La educaci¨®n moral
Hace falta mucho valor, mucha moral, para educar. Para ponerse a ello es preciso haberse comprometido en una apuesta valerosa y ¨¦tica acerca de la vida humana y del futuro, acerca de las mujeres y hombres de ma?ana, y tambi¨¦n acerca del legado cultural y de valores en que se les quiere educar. Supuesto b¨¢sico de la actividad educativa es que merece la pena -y que es posible- hacer algo por la calidad y la madurez humana de las nuevas generaciones, y que a ello contribuye transmitirles unos determinados saberes, valores y bienes culturales. Lo cual rebosa moral por todos los costados y lleva a intuir que acaso moralizar y educar sean lo mismo. Deber¨ªan, por eso, resultar altamente sospechosos los valores morales para los que se muestre imposible educar y que s¨®lo puedan ser inculcados como (seudo) moral por v¨ªa doctrinaria. Es dif¨ªcil sostener como moral de adultos lo que no es posible objeto de educaci¨®n en los m¨¢s j¨®venes, quienes, con esto, se convierten en instancia cr¨ªtica de la moral dominante. La transmisibilidad educativa es la prueba de fuego de los valores morales. La moral se perfila en la confrontaci¨®n -una confrontaci¨®n, en gran parte, desarrollada en medio educativo- entre la moral que los adultos desean transmitir y la que las j¨®venes generaciones pueden llegar a asumir.Dejemos de lado la disputa sobre la conveniencia de que la educaci¨®n moral se imparta en una materia escolar espec¨ªfica, disputa sesgada y oscurecida por consideraciones ajenas a lo moral y educativo. Como saben perfectamente tanto los fil¨®sofos morales como los verdaderos educadores, el asunto es de m¨¢s enjundia y no deber¨ªa solidificarse en el c¨®mputo de horas lectivas. Tampoco puede quedar en la evanescente generalidad de que la educaci¨®n, toda ella, est¨¢ impregnada de moral. Justo porque lo est¨¢, la dimensi¨®n moral de la educaci¨®n ha de ser objeto de un tratamiento formal y sistem¨¢tico, sin dejarla al albur de las ocurrencias impremeditadas en el curso de la actividad docente.
En realidad, no una, sino varias son las dimensiones morales que la educaci¨®n ha de cultivar. Una de ellas, fundamento de otras, es la educaci¨®n en actitudes y comportamientos que se juzgan moralmente valiosos: la sinceridad, la predisposici¨®n cooperativa y comunicativa, la empat¨ªa, la solidaridad, la sensibilidad c¨ªvica y democr¨¢tica, el sentido de responsabilidad ante la naturaleza. Dimensi¨®n no menos b¨¢sica es la formaci¨®n de la conciencia moral del juicio y del razonamiento ¨¦tico, de la capacidad racional de discernir lo bueno de lo malo, de apreciar lo valioso y decidir ante valores, bienes o intereses en conflicto, as¨ª como ante definiciones rivales de lo bueno y lo malo. Pero a esos ejes, genuina y cl¨¢sicamente morales, de la educaci¨®n, es preciso, como principio y fundamento, anteponer otro, por el que la educaci¨®n recupera y se hace cargo de uno de los sentidos m¨¢s originarios de lo moral, aquel que resaltaba Ortega en un afortunado texto, que Aranguren gusta de glosar, y donde, caracterizando lo moral -mejor que la moral- como un estar "en el propio quicio y fundamento", lo contrapone no ya a la inmoral, sino al "estar desmoralizado". El sentido m¨¢s hondo y radical en que la educaci¨®n ha de ser moral es, sin duda, ¨¦ste: el de vivero de energ¨ªas para una vida humana decente, y, en consecuencia, el de ant¨ªdoto frente a cualquier forma de desmoralizaci¨®n.
Por el contrario, no es educaci¨®n moral, sino, m¨¢s bien, inmoral, la que desde algunos sectores se demanda a la escuela: que sea p¨²lpito o tribuna de adoctrinamiento, tratando de imbuir a los menores de un credillo seudomoral de fundamento autoritario. Por lo dem¨¢s, y dejando aparte las escuelas endog¨¢micas, donde se adoctrina en creencias y valores de secta, no es pac¨ªfico precisar cu¨¢les han de ser los contenidos de la educaci¨®n moral en una sociedad ideol¨®gicamente pluralista. Quiz¨¢ esos contenidos se concretan, ante todo, en unas pocas negociaciones firmes: no a la guerra, no a la tortura y a la represi¨®n, no a toda clase de discriminaci¨®n, no a la destrucci¨®n de la naturaleza; o, mejor, en unas pocas afirmaciones, tal vez en una sola, como la que Kant formula en la m¨¢xima de que el ser humano ha de ser siempre tratado como fin en s¨ª mismo, nunca como medio; negaciones y afirmaciones, por otro lado, que no han de ser ense?adas de modo dogm¨¢tico, heter¨®nomo, y que, dem¨¢s, en cuanto buscan la concreci¨®n, quedan del todo expuestas al pluralismo. S¨®lo que precisamente buena parte del contenido de la educaci¨®n moral ha de consistir en educar para ese pluralismo, y hasta cuando se instruye en unos valores determinados, Compartidos por un grupo, mas no por otros grupos humanos, si se desea proceder de modo no sectario, dele hacerse a sabiendas (con conciencia, que aqu¨ª es en conciencia), por parte de educadores y educandos, de que se adopta una valoraci¨®n controvertida.
Por eso, la educaci¨®n moral, en una sociedad pluralista, ha de desarrollarse en una pedagog¨ªa no s¨®lo para el consenso, sino tambi¨¦n para el disenso, para el pluralismo, incorporando el disentimiento ideol¨®gico al acto educativo: un disentimiento que no desemboca en violencia, sino en debate racional. Educar para la sociedad pluralista es ya un modo de educaci¨®n moral. Es una educaci¨®n no s¨®lo en contenidos, sino tambi¨¦n, y quiz¨¢ ante todo, en la forma misma de lo moral, una forma que en la sociedad de hoy incluye como elemento esencial la tolerancia respecto a las creencias, las pr¨¢cticas y las morales ajenas. La educaci¨®n para la tolerancia, para el di¨¢logo y debate racional, por otra parte, es el mejor punto de enganche para la reflexi¨®n ¨¦tica. El conocimiento te¨®rico, reflexivo y cr¨ªtico -a la postre, fil¨®sofo- de los sistemas morales y de las filosof¨ªas ¨¦ticas acerca de ellos tiene sentido educativo en la medida en que permite conocer de d¨®nde vienen nuestros valores, en qu¨¦. se fundamentan, de, d¨®nde tratan de recabar su legitimidad, y cu¨¢les son las razones antag¨®nicas combatientes en el litigio entre tradiciones morales discrepantes.
El concepto de la escuela como educadora moral adquiere a veces aura de un regeneracionismo educativo con precedentes en utop¨ªas sociales de comienzos del XIX, convencidas de la capacidad socialmente transformadora, revolucionaria, de la instrucci¨®n, de la ilustraci¨®n. Todav¨ªa hoy cierta pedagog¨ªa, de encomiables intenciones, pero ingenua, pone las esperanzas de la sociedad en la ense?anza moral: ser¨¢ gracias a la educaci¨®n que cambiar¨¢n las actitudes de los j¨®venes, que ¨¦stos se har¨¢n m¨¢s solidarios, m¨¢s responsables, etc¨¦tera. Este regeneracionismo saca el tarro de las mejores esencias no realizadas y, en alianza con una nostalgia de gusto paternalista, trata de rescatar para los j¨®venes aquello mismo que los padres idealizaron, pero no hicieron o no tuvieron. La dimensi¨®n moral de la educaci¨®n, sin embargo, no debe confundirse con un enfoque regeneracionista, que, adem¨¢s de dudosamente educativo, es indudablemente ineficaz. El yerro -y el consiguiente fracaso- de semejante proyecto educativo procede de su excesiva confianza en las esencias reverenciadas mas no realizadas. En ¨¦l no se colma la brecha entre lo que se dice y lo que se hace: y por qu¨¦ se hace, con qu¨¦ razones y energ¨ªas contagiables. Resulta, en consecuencia, que incluso las pocas afirmaciones y negaciones en las que parece. residir el n¨²cleo de la moral compartida -y necesaria- en una sociedad pluralista e igualmente los razonamientos morales -todo lo cual, por cierto, ha de ser objeto de la educaci¨®n moral- dependen crucialmente de esa otra dimensi¨®n, sin duda, la m¨¢s honda: la de proveer de genuinas energ¨ªas morales y de direcci¨®n para su empleo; la de una educaci¨®n moralizadora que capacita a la persona para resistir no s¨®lo a la inmoralidad, sino, ante todo, a la desmoralizaci¨®n.
Con ello se vuelve a la ra¨ªz de lo moral, seg¨²n Ortega. Educaci¨®n moral, desde esta ra¨ªz, es educaci¨®n que favorece las ganas de vivir con dignidad, la gestaci¨®n de una identidad personal y de un proyecto ilusionado de vida, la capacidad de comunicaci¨®n verdadera con los dem¨¢s y la de alcanzar alguna vez, en se?alados momentos, esa rara experiencia llamada felicidad. Es educaci¨®n de los sentimientos, del modo de manejarlos y expresarlos, de negociar sus conflictos. Es -por decirlo con nombres consagrados educaci¨®n del car¨¢cter, de la fisonom¨ªa moral, ese rostro del que -Camus dijo- uno es siempre responsable despu¨¦s de cierta edad, y educaci¨®n en la virtud, seg¨²n el concepto aristot¨¦lico -como calidad humana y excelencia-, que MacIntyre ha recuperado oportunamente para la ¨¦tica. No se nace con nada de eso; no se lleva en los genes. Antes bien, es algo que se construye, que se hace, principalmente gracias a la educaci¨®n, sea ¨¦sta de jard¨ªn escolar o asilvestrada. Tambi¨¦n aqu¨ª aparece la naturaleza de la educaci¨®n como proceso no meramente receptivo, sino activo e interactivo, donde el educando, en relaci¨®n con las experiencias significativas que el medio educativo le ofrece, va construyendo progresivamente sus capacidades, sus conocimientos, sus modos de hacer y de ser. El saber no se imparte, se elabora; la personalidad no nace, se hace; el car¨¢cter moral y la virtud no se heredan, se construyen. Y en todo ello la educaci¨®n moral no es una parcela, entre otras, de la educaci¨®n; no es tampoco toda la educaci¨®n, pero s¨ª su quicio.
Alfredo Fierro es catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa de la Universidad de M¨¢laga.
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