividad, en una fuga hacia adelante (y callej¨®n sin salida) dominada por el lema "O aceleraci¨®n o ruina". Esta forzosa servidumbre, que mantiene f¨¦rreamente esposadas entre s¨ª la redundancia y la aceleraci¨®n, hace al liberalismo cada vez m¨¢s impotente para extender su riqueza hacia mercados nuevos, siempre m¨¢s lentos en la reproducci¨®n del capital, am¨¦n de manifestar la pavorosa p¨¦rdida de libertad que el liberalismo trae para los hombres, por cuanto ni tan siquiera puede ya decirse exactamente que el mercado les elige la vida que tienen que vivir, pues carece de mar gen de elecci¨®n hasta respecto de s¨ª mismo.
Asombra que a ninguno de los periodistas asistentes se le ocurriese irle a este tercero de tr¨¢s de la palabra, subray¨¢ndole c¨®mo el sistema de la obsolescencia programada se ha vuelto tan vital para el liberalismo que su desaparici¨®n comportar¨ªa literalmente la destrucci¨®n de Occidente, con toda suerte de cat¨¢strofes y hambrunas, y al mismo tiempo hasta qu¨¦ punto esa misma desaparici¨®n no puede, por otro lado, limitarse a figurar como un apartado m¨¢s en su "programa-programa-programa", puesto que satisfar¨ªa sobradamente por s¨ª sola toda la revoluci¨®n que un partido de izquierdas pudiese desear, pues a partir de ah¨ª todo lo dem¨¢s le vendr¨ªa dado por a?adidura. Miente por omisi¨®n sobre las "condiciones objetivas" quien pone la desaparici¨®n de la obsolescencia programada, no como un ¨²ltimo desideratum, sino como un simple punto optable y elegible. de un programa de partido.En cuanto a la necesariamente concomitante desaparici¨®n de la publicidad, esp¨ªritu hegem¨®nico de toda la actual cultura occidental, supondr¨ªa, por esto mismo, la m¨¢xima revoluci¨®n cultural, no ya posible, pero s¨ª imaginable. ?Dios, eso s¨ª que me har¨ªa a m¨ª entonar el Nunc dimittis del viejo Sime¨®n cuando tom¨® en sus brazos al ni?o redentor! ?Eso s¨ª que ser¨ªa para m¨ª lo que, cuando Alonso Quijano el bueno ya se iba muriendo de melancol¨ªa, le promet¨ªa llorando Sancho Panza: "Quiz¨¢ tras de alguna mata hallaremos a la se?ora do?a Dulcinea desencantada, que no haya m¨¢s que ver"! Pues la publicidad es, en efecto, el m¨¢s perverso encantamiento que jam¨¢s haya sufrido el mundo de la vida.
(M¨¢s ferlonomics) Pero si este tercero ha mentido por una especie empecinada na?vet¨¦ que a su edad resultar¨ªa hasta ofensivo disculparle como a un ni?o, los dos primeros han mentido como bellacos o tah¨²res, al fingir que disputaban sobre "la lucha contra el paro", por cuanto tal querella no es sino ficci¨®n y enga?o al elector mientras no empiece por declarar de cara hasta qu¨¦ punto es ya desesperadamente improbable que en Espa?a vuelva a haber nunca jam¨¢s menos de dos millones de parados y en tanto oculte el fen¨®meno tecnol¨®gico-econ¨®mico de la cada vez m¨¢s acelerada devaluaci¨®n de la
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Viene de la p¨¢gina anteriormano como instrumento de trabajo. Un anuncio televisivo de lijadora dom¨¦stica ilustra muy dram¨¢ticamente tal devaluaci¨®n, mostrando a qu¨¦ velocidad tendr¨ªan que moverse la mano y el cuerpo de un operario manual provisto de papel de lija para lijar en igual tiempo lo que es capaz de lijar otro provisto de la m¨¢quina. Pero no para aqu¨ª la cosa, pues no s¨®lo ocurre que un carpintero as¨ª mecanizado cubre tanto trabajo (la cifra es a voleo, s¨®lo para el ejemplo) como 30 carpinteros con papel de lija, sino tambi¨¦n que un carpintero europeo mecanizado viene a costarles de hecho a su patr¨®n y al Estado asistencial (dejando aparte ahora lo que necesite y / o exija para su supervivencia) lo que costar¨ªan nada menos que 30 carpinteros chinos igualmente mecanizados (y esta segunda cifra es, por lo que he le¨ªdo, m¨¢s real).
Para decirlo de un modo m¨¢s impresionante: har¨ªan falta 900 carpinteros chinos solamente provistos de papel de lija para desarrollar la cantidad de trabajo correspondiente al costo efectivo -entre salario y protecci¨®n social- de un carpintero europeo provisto de lijadora. Bien es verdad que esos 900 chinos no sobrevivir¨ªan ni siquiera en su pa¨ªs con la parte al¨ªquota de ese mismo coste, y que tal comparaci¨®n, tomada por realidad, ser¨ªa, en cierto modo, sof¨ªstica, por ser diagonal, ya que no se establece entre trabajo mecanizado y trabajo manual ni entre costo europeo y costo chino, sino entre costo europeo mecanizado y trabajo chino manual, pero, aunque la proporci¨®n de 900 a 1 resultante sea un ente de raz¨®n -o sea, extraemp¨ªrica-, sirve para expresar idealmente el grado, mundialmente comparado, de la devaluaci¨®n de la mano entre los europeos, bajo el efecto conjunto de la mecanizaci¨®n y el d¨¦calage territorial pol¨ªticoecon¨®mico, pues, en efecto, el que 30 chinos puedan reducirse a reproducir, por precariamente que sea, su vida y su fuerza de trabajo con el montante del salario y la protecci¨®n social de un solo europeo depende tanto de la falta de asistencia social que bajo su r¨¦gimen pol¨ªtico padecen como -a mi entender, en mayor grado- de la nivelaci¨®n de ese salario industrial 30 veces inferior al europeo con los igualmente bajos salarios agr¨ªcolas chinos, que determinan el costo y por ¨²ltimo los precios de los productos m¨¢s indispensables para la subsistencia.
Metido ya en arriesgarme a tumba abierta a decir los mayores disparates y a cometer los errores m¨¢s may¨²sculos, se?alo ahora que tampoco se debe confundir mi concepto abstracto -y aun tal vez abstruso- de devaluaci¨®n de la mano con un hecho emp¨ªrico, como abaratamiento de la mano de obra, pues, si las cosas van l¨®gicamente, ser¨ªan dos dimensiones que estar¨ªan en proporci¨®n inversa: cuanto menos valga la mano por s¨ª misma, m¨¢s cara resultar¨¢ la mano de obra, ya que el salario l¨ªmite no se conmensura, obviamente, al rendimiento de la mano, sino a la supervivencia del trabajador. Y son los precios o los costos efectivos de esta supervivencia actualmente vigentes en Europa los que los empresarios consideran cada vez m¨¢s prohibitivos ante la competencia oriental y los que les impulsan a aprovecharse del d¨¦calage entre la territorialidad del trabajo y la aterritorialidad del capital para acogerse a la dislocaci¨®n territorial entre producci¨®n y consumo, o sea, a tener la f¨¢brica en Oriente y el mercado en Occidente. El trabajo no s¨®lo tiene, por s¨ª mismo, una movilidad infinitamente menor que el capital -que en ciertos aspectos se ha vuelto hoy pr¨¢cticamente ubicuo-, sino que, por a?adidura, es cada vez m¨¢s severamente bloqueado in situ por limitaciones legales cada d¨ªa m¨¢s estrictas contra la migraci¨®n laboral, que tiende, naturalmente, a desplazarse hacia Occidente.
Pero si no existiese la libertad de comercio, ya doctrinariamente propugnada por el Mare liberum de Hugo Grocio en 1606, que -por lo que yo pueda saber de esto, que es muy poco- me parece el primer gran manifiesto del liberalismo, si no existiese esa libertad, que permite la dislocaci¨®n entre producci¨®n y consumo, entonces, como dice el refranero, "cada uno en su casa y Dios en la de todos". Pero es precisamente la posibilidad de tal dislocaci¨®n la que va sometiendo cada vez m¨¢s aceleradamente a los salarios a una especie de subasta a la baja de ¨¢mbito mundial, en la que es, naturalmente, la mano de obra occidental la que lleva todas las de perder. Ante esta perspectiva, ya se alzan, por lo visto, aqu¨ª y all¨¢ voces de economistas, empresarios y pol¨ªticos occidentales que empiezan a abominar de la libertad de comercio y a no ver m¨¢s soluci¨®n para Occidente que el proteccionismo. Si el histri¨®nico, satisfecho y siempre barat¨ªsimo cacareo masturbatorio de la "solidaridad con el Tercer Mundo" tuviese un m¨ªnimo sentido de la responsabilidad, deber¨ªa por lo menos percibir hasta qu¨¦ punto el liberalismo la est¨¢ dejando hasta sin suelo en que poner los pies.
(La pol¨ªtica espect¨¢culo) Si la importaci¨®n del debate electoral televisivo ha sido, tal como muchos dicen, "una victoria de la democracia", ni lo s¨¦ ni me importa un comino. Lo que sin duda ha sido es una nueva cat¨¢strofe para la palabra y su esencial principio de lealtad, pues, ?qu¨¦ puede quedar de la palabra en un coloquio cuya regla es la m¨¢s rigurosa prohibici¨®n de entenderse o darse la raz¨®n en algo? Y as¨ª, ha convertido a los contrincantes en falsarios, haci¨¦ndoles escenificar una discordia fingidamente argumental, por cuanto no hac¨ªa m¨¢s que encubrir con andrajos de palabras (palabras que rehu¨ªan todo decir, queriendo ser s¨®lo ruidos de batalla capaces de suscitar la impresi¨®n de la victoria) la cruda y desnuda competencia entre marcas de f¨¢brica. E incluso a este pugil¨ªstico nivel, al ser desleales entre s¨ª, redoblaban su deslealtad hacia el electorado, el cual ha sido tratado de hecho con todo el menosprecio y toda la mala educaci¨®n del mundo. A favor de estos n¨²meros, la frivolidad ilustrada alega que la pol¨ªtica es ficci¨®n teatral, juego, espect¨¢culo, pero no aguantar¨ªa que se le tomase en serio la palabra, remiti¨¦ndola al cong¨¦nito car¨¢cter l¨²dico de la guerra misma.
(El voto testimonial) Hay en esto un equ¨ªvoco nocivo: el voto, en tanto que capaz de efecto ejecutivo, es una acci¨®n; el testimonio, a pesar de los m¨¢rtires de la Fe, no debe ser m¨¢s que palabra. Ya s¨¦ que se habla de una "acci¨®n testimonial" (a veces cruenta, como la del terrorista), pero ¨¦sta, precisamente, desvirt¨²a y pervierte bajo un mismo golpe la acci¨®n y la palabra. El voto testimonial convierte la acci¨®n que todo voto debe ser en una especie de p¨ªa genuflexi¨®n ante el altar de la propia devoci¨®n privada. Para eso, prefiero el weberiano voto por raz¨®n de Estado.
(El voto ¨¦tico) Si en algo ha cambiado uno en estos ¨²ltimos a?os es en haber aprendido a aborrecer de todo coraz¨®n esa impudicia combinada de farise¨ªsmo y narcisismo que se llama ?tica. Pero aunque as¨ª no fuese, no veo que unas elecciones sean la ocasi¨®n id¨®nea para ejercer la vanidad individualista e incluso solipsista de salvar el alma. Por lo dem¨¢s, me parece que ya han gozado como enanos, saboreando un d¨ªa y otro d¨ªa el sibar¨ªtico manjar del fariseo: el de escandalizarse, rasgarse las vestiduras, cargarse de raz¨®n, bramar de santa indignaci¨®n ante la inconcebible corrupci¨®n ajena, capitaliz¨¢ndola a favor de s¨ª mismos, para levantar con ella, por efecto de contraste, el autocomplaciente monumento de la propia virtud: "Te doy gracias, Se?or, porque no soy como los otros hombres -dec¨ªa ya el fariseo de la par¨¢bola-, porque no soy como ese publicano". ?Es que no hab¨ªan disfrutado ya bastante?
(El voto est¨¦tico) La autoridad, ya elogiada, del segundo sobre sus propias huestes no creo que se haga extensiva sobre el conjunto de sus electores, y por mucho que ¨¦l mismo no lo deseara, pienso que en modo alguno habr¨ªa podido impedir la cabalgata. Habr¨¢ quien diga que la cabalgata, aunque desagradable, es a la postre inofensiva, pero ni siquiera esto es tan seguro, porque la fealdad es consecuencia de la estupidez, y tras la estupidez y la fealdad siempre podr¨ªa venir finalmente la maldad. Todo acecha otro turno detr¨¢s del horizonte, y nada se puede dar por ahuyentado para siempre cuando los peores demonios de este mundo est¨¢n hoy demostrando que son capaces de volver, sin que ninguno obedezca al pueril exorcismo del "nunca jam¨¢s". Pero, adem¨¢s, aunque la cabalgata fuese mera expresi¨®n totalmente inocente, la intolerancia o intemperancia est¨¦tica repele la fealdad por la fealdad; no anda mirando en si es inofensiva: ofende a la vista, y basta. Seguramente ha sido una debilidad, pero es que no me daba a m¨ª la gana de tener que aguantar al. d¨ªa siguiente la gran fealdad de la cabalgata automovil¨ªstica, con banderas rojigualdas flameando desde las ventanillas y los cl¨¢xones chillando y respondi¨¦ndose: "?Piii, piii, pi-pi-p¨ª; pi-pi-p¨ª, piii, piii!".
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