Arrollados por el tren de la historia
Los colonos judios de Jerico, divididos entre las ganas de ahorcar a Arafat y el presentimiento de que tendr¨¢n que irse
ENVIADO ESPECIAL Lo mejor que puede decirse del rabino Goren es que no tiene pelos en la lengua. En la m¨¢s vieja sinagoga de Jeric¨®, que tiene 1.400 a?os de existencia, el septuagenario l¨ªder religioso de la extrema derecha israel¨ª dice: "Si Arafat pone un pie aqu¨ª (en Jeric¨®), lo ahorcaremos. Y cuando ya est¨¦ muerto, lo colgaremos nueve veces m¨¢s". Tan brutal declaraci¨®n del rabino Goren ante un par de periodistas extranjeros cosecha un nutrido aplauso de la cuarentena de extremistas religiosos jud¨ªos que ocupan esta sinagoga desde que supieron que el Gobierno de Israel est¨¢ dispuesto a devolver el oasis de Jeric¨® a los palestinos.
En este lugar de feroces contrastes que llamamos Tierra Santa el nombre de la sinagoga donde el rabino hace sus belicosas declaraciones aporta una nueva paradoja. El nombre del templo es Paz en Israel, precisamente lo que el Gobierno de este pa¨ªs est¨¢ intentando impulsar en contra de la voluntad de Goren y sus partidarios. ?stos van todos con la coronilla cubierta por la kipa, muchos de ellos lucen luengas barbas y unos cuantos exhiben contundentes fusiles de fabricaci¨®n norteamericana o israel¨ª. Dicen estar dispuestos a utilizarlos contra cualquiera, jud¨ªo o ¨¢rabe, que intente sacarlos de all¨ª.
Viste Goren una levita negra y la larga y blanca barba reafirma su condici¨®n de hombre religioso. Aunque es muy conocido en Israel, no duda en resumir su curr¨ªculum para los periodistas extranjeros. "Yo", dice a grito pelado, 'fui rabino del Ej¨¦rcito israel¨ª durante la Guerra de los Seis D¨ªas. Yo particip¨¦ en la conquista ("liberaci¨®n", corrige sobre la marcha uno de sus partidarios) de Jeric¨®. Sigo teniendo el rango de general del Ej¨¦rcito. En la Guerra de los Seis D¨ªas, yo vi huir a Arafat de Jeric¨® montado en una bicicleta". ?ste ¨²ltimo comentario despierta una gran risotada. Dado el ¨¦xito, Goren lo repite, dando un pu?etazo sobre el Talmud que se aprestaba a leer en p¨²blico cuando irrumpieron los reporteros.
"Estamos aqu¨ª para protestar contra la decisi¨®n del Gobierno de Israel de devolver Jeric¨® a esos mierdas de los ¨¢rabes", truena el rabino. "Jeric¨®", contin¨²a, "pertenece a los jud¨ªos desde que la conquist¨® Josu¨¦ a golpe de trompetas, hace de ello miles de a?os. Jeric¨®, seg¨²n la Biblia, es nuestra segunda ciudad santa, despu¨¦s de Jerusal¨¦n. No podemos regal¨¢rsela a esos mierdas".
Goren vuelve a aporrear el Talmud y prosigue un discurso que ya no es tanto una declaraci¨®n para los periodistas como un mitin para los irreductibles que le apoyan: "Arafat es el Hitler de nuestro tiempo. Si alg¨²n d¨ªa llega a gobernar esta tierra har¨¢ con los jud¨ªos lo mismo que hizo Hitler. Pero no se lo permitiremos. Lo colgaremos de inmediato". Una bandera con la estrella de David contempla impasible una escena cada vez m¨¢s surrealista.
En esta dur¨ªsima jornada solar del segundo d¨ªa de septiembre, la sinagoga Paz en Israel es el ¨²nico lugar de Jeric¨® donde pueden escucharse declaraciones de tal virulencia. Los palestinos -"¨¢rabes" les llamar¨ªa a secas el rabino Goren- siguen oscilando entre la esperanza de que el acuerdo entre Israel y la OLP sea el primer paso para la recuperaci¨®n total de los territorios que el Estado hebreo ocup¨® militarmente en 1967 y el temor que de ese acuerdo sea s¨®lo un espejismo. Los palestinos, m¨¢s que responder a las preguntas del enjambre de reporteros que ha ca¨ªdo sobre su ciudad, formulan en voz alta sus propias dudas.
"?Usted cree que ¨¦sto va en serio?", pregunta un farmac¨¦utico a un c¨¢mara de la televisi¨®n japonesa. El nip¨®n se encoge de, hombros y, en ingl¨¦s, la actual lengua franca de Tierra Santa, responde: "Yo acabo de llegar". Jaldum Ammar, un joven fot¨®grafo de bodas y banquetes, confiesa a un fot¨®grafo de prensa noruego: "Aqu¨ª la mayor¨ªa de la gente est¨¢ muy contenta porque Jeric¨® haya sido escogida como capital de la autonom¨ªa palestina.
Pero esa misma mayor¨ªa teme que si aceptamos lo que ahora nos dan los israel¨ªes, nos quedaremos para siempre jam¨¢s sin tener un verdadero Estado"
La sinagoga Paz en Israel est¨¢ situada a unos dos o tres kil¨®metros del casco urbano de Jeric¨®, all¨ª donde el oasis de palmeras, limoneros e higueras desemboca en las ¨¢ridas redondeces del desierto b¨ªblico de Judea. Una decena de soldados israel¨ªes custodia el lugar. Ni ellos mismos, como confiesa un sargento, saben si es para proteger a los extremistas religiosos encerrados all¨ª o para impedir que hagan locuras. Un despliegue a¨²n m¨¢s importante de soldados cerca la colonia jud¨ªa de Vered Jeric¨®, la Rosa de Jeric¨®.
La colonia, como todas las que siembran los territorios ocupados, est¨¢ emplazada sobre una colina estrat¨¦gica, a las puertas de la ciudad que presume, quiz¨¢ con raz¨®n, de ser la m¨¢s vieja del mundo. La rodean varios c¨ªrculos de alambre espinoso y detectores electr¨®nicos. Tambi¨¦n las hileras de arbolillos y los parterres de flores que los colonos han plantado y miman con esmero.
Eldad est¨¢ regando sus plantas. Su esposa y sus tres hijos han ido a hacer compras a Jerusal¨¦n y ahora ¨¦l comparte su casa prefabricada y su terrenito con su perro, un mont¨®n de periquitos y una docena de gansos. Eldad tiene 34 a?os, trabaja como administrativo en la Universidad de Jerusal¨¦n y ahora apura sus ¨²ltimos d¨ªas de vacaciones estivales. Es delgado y, pese a su edad, su cort¨ªsima cabellera est¨¢ entreverada de canas
"?Mi opini¨®n sobre lo que est¨¢ ocurriendo? Tengo dos respuestas posibles: la primera es que creo que todo esto es bueno para Israel; la segunda es que es evidente que es malo para nosotros, los habitantes de Vered Jericho. Nosotros vamos a pagar el precio de la paz". Eldad hace una pausa para ir a buscar una botella de agua y cuando regresa contin¨²a: "Soy de izquierdas y quiero la paz. Vot¨¦ laborista en las ¨²ltimas elecciones, pero la verdad es que como todo el mundo en Jeric¨®, ¨¢rabes o jud¨ªos, estoy conmocionado por el acuerdo entre Sim¨®n Peres y Arafat. Todo ha sido tan r¨¢pido, tan repentino... Pero si reflexiono me doy cuenta de que ¨¦sto ten¨ªa que ocurrir: nadie puede detener el curso de la historia".
Eldad y su familia se instalaron en la colonia hace seis a?os. "No lo hicimos por razones pol¨ªticas o religiosas, sino porque, aunque parezca una locura, nos gusta este lugar". Elded recorre con la mirada el abrasado paisaje de la colina, el desierto que la rodea y el oasis de Jeric¨® all¨ª al fondo. "Es hermoso, ?no?". Lo es.
La gran mayor¨ªa de las cuarenta familias que habitan la colonia no pertenecen al Gush Emunim ni a ning¨²n otro grupo jud¨ªo ultranacionalista o ultraortodoxo. Son, dice Eldad, "gente normal". ?Resistir¨¢n si el Gobierno de Israel les obliga a desa1ejar el lugar? "No creo que aqu¨ª nadie piense seriamente en resistir. Si tiene que hacerlo, el Gobierno nos expulsar¨¢ f¨¢cilmente. Somos pocos y pesamos poco en este asunto, que es de inter¨¦s mundial", responde el empleado de la Universidad de Jerusal¨¦n.
A unas cuantas casas de all¨ª, Sima, de 38 a?os, casada y madre de tres hijos, confiesa estar 11 aterrada`. Sima limpia los cristales exteriores de su vivienda, casi alcanzada por la bals¨¢mica sombra de un olivo que su marido plant¨® cuando la familia se instal¨® en la colonia hace 11 a?os.
"Es horrible; es como una bomba", dice. "Si la OLP se hace cargo de Jeric¨®, no podremos seguir viviendo aqu¨ª. No habr¨¢ ninguna seguridad para nosotros. Habr¨¢ batallas permanentes entre la gente de la OLP y los islamistas de Ham¨¢s, los ¨¢rabes se desfogar¨¢n de todas sus frustraciones atanc¨¢ndonos a nosotros, a los jud¨ªos".
Sima est¨¢ indignad¨ªsima con el Gobierno israel¨ª. "El Gobierno", cuenta, "nos invit¨® a instalarnos aqu¨ª; nos gastamos un dineral construyendo estas casas; invertimos, miles de horas intentando hacer habitable esta colina... El Gobierno tiene que encontrarnos una soluci¨®n, no puede abandonarnos".
Sima y su esposo trabajan como funcionarios en Jerusal¨¦n, tras haber intentado durante a?os vivir como agricultores en la colonia. Sus hijos, como los de Eldad, van a la escuela construida en pleno coraz¨®n de la colonia, una escuela de muros pintados con personajes de Walt Disney. Pero aunque, a diferencia de su vecino, a Sima le domine la rabia y el miedo, ella tambi¨¦n piensa que no hay resistencia posible. "Tendremos que irnos".
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