Sof¨ªa
Los napolitanos
Cuando apenas la conoc¨ªa y todav¨ªa no la tuteaba, le pregunt¨¦:-?Es usted napolitana?
Amigos comunes me hab¨ªan dicho: "Es una mujer muy t¨ªmida. Si quieres que se relaje, hazla hablar de N¨¢poles".
-S¨ª, soy napolitana -me contest¨®.
Se levant¨® en silencio, sali¨® de la habitaci¨®n y regres¨® unos instantes m¨¢s tarde con un libro entre las manos. Lo hoje¨® r¨¢pidamente, escogi¨® una p¨¢gina y me tendi¨® lo que result¨® ser La piel, de Malaparte.
-Lea en voz alta -me pidi¨® Sof¨ªa.
"N¨¢poles", le¨ª alzando la voz, "es la ciudad m¨¢s misteriosa de Europa. La ¨²nica en el mundo que no ha perecido como Ilion, N¨ªnive o Babilonia. La ¨²nica ciudad del mundo que no se ha hundido en el naufragio de las civilizaciones antiguas. N¨¢poles es una Pompeya que jam¨¢s ha sido sepultada. No es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie del mundo moderno". Cierro el -libro y lo dejo delante de m¨ª, junto a mi vaso de whisky medio vac¨ªo.
-?Y es en ese mundo en el que usted ha nacido?
-A sus orillas. En Pozzuoll, exactamente. Una barriada entre las m¨¢s pobres de N¨¢poles. Seguro que usted no la conoce.
-No. No la conozco. Pero he o¨ªdo decir, o he le¨ªdo en alguna parte, que la municipalidad de Pozzuoli hab¨ªa mandado poner una placa de m¨¢rmol en la fachada de la casa donde su ilustre conciudadana hab¨ªa pasado parte de su infancia. Con letras grabadas sobre fondo dorado, la placa dec¨ªa: "A Sof¨ªa Loren, que al poner al servicio del arte su belleza y su nobleza de esp¨ªritu, ha prestado a Pozzuoli los destellos de una nueva gloria...".
-Las placas -me dice- est¨¢n bien para los muertos. Todav¨ªa no me ha llegado el turno.
-H¨¢bleme de N¨¢poles. ?Cu¨¢les fueron sus primeros recuerdos?
-El hambre, el miedo y las bombas. Sobre todo las bombas.
-Era usted muy joven en aquella ¨¦poca.
Suprema coqueter¨ªa, su respuesta es sibilina:
-Lo bastante como para creer que todo aquello era normal.
Estaba sentada en un sof¨¢, con las piernas cruzadas. Ten¨ªa unas bonitas rodillas, redondas y duras.
-Cu¨¦nteme, ?c¨®mo eran los napolitanos de la posguerra?
Coge el libro que he dejado junto a mi vaso, lo abre y se pone a leer en voz alta. Me dio la impresi¨®n de que conoc¨ªa el texto de memoria, como una oraci¨®n cientos de veces repetida. "¨ªbamos limpios y bien alimentados, Jack y yo, en medio de la terrible muchedumbre napolitana, l¨²gubre, sucia, hambrienta, vestida de harapos, empujada e insultada en todos los idiomas y dialectos del mundo por los soldados de los Ej¨¦rcitos liberadores, compuestos por todas las razas de la Tierra. El honor de haber sido liberado el primero hab¨ªa reca¨ªdo, entre todos los pueblos, sobre el napolitano, y para celebrar una tan merecida recompensa, mis pobres napolitanos, tras varios a?os de bombardeos y de miseria, hab¨ªan aceptado de buen grado, por amor a la patria, la gloria ardientemente deseada de representar el papel de un pueblo vencido, de cantar y de aplaudir, de saltar de alegr¨ªa entre las ruinas de sus casas, de enarbolar banderas extranjeras, la v¨ªspera a¨²n enemigas, y de lanzar flores al paso de los vencedores".
Sofia pos¨® de nuevo el libro sobre la mesa y, sin dejar de mirarme, me dijo:
-Eso era ser napolitano cuando yo era todav¨ªa una ni?a.
-?As¨ª que esta vez Malaparte no exagera?
-No, esta vez no. El N¨¢poles de la posguerra era as¨ª. Yo creo, como Malaparte, que todo el mundo sabe ganar una guerra, pero que no todo el mundo es capaz de saber perderla. Nosotros supimos. Pero en su sabidur¨ªa -en su muy antigua sabidur¨ªa-, los napolitanos no se arrogaron el derecho a sentirse vencidos. De ah¨ª que celebraran el desastre con una feroz alegr¨ªa. Malaparte se pregunta si eso no era una falta de tacto por nuestra parte. Pero nos dec¨ªamos los napolitanos: si los aliados nos liberaban a bombo y platillo, ?c¨®mo hacer para sentirse al mismo tiempo vencidos? No era posible. As¨ª que ya ve, los napolitanos no nos sentimos nunca ni verdaderamente libres, ni verdaderamente vencidos. Los napolitanos, ?sabe?, siempre hemos sido profundamente esc¨¦pticos. No s¨®lo cuando perdemos una guerra, tambi¨¦n en las batallas que perdemos en la vida.
-En resumidas cuentas, usted es una napolitana salvada por el escepticismo.
-Y por el sentido del humor. La liberaci¨®n de N¨¢poles desencaden¨® el sentido del humor de mis compatriotas hasta l¨ªmites insospechados. Por ejemplo, inventaron un maravilloso chanchullo para no morirse de hambre. Lo llamamos el negocio del negro. Nos asoci¨¢bamos varias familias y nos compr¨¢bamos un negro del Ej¨¦rcito americano. El negro, claro, no lo sab¨ªa. Pero por doscientos o trescientos d¨®lares se convert¨ªa en la propiedad exclusiva de las familias asociadas. Lo que significaba que nadie, excepto los propietarios, ten¨ªan derecho a invitarle a su casa.
-No entiendo... Ese negro, ?a qui¨¦n se lo compraban?
-A la familia que lo hab¨ªa pose¨ªdo anteriormente.
-Pero... ?qui¨¦n fue el primer propietario?
-Pues un genio. Un genio napolitano, ya que hab¨ªa vendido muy cara una mercanc¨ªa que no le hab¨ªa costado nada.
-Y ese negro, ?para qu¨¦ se compraba?
-?Pero no le resulta evidente? Los negros americanos, lejos de su pa¨ªs, de los suyos, y m¨¢s o menos tolerados por sus camaradas blancos, se volv¨ªan locos por la atm¨®sfera familiar de los hogares pobres napolitanos. Se les invitaba a comer, a cenar y tambi¨¦n a dormir si se presentaba el caso. El negro se convert¨ªa r¨¢pidamente en un caro amico cada d¨ªa m¨¢s consciente de los terribles problemas en los que se debat¨ªa la familia que lo acog¨ªa con tanta amabilidad. R¨¢pidamente tambi¨¦n el negro agradecido tomaba la costumbre de llegar todas las tardes a la casa de sus anfitriones con los brazos cargados de v¨ªveres, de botellas de aceite, de leche, de vino, cartones de cigarrillos, ropa, en fin, de todo lo imaginable, y todo ello generosamente escamoteado de los PX [almacenes del Ej¨¦rcito] de su regimiento. Aquellas valiosas mercanc¨ªas eran, naturalmente, revendidas al d¨ªa siguiente en el mercado negro -nunca tan bien llamado- a precios exorbitantes. Un buen negro convenientemente mimado se convert¨ªa en una mina de oro para sus propietarios. Al cabo de unas semanas se celebraba el compromiso del negro con la hija de la casa. Entonces los regalos pasaban a ser suntuosos: medias de seda, perfumes y a veces una sortija de pedida con engarce de piedras preciosas. En pocos meses, la familia de un negro rentable pod¨ªa hacerse rica.
-Pero ?por qu¨¦ negros y no blancos?
-Los negros eran m¨¢s generosos. Se casaban m¨¢s f¨¢cilmente. Adoraban a los ni?os, respetaban a los ancianos y a veces hasta a las muchachas. Eran cari?osos, divertidos y ladrones, aunque no tanto como los napolitanos.
Sof¨ªa me llen¨® de nuevo el vaso vac¨ªo y me dijo:
-Tambi¨¦n hay el reverso de la medalla. Durante la ocupaci¨®n alemana, la gente se jugaba la vida, dando la cara, con honor y dignidad. Nadie -en fin, casi nadie- inclin¨® jam¨¢s la cabeza ante el conquistador. Nadie se vendi¨®, ni hombre, ni mujer, ni ni?o. Se luchaba, sencillamente, para no morir. Era una tragedia de lo m¨¢s cl¨¢sico. Con la liberaci¨®n, las cosas cambiaron mucho. Esta vez se luchaba para vivir. Los fusilamientos, la horca, las torturas, todo eso hab¨ªa acabado. ?ramos libres. Libres para morirnos de hambre. La lucha continu¨® quiz¨¢ m¨¢s desesperada. Porque hab¨ªa que luchar sin descanso, por nada y por todo, por un mendrugo de pan, por un poco de lumbre, por una vieja manta para arropar a los ni?os fam¨¦licos. En aquella ¨¦poca -yo ten¨ªa apenas seis a?os- aprend¨ª que para sobrevivir los hombres son capaces de todas las cobard¨ªas. Se mendigaba por una colilla, se sonre¨ªa humildemente a quien nos insultaba con una limosna...
Un silencio, largo, penoso. Los ojos de Sof¨ªa Loren ya no me miraban a la cara.
-No hay que juzgar mal a mis pobres napolitanos. Podr¨ªan haber sido chinos o guatemaltecos. El hambre, ?sabe usted?, es m¨¢s terrible que la guerra. Mucho m¨¢s terrible. Yo lo s¨¦ muy bien.
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