Socialismo en Jaguar
Cuando el diputado en apuros lleg¨® a asegurar que fue la marca de su veh¨ªculo -y nada m¨¢s sustantivo- lo que le perdi¨®, no hac¨ªa sino rendir tributo a la m¨¢xima maquiav¨¦lica: en pol¨ªtica s¨®lo cuentan las apariencias. Si admiti¨® su torpeza, no fue por ser ¨¦l lo que fuera, sino por aparecer como no deb¨ªa. Sabido es que a un pr¨ªncipe le resulta necesario "ser un gran simulador y disimulador". Cuando su partido (con raras excepciones enseguida acalladas) cerr¨® filas en defensa del diputado, ilustraba aquella misma doctrina, s¨®lo que aplicada a los principescos partidos de nuestros d¨ªas. El nuevo principio reza que ciertas cuestiones p¨²blicas, convertidas en patrimonio interno de los partidos, no deben airearse ante la opini¨®n p¨²blica. Y puesto que a los pol¨ªticos -contin¨²a la doctrina- no se les ha de exigir un grado de pureza del que est¨¢ eximido el resto de ciudadanos, se comienza por apagar toda luz que pudiera despejar la presunci¨®n de su inocencia y se termina por demandar con ese insolidario presunto nada menos que la virtud de la solidaridad. La solidaridad de partido, se entiende; de la solidaridad socialista, ni media palabra.Hasta ah¨ª llega la regeneraci¨®n moral en pol¨ªtica. El enigm¨¢tico cambio en el cambio revela al fin su sentido: basta con cambiar de apariencia, esto es, hagamos un cambio aparente. De modo que, si preocupante parece la conducta del diputado puesto en la picota, m¨¢s lamentable es el comportamiento de su partido a la hora de enjuiciarlo. Pues, en definitiva, aquel hombre p¨²blico ha merecido de sus conmilitones ser jur¨ªdicamente exculpado, pol¨ªticamente un poco reprendido y, tras la renuncia a su cargo, ¨¦ticamente honrado. Y eso no.
Mientras nadie con autoridad desmienta la denuncia, el punto de arranque tendr¨¢ que ser la indignaci¨®n. Una indignaci¨®n ante los m¨²ltiples atropellos de un constructor, jur¨ªdicamente asistido por nuestro hombre, cuyas obras no fueron precisamente de misericordia. Pues bien, concediendo sin ambages el derecho de todos a su defensa judicial, ?nos estar¨¢ proscrito hurgar en esa zona de sombra en que se instala la asesor¨ªa jur¨ªdica de algunos? Cabr¨ªa as¨ª discutir que sea en absoluto legalmente irreprochable un servicio profesional consistente en dar visos de legalidad a acciones que cualquiera llamar¨ªa fraudulentas. Ya es menos dudoso que buscar los resquicios literales de la ley para burlar su esp¨ªritu deba ser tenido como una conducta legal intachable. Pero que sean los j¨²ristas (y no s¨®lo los camaradas de partido) quienes reflexionen si una clamorosa y continuada irregularidad del cliente, en la medida en que haya sido amparada por los buenos oficios de su letrado, puede dejar satisfecha la conciencia jur¨ªdica de un hombre de leyes.
Entretanto, reconozcamos al padre de la patria competencia y pericia en el ejercicio privado de su profesi¨®n. Alaben despu¨¦s en ¨¦l los necios ese valor abstracto de la profesionalidad -como si ¨¦sta valiera un comino al margen de los fines a que se ordena-, que la ciega fe en el mercado ha erigido hoy en supremo. Pero guard¨¦monos de convertir en modelo por su respeto a la legalidad a quien, llegado el caso (es decir, a la vista de sus resultados), tendr¨ªa m¨¢s bien la obligaci¨®n de faltarle al respeto. Pues cuando tal legalidad democr¨¢tica permita finalmente absolver a empresarios desalmados, no hay que cantar las glorias de estos truhanes y sus eficientes abogados por atenerse escrupulosamente a la ley, sino reprocharles el que se sirvan sin escr¨²pulos de una ley que se muestra tan deficiente. Y si a todos compete urgir su reforma, m¨¢s que a nadie a ese hombre p¨²blico encargado por la Constituci¨®n de promover, debatir y sancionar las leyes: o sea, al diputado. Nada digamos, al tratarse de regular el derecho social al suelo y la vivienda, de c¨®mo le competer¨ªa eso a un diputado socialista.
Comoquiera que sea, y fuera ya del escurridizo terreno legal, dicen que ha incurrido asimismo en responsabilidades pol¨ªticas. Cu¨¢les sean ¨¦stas, sin embargo, pertenece al secreto del sumario. La prometida transparencia de su partido no da para m¨¢s, pero su instinto corporativo de casta no se conforma con menos que la adhesi¨®n incondicional de los suyos. Con lo que al misterio se viene a sumar la paradoja: si el diputado es inocente de lo que -sin mencionarlo- se le achaca, ?por qu¨¦ ha de renunciar al cargo que su partido le confi¨®?; y si fuera sospechoso, porque lo destituye, ?c¨®mo es que ese mismo partido reclama una cerrada solidaridad para con ¨¦l? Presidente y vicepresidente del Gobierno, compa?eros de afiliaci¨®n pol¨ªtica y del encausado han elogiado su dimisi¨®n porque revela "dignidad" y constituye "un gesto que le honra". ?Habremos de aceptarlo? Por simple l¨®gica, aceptemos entonces tambi¨¦n que lo que motiv¨® su renuncia era algo pol¨ªticamente indigno, algo que no honraba en demas¨ªa al diputado socialista ni a su partido.
?Qu¨¦ es, pues, lo que se aplaude tan fervorosamente? Que tal renuncia haya clausurado de inmediato toda v¨ªa para indagar o insistir en la patente contradicci¨®n entre una pr¨¢ctica profesional y una militancia pol¨ªtica. Un cese oportuno evita calcular el n¨²mero de los que, por estar en situaciones comparables, habr¨ªan de ser destituidos. Y lo que as¨ª se consagra e s, por ejemplo, la incongruencia pasmosa del abogado que recluta a su cliente entre los probables verdugos, en lugar de escogerlo entre sus v¨ªctimas seguras, al tiempo que sienta plaza de diputado socialista. Es el chirriante contraste. entre la asesor¨ªa privada de promotoras inmobiliarias en entredicho y la p¨²blica confesi¨®n de fe en un programa que postula, junto a otras promesas, el acceso universal a la vivienda. Es un socialismo tan francamente liberal que, en medio de una multitud de parados, se pavonea en Jaguar.
Y si as¨ª fuera, tampoco se entiende,que aquella responsabilidad pol¨ªtica alcance tan s¨®lo al secretario del grupo parlamentario, mientras pasa por el diputado sin romperlo ni mancharlo. Si cesa en el primer cargo porque defraud¨® al partido que le nombr¨®, antes debe abandonar el se gundo porque tambi¨¦n antes y mucho m¨¢s ha defraudado a sus electores. ?Esa proclamada honestidad que prohibe a nuestro diputado lesionar a su partido le permitir¨¢ acaso hacer trizas la confianza de sus votantes? ?Quien parece haber perdido el favor para representar a su partido podr¨¢ seguir representando a los partidarios? Lo que su parca renuncia pone de manifiesto es un vicio consustancial a los grupos pol¨ªticos: que sus cargos p¨²blicos no son ya delegados del pueblo que los eligi¨®, sino porta voces sumisos de la facci¨®n que les propuso concurrir a las elecciones. Ahora bien, para medir la amplitud debida de la dimisi¨®n de nuestro protagonista bastar¨ªa imaginar que lo hoy sabido hubiera sido p¨²blico antes del 6 de junio. Es de suponer entonces que ni su partido se habr¨ªa animado a incluirle en sus listas ni, de lo contrario, los electores habr¨ªan votado a este candidato con la misma alegr¨ªa. De modo que, al conservar su esca?o parlamentario, ?a qu¨¦ sector social representar¨ªa ahora este diputado? Dejemos que el lector, sin esfuerzo, lo adivine.
De donde resulta que el gesto en verdad honroso para el diputado -y para su partido, si lo exigiera- ser¨ªa tal vez la renuncia a su carn¨¦ de militante. Individual y colectivamente, uno y otro est¨¢n obligados ante la ciudadan¨ªa a devolver a la tarea pol¨ªtica y a la concepci¨®n socialista el cr¨¦dito que ellos han contribuido a echar a perder. No es la dichosa cuesti¨®n de la incompatibilidad legal ¨¦ntre la actividad pol¨ªtica y el quehacer privado de los hombres p¨²blicos la primera en importancia. Hay otra incompatibilidad -pol¨ªtica y ¨¦tica- m¨¢s honda y previa que debe ser atendida: la que excluye a ciertas conductas particulares de ciertos proyectos pol¨ªticos. El derecho, la pol¨ªtica... y, desde luego, la ¨¦tica no piden menos de un diputado y de su partido. Pero, a lo que se ve, incluso de quienes se dicen socialistas esto es hoy pedir demasiado.
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