Alberto II
LAS MONARQU?AS europeas han ido perdiendo, poco a poco o a tirones algo m¨¢s violentos, su poder pol¨ªtico, para llegar al siglo XX supuestamente convertidas en meros s¨ªmbolos patrios instituciones depositarias de un fondo de tradici¨®n y protocolo. Y, sin embargo, al igual que su poder tangible se evaporaba, la Monarqu¨ªa iba creando otra fuerza mucho menos visible, pero en ocasiones decisiva, con vocaci¨®n mediadora, superadora de extremos, unificadora, en una palabra. En pocos momentos hist¨®ricos esa capacidad de unci¨®n de los hechos pol¨ªticos va a resultar m¨¢s necesaria a un soberano que en el reinado que ayer comenz¨® de Alberto de Lieja, Alberto II, rey de los belgas.La figura del hermano y sucesor de Balduino I se instala en el trono de Bruselas cuando las interrogaciones sobre el futuro de su pa¨ªs se hacen m¨¢s acuciantes. Si bien la forma de gobierno de B¨¦lgica ya fue puesta en cuesti¨®n con el refer¨¦ndum de 1950, en el que la victoria por escaso margen de la opini¨®n mon¨¢rquica permiti¨® la coronaci¨®n de Balduino, en aquella ocasi¨®n era s¨®lo la Monarqu¨ªa lo que se juzgaba, y no la continuidad del pa¨ªs. Hoy, en cambio, asistimos a un paulatino alejamiento de las dos comunidades mayoritarias, valones de expresi¨®n francesa y flamencos de lengua neerlandesa, que, m¨¢s que propugnar mayoritariamente inclinaciones separatistas, se contemplan como extra?os embarcados en un mismo Estado, crecientemente desentendidos de cualquier identidad com¨²n.
Es cierto que el VIaams Blok, principal partido independentista de la comunidad flamenca, no sobrepasa el 10% de los votos en las elecciones nacionales, aritm¨¦tica ¨¦sta que no es, por otra parte, privativa de B¨¦lgica entre los pa¨ªses troncales de Europa. Pero, m¨¢s all¨¢ del voto franca y leg¨ªtimamente independentista, lo que se da en el plat pays es un desistimiento progresivo de la idea de B¨¦lgica; en otras palabras m¨¢s que un separatismo mayoritario lo que parece crecer es un indiferentismo, que hace que si bien B¨¦lgica tenga relativamente pocos enemigos, goce a¨²n de menos partidarios.
Todo ello no es irrelevante para la construcci¨®n europea, ni para la naturaleza misma del equilibrio en el Viejo Continente. B¨¦lgica, federal o no, pero Estado con poderes centrales, es uno de los miembros fundadores de la Comunidad, y su disoluci¨®n o su eventual transformaci¨®n en una confederaci¨®n puramente superestructural, como algunas fuerzas pol¨ªticas no formalmente separatistas preconizan, vendr¨ªa a alterar el equilibrio europeo. La desaparici¨®n de B¨¦lgica tal como hoy la conocemos dif¨ªcilmente subrogar¨ªa en sus entidades pol¨ªticas sucesoras su propia continuidad en el seno de la CE. El fraccionamiento del mapa europeo debido a la conmoci¨®n al Este es una realidad democr¨¢tica que afecta al futuro de la construcci¨®n continental, pero el traslado de las tendencias centr¨ªfugas a la Europa del Oeste constituir¨ªa un acontecimiento de mucha mayor gravedad.
Por todo ello, el reinado que ahora comienza y la personalidad de su soberano est¨¢n llamados a jugar un papel tan delicado como trascendental en el futuro de Europa. De la capacidad de Alberto II de proseguir la labor de su antecesor y, m¨¢s a¨²n, de contribuir decisivamente a que la comunidad multinacional de los pueblos belgas sepa hallar las huellas de un destino propio, depender¨¢n muchas cosas en el siglo XXI.
La Europa en que vivimos, envuelta en un profundo proceso de reencarnaci¨®n, en algunos casos lamentablemente violenta como en los Balcanes, se enfrenta hoy al reto de ser o no ser, de concebirse como unidad o de entregarse a los demonios, tan familiares, de la desuni¨®n. Esa Europa mal puede permitirse el lujo de tener que afrontar, adem¨¢s, el problema belga.
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