La sombra del ¨¢guila (8)
Confidencias en Santa Helena
A?os m¨¢s tarde, despu¨¦s de Rusia, Leipzig y Waterloo, en Santa Helena y a punto de palmarla, el Enano le confiar¨ªa a su fiel compa?ero de destierro, Les Cases, que en Sbodonovo se le apareci¨® la Virgen. A ver si no c¨®mo se explica uno, Les Cases, que tal y cual estaban las cosas, con el flanco derecho hecho una piltrafa, un batall¨®n que ni siquiera era franc¨¦s cambiara el signo de la batalla, d¨¢ndoles a los rusos las suyas y las de un bombero, o sea, pas¨¢ndose por la piedra de amolar toda una bater¨ªa artillera de piezas de a doce y cuatro o cinco regimientos de infanter¨ªa, pr¨ªncipe Rudolfkovski incluido. Seg¨²n sus ¨²ltimos bi¨®grafos, el Ilustre hac¨ªa estas concidencias mientras clavaba agujas en un mu?equito de cera representando la efigie de su carcelero, sir Hudson Lowe, el malvado ingl¨¦s a quien el Gobierno de su majestad brit¨¢nica encomend¨® el conrinamiento y liquidaci¨®n, en aquel islote del Atl¨¢ntico convertido en c¨¢rcel, del hombre que hab¨ªa pasado 20 a?os jugando a los bolos con las coronas de Europa. All¨ª, en las largas veladas invernales, rodeado por sus ¨²ltimos fieles, el Petit Cabr¨®n pasaba revista a sus recuerdos gloriosos mientras Les Cases y Bertrand tomaban nota para la posteridad. Algunos de sus juicios arrojan luz sobre rincones oscuros de la historia o revelan facetas desconocidas de los personajes. Que si Wellington no era m¨¢s que un sargento chusquero con mucha potra. Que si Murat era un fantasma, lo mismo que Ney una mula de varas, Talleyrand una rata de cloaca y Mettemich un perfecto gilipollas. Tambi¨¦n rememoraba cuestiones m¨¢s ¨ªntimas, como las piernas de Desir¨¦e, por ejemplo; Les Cases, aquello era gloria bendita, mujer de bandera, se lo dice uno que de banderas entiende un rato. L¨¢stima de su marido, aquel Bernadotte, al final se coloc¨® bien, ?verdad? Rey de Suecia, y eso que era un perfecto soplador de vidrio. Los hay con. suerte. En cuanto al pr¨ªncipe Fernando, el hijo de Carlos IV, menudo personaje Bertrand. Mi mayor venganza tras la guerra de Espafia fue devolv¨¦rselo enterito a sus paisanos. ?No quer¨¦is Fernando VII? Pues, ?hala!, que os aproveche. ?Sabe usted, Les Cases, que cuando lo tuve preso en Valen?ay tard¨¦ alg¨²n tiempo en averiguar su estatura real? Siempre entraba en mi despacho de rodillas... Brillante muchacho, el tal Fernando. Creo que ya lleva fusilada a media Espa?a. ?No gritaban vivan las caenas? Pues toma caenas. La joya de la Corona, lo llamaba aquel tipo grande y simpaticote, ?recuerda, Bertrand? Godoy, creo recordar. El que chuleaba a la madre.Al llegar a este punto, rememorando sus a?os de gloria, el Enano miraba el fuego de la chimenea y despu¨¦s le sonre¨ªa a sus ¨²ltimos fieles. Sobre Espa?a y dem¨¢s recordaba haber le¨ªdo algo una vez, mientras esperaba que su caballer¨ªa polaca le despejara Somosierra. Una traducci¨®n sobre el Poema de M¨ªo Cid, o algo por el estilo, Les Cases, resulta dif¨ªcil acordarse bien ahora, con lo que ha llovido desde Somosierra y aquel "conqu¨ªsteme eso" a Poniatowski, ?se acuerda? Los polacos cargando ladea arriba, menudo n¨²mero, con los espa?oles cogidos de trav¨¦s y Madrid a un paso, que todo ten¨ªa que hacerlo uno personalmente, pardiez, as¨ª me luce el pelo. En ese momento, el Ilustre se quedaba pensativo y suspiraba mirando la chimenea. Espa?a. Maldito el d¨ªa que decid¨ª meterme en aquel berenjenal, porque eso ni era guerra ni era nada, una pesadilla es lo que era, con el calor y las moscas, y aquellos frailes con canana y pistoleras, y los guerrilleros caz¨¢ndonos correos en cada vereda, y cuatro baturros con una bota de vino y una guitarra escalabr¨¢ndome a las tropas imperiales las puertas de Zaragoza mientras los ingleses sacaban tajada como de costumbre. Cada vez que miro uno de esos grabados del tal Goya me vienen a la memoria aquellos desgraciados con sus os de desesperaci¨®n, enga?ados por reyes, generales y ministros durante siglos de hambre y miseria, analfabetos e ingobernables, con su orgullo y su furia homicida como ¨²nico patrimonio. Aquellas navajas, Les Cases, que daba miedo verlas. Mis generales todav¨ªa tienen pesadillas donde salen aquellas navajas que hac¨ªan siete veces clic al abrirse. Esos b¨¢rbaros heridos de muerte, cegados por su propia sangre, que a¨²n buscaban a tientas las junturas del peto del coracero para meterle la hoja de dos palos hasta las cachas y llev¨¢rselos por delante, con ellos, al infierno. En Espa?a met¨ª bien la gamba, Bertrand. Comet¨ª el error de darles lo ¨²nico que les devuelve esos fulanos su dignidad y su orgullo: un enemigo contra el que unirse, una guerra salvaje, un objeto para desfogar u indignaci¨®n y su rabia. En Rusia me venci¨® el invierno, pero quien me venci¨® en Espa?a fueron aquellos campesinos bajitos y morenos que nos escup¨ªan a la cara mientras los fusil¨¢bamos. Aquellos hijoputas me llevaron al huerto a base de bien, se lo aseguro. Espa?a es un pa¨ªs con muy mala leche.
En fin. Que all¨ª, en Santa Helena, el Enano segu¨ªa haciendo memoria. A vueltas con los espa?oles y El Cid, la cita era algo del tipo "qu¨¦ buen vasallo que fuera si tuviese buen se?or", y es que hay que fastidiarse, Les Cases, a veces uno_encuentra escritas verdades como pu?os. Una gente como aqu¨¦lla, que hasta las mujeres empujaban ca?ones y tiraban de navaja para degollar franceses, y f¨ªijese qu¨¦ gobernantes ha tenido en toda su desgraciada historia. Mientras el futuro Fernando VII me hac¨ªa la pelota en Valen?ay, sus compatriotas destripaban franceses en las guerrillas o tomaban Sbodonovo a puro huevo, como aquel batall¨®n, ?c¨®mo era? El Segundo del 326 de L¨ªnea. Hermosa jornada, Bertrand, vive Dios, a las puertas de Mosc¨². El ¨²ltimo vuelo del ¨¢guila. A¨²n me parece estar en la colina, respirando el humo de p¨®lvora que sub¨ªa del campo de batalla, etc¨¦tera -en este punto, el Enano torc¨ªa la boca en una mueca nost¨¢lgica y las llamas de la chimenea hac¨ªan danzar en su rostro sombras parecidas a recuerdos-. Aquel olor a p¨®lvora, Les Cases. No hay nada que huela igual. El olor de la gloria.
Y entonces, con la imaginaci¨®n, el Petit Cabr¨®n se trasladaba de nuevo a la colina frente a Sbodonovo, con el campo de batalla extendido a sus pies, reci¨¦n conquistada por Ney la granja en el vado del Vorosik y Sbodonovo en manos francesas por la tozudez de un pintoresco batall¨®n de espa?oles, con todos los mariscales, generales y edecanes aplaudiendo la gesta en el Estado Mayor imperial, extraordinario, Sire, glorioso d¨ªa y dem¨¢s, felicitando al Ilustre como si Sbodonovo lo hubiera tomado ¨¦l personalmente al mando de un regimiento de la Vieja Guardia y no cuatrocientos desgraciados actuando por su cuenta.
-Gran d¨ªa, Sire.
-He-hermosa ge-gesta, Sire.
-Chupado, Sire. Ahora, tomar Mosc¨² lo tenemos chupado.
Y bat¨ªan palmas, plas-plas, mientras acud¨ªan los ordenanzas con champa?a y todo el mariscalato y generalato del Imperio brindaba por la victoria de Sbodonovo haci¨¦ndole de claqu¨¦ al Ilustre. Alonsanf¨¢n, Sire. El zar Alejandro est¨¢ listo de papeles y cosas como ¨¦sa.
Y en esto aparece Murat por la falda de la colina. Las cosas como son: numerero y fantasma s¨ª que era un rato, el t¨ªo, con aquellos rizos y el aire de pr¨ªncipe gitano vestido para una opereta, siempre marcando paquete con los ajustados pantalones de h¨²sar y los zarcillos de oro en las orejas, un chapero de lujo es lo que parec¨ªa aquella prenda del arte ecuestre. Pero entre ¨¦l y Ney sumaban, eso es cierto, el mayor volumen de reda?os por cent¨ªmetro cuadrado de toda la Grande Arm¨¦e. El caso es que estando los mariscales en plena celebraci¨®n en torno al Pe
La sombra del ¨¢guila
tit, aparece Murat negro de p¨®lvora, con la pelliza hecha jirones sobre el hombro izquierdo, tres balazos agujere¨¢ndole el dolman y esa mirada que se les pone a los individuos que acaban de echarse una carrera con el cuarto jinete del Apocalipsis por la boca del infierno, ya saben, maric¨®n el ¨²ltimo y raaas-zacabum, uno se levanta y echa a correr, o espolea el caballo para cruzar los mil metros m¨¢s largos de su vida, sin saber si llegar¨¢ al final o van a picarle el billete a mitad de camino. El caso es que Murat hab¨ªa bajado al valle de Sbodonovo a echarle una mano al 326 de L¨ªnea y ahora estaba de regreso, a¨²n sorprendido de seguir vivo, con un manojo de banderas rusas como trofeo.-Llegu¨¦, vi y venc¨ª, Sire.
Murat no era exactamente lo que entendemos por un tipo modesto. En cuanto a erudici¨®n, nunca hab¨ªa ido m¨¢s all¨¢ de deletrear, no sin cierto esfuerzo, el Manual t¨¢ctico de caballer¨ªa del Ej¨¦rcito franc¨¦s, que tampoco era precisamente la Cr¨ªtica de la raz¨®n pura, de don Emmanuel Kant. "El arma b¨¢sica de la caballer¨ªa", empezaba el manual, "se divide en dos: caballo y jinete...", y as¨ª durante 250 p¨¢ginas. Respecto a lo del llegu¨¦ y vi, Murat se lo hab¨ªa apropiado de un libro de estampas de sus hijos, algo que un general griego, o tal vez fuera romano, hab¨ªa dicho frente a las murallas de Troya, cuando aquella zorra dej¨® a su marido para escaparse con un tal Virgillo, despu¨¦s de meterse dentro de un caballo de madera. O viceversa. Murat estaba muy orgulloso de haber retenido esa frase, que con la de "y sin embargo, se mueve", de aquel famoso condottiero florentino, el general Leonardo da Vinci, inventor del ca?¨®n, constitu¨ªan la cumbre de sus conocimientos sobre literatura castrense y de la otra.
El caso es que Murat lleg¨® a la cima de la colina a lomos de su caballo, que cojeaba con un lanzazo en el cuarto trasero, arroj¨® a los pies del Enano la media docena de banderas rusas que sus h¨²sares y coraceros hab¨ªan recolectado del campo de batalla tras la feroz carga del 326 de L¨ªnea, y dijo aquello de llegu¨¦, vi, etc¨¦tera, con los generales y mariscales mordi¨¦ndose de envidia las charreteras mientras lo criticaban por lo bajini, no te fastidia, Duroc. El ni?o bonito de las narices. Cualquiera dir¨ªa que ha ganado la guerra ¨¦l solo, total por darse una vuelta a caballo por el campo de batalla, cuando eso lo hace cualquier imb¨¦cil. Peste de tiempos, Morand, ya va siendo hora de que la historia aprecie el esfuerzo intelectual que hacemos los del Estado Mayor, como si en la guerra lo ¨²nico importante fuese ir de un lado a otro pegando tiros igual que un vulgar cabo furriel. Y encima va y hace frases, el t¨ªo, menudo enchufe tiene ese cabr¨®n. Me pregunto qu¨¦ habr¨¢ visto el Ilustre en el Rizos para darle tanto cuartelillo. A lo mejor es que, tan guapo y con ese culo tan ce?ido... Ya me entiende, Leloup, aunque no creo yo que el Ilustre navegue a vela y a vapor a estas alturas, me fij¨¦ en la dama rusa que le mamporre¨® usted anoche en el vivac, s¨ª, aquella de las tetas grandes que disfraz¨® de oficial de coraceros para meterla de matute en su tienda. Muy bueno lo de la coraza, Leloup, je, je. Muy logrado. Todos nos percatamos de que le ven¨ªa un poco justa. En fin, que ah¨ª tiene usted a Murat, triunfando con sus rizos y sus banderas y sus veni, vidi, vinci. L¨¢stima que los artilleros rusos no le hayan hecho la raya en medio con una granada del 12.
Mientras los mariscales se transmit¨ªan en voz baja tales muestras de camarader¨ªa militar, Murat desmontaba e iba, contone¨¢ndose, a cuadrarse ante el Enano.
-Misi¨®n cumplida, Sire.
-Me alegro, Murat. Buen trabajo. Glorioso hecho de armas. Una carga heroica y todo eso.
-Gracias, Sire.
El Petit se coloc¨® el catalejo bajo la ceja izquierda para echarle otro vistazo a Sbodonovo. Desde la granja del vado del Vorosik, la divisi¨®n de Ney avanzaba, por fin, tras el hundimiento del flanco izquierdo ruso. Al otro lado del r¨ªo, por la carretera de Mosc¨², las masas de infanter¨ªa del zar se retiraban en desorden, hostigadas por la caballer¨ªa ligera francesa, mientras junto al puente a las afueras del pueblo se concentraban, lentamente, las min¨²sculas manchitas azules del 326 de L¨ªnea tras su incre¨ªble carga a la bayoneta. Aquello era una victoria m¨¢s imponente que la de Samotracia. Satisfecho, el Ilustre esboz¨® media sonrisa, le pas¨® al mariscal Leloup el catalejo y, abri¨¦ndose el capote de cazadores de la Guardia, introdujo una mano entre los botones del chaleco.
-Cu¨¦ntemelo, Murat. Despacito y sin aturullarse, ya sabe. Sujeto, verbo y predicado.
Murat enarc¨® con dificultad una ceja y se puso a contar. Lo nunca visto, Sire. Toque de carga, 1.200 jinetes tarar¨ª-tarar¨ª, o sea, indescriptible, o sea. Y en esto que llegamos junto a los cuatrocientos espa?oles del 326 justo cuanto ¨¦stos est¨¢n a pocas varas de los ca?ones rusos, o sea, como quien dice, Sire, y resulta de que. Dispuestos a ech¨¢rseles encima a puro huevo, Sire, supongo que capta el tono del asunto. Bueno, el caso es que cargamos con ellos, vitore¨¢ndolos por su valor, y ellos nos miran con cara de sorpresa, o sea. Parec¨ªan incluso indignados, como si mismamente fu¨¦ramos a joderles la marrana. No s¨¦ si me explico.
-Se explica, Murat. Con cierta dificultad, como de costumbre. Pero se explica. Prosiga.
Y Murat prosigue narrando con su proverbial fluidez, o sea, Sire, los del 326 no esperaban ning¨²n tipo de ayuda, o sea, dispuestos como estaban a hacer todo el trabajo con sus propias bayonetas. As¨ª, tal cual. Por la cara. Mismamente como si fueran aut¨®matas, Sire.
-Aut¨®nomos, Murat -corrigi¨® el Enano.
-Bueno, Sire. Aut¨®nomos o como se diga. El caso es de que algunos incluso nos insultaban, Sire. "Hijoputas", dec¨ªan, "qu¨¦ hac¨¦is aqu¨ª. A ver qui¨¦n os ha dado vela en este entierro".
El Petit hizo un gesto augusto y comprensivo.
-Es l¨®gico, Murat. Ya sabe lo quisquillosos que son los espa?oles. Honor y dem¨¢s. Sin duda quer¨ªan toda la gloria para ellos solos.
-Ser¨¢ eso, Sire -el Rizos frunc¨ªa el ce?o, no muy convencido- Porque . nos llamaron de todo, o sea, de todo. Y nos hac¨ªan cortes de mangas, tal que as¨ª, con perd¨®n, Sire. O sea. Algunos mismamente nos apuntaron con sus fusiles, como dudando si pegarnos un tiro.
Nueva sonrisa del Enano, a quien las victorias lo volv¨ªan de un indulgente que daba asco:
-Ah¨ª los reconozco, Murat. Sangre fogosa. La furia espa?ola.
Murat asinti¨® sin demasiado entusiasmo. Sus recuerdos sobre la furia espa?ola databan del 2 de mayo de 1808, jornada que vivi¨® como gobernador militar de Madrid y que con gusto habr¨ªa cambiado, a ciegas, por una jornada como gobernador militar en Pap¨²a Nueva Guinea. Por un momento rememor¨® a todas las majas y chisperos meti¨¦ndose entre las patas de los caballos, las viejas tir¨¢ndole macetas desde los balcones, los chuloputas y los jaques de los barrios bajos convergiendo hacia la Puerta del Sol con aquellas navajas enormes empalmadas, listos para acuchillar a sus mamelucos y coraceros. Fue muy comentado el caso de media docena de granaderos libres de servicio que no se hab¨ªan enterado del alzamiento ni de nada, los infelices, y segu¨ªan tranquilamente sentados a la puerta de una tasca de Lavapi¨¦s, bebiendo limonada y dici¨¦ndole piropos a la cantinera, guapa espagnole, si t¨² quegeg yo hasegte muy feliz y todo eso. Con la que se hab¨ªa liado por la ciudad y ellos all¨ª, practicando idiomas. Hasta que de pronto vieron doblar la esquina a unos tropecientos mil paisanos indignados llevando en brazos el cuerpo de una tal Manolita Malasa?a. Cuando, un par de horas despu¨¦s, los compa?eros de los granaderos fueron en su busca, los trozos m¨¢s grandes que pudieron localizar consist¨ªan en 12 criadillas ensartadas con un espet¨®n en la puerta de la tasca. S¨ª. A Murat iban a contarle lo que era la furia espa?ola.
-El caso, Sire -continu¨®- es que cargamos con ellos contra los ca?ones, o sea, de aquella manera, y despu¨¦s, cuando yo reagrupaba a mis jinetes, siguieron corriendo a su aire hacia el pueblo, mismamente detr¨¢s de los rusos, y lo cruzaron de punta a punta, enrollando a dos escuadrones de caballer¨ªa cosaca.
-Arrollando, Murat.
-Bueno, Sire. Arrollando o enrollando, el caso es de que a los rusos se los pasaron por la piedra. Fue, o sea... -el Rizos frunci¨® de nuevo el entrecejo, buscando una frase que resumiera gr¨¢ficamente el espect¨¢culo- Fue osm¨¦rico.
-?Osm¨¦rico?
-S¨ª. Ya sabe, Sire: Osmero. Aquel general tuerto que conquist¨® Troya. El de los elefantes.
(Continuar¨¢)
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