Robert Altman da en 'Short cuts' una nueva y bella lecci¨®n de cine
ENVIADO ESPECIAL, El cine de Estados Unidos sigue adue?¨¢ndose d¨ªa tras d¨ªa de las pantallas del Lido. Y esta vez con las mejores armas del cine europeo, el cine lenguaje, que en la bell¨ªsima Short cuts alcanza, gracias al talento literario del escritor Raymond Carver y a la maestr¨ªa del cineasta total que es Robert Altman, la fusi¨®n del documento realista y la ficci¨®n tr¨¢gica, en un tercer y m¨¢gico modelo narrativo.
Hace diez, cuando cruz¨® la frontera de los 60 a?os, edad en la que en Estados Unidos las empresas de seguros que avalan las pel¨ªculas jubilan a mano armada a la imaginaci¨®n, nadie daba un c¨¦ntimo por el futuro profesional de Robert Altman. El viejo cineasta acababa una etapa, pero estaba comenzando otra infinitamente m¨¢s rica.Despu¨¦s de 30 a?os de oficio y otras tantas pel¨ªculas, al patriarca de los cineastas independientes norteamericanos le lleg¨® la hora de sublevarse contra la tiran¨ªa de las oficinas de mercadotecnia que trazan a su antojo el destino del talento humano, y demostrar con zarpazos de iron¨ªa que a la imaginaci¨®n no la jubilan los bancos, sino las arterias.
El viejo calvo se solt¨® la melena hace tres a?os con un ejercicio de juventud, de esa intensa juventud que s¨®lo algunos ancianos alcanzan, en The player, donde, adem¨¢s de romper amarras con los mangoneadores de destinos ajenos, los puso a caldo y los redujo a las cenizas del rid¨ªculo.
Cerrarle la boca a Altman es tarea dif¨ªcil, por no decir imposible. Tiene tan libres las espaldas que en realidad carece de ellas, y esto le permite mirar al mundo tan de frente como s¨®lo saben hacerlo los hombres de ojos cansados, que atraviesan las cosas innecesarias y van desde su deriva al grano, a la vida, a la verdad que hay en los comportamientos necesarios.
Gente as¨ª suele tener pocos amigos, pero buenos y la mayor¨ªa muertos. Uno de los amigos muertos de Altman era un escritor llamado Raymond Carver, que se durmi¨® hace cinco a?os en plena batalla contra los fantasmas del alcohol y que dej¨® detr¨¢s de su definitiva ausencia una hermosa colecci¨®n de relatos en los que indag¨® con dureza formal -fue el que movi¨® los hilos fundacionales de la escuela del realismo sucio- y una generosidad sin l¨ªmites en su amor por la gente insignificante, que es la ¨²nica que significa algo en el ba?o de agua sucia que envilece a la California contempor¨¢nea, convertida as¨ª en met¨¢fora de Occidente.
Ahora, rozando los 70 a?os Robert Altman entra a saco en esa tierna y amarga met¨¢fora de nuestro tiempo para extraer una prodigiosa combinaci¨®n de ocho de los relatos de Raymond Carver y hacer con ellos una obra de apasionante unidad, lograda con toneladas de buen oficio y con un solo soplo ingr¨¢vido de genio cinematogr¨¢fico. La hizo Altman con tanta libertad que no midi¨® su duraci¨®n, y, cuando la pel¨ªcula ya estaba montada, se dio cuenta de que duraba tres horas y diez minutos. Y se dispuso a cortarla para que quedara encerrada en una duraci¨®n comercial convencional.
El tiempo de un suspiro
Pero antes de desenfundar la tijera Altman llam¨® a otro amigo, Jonathan Demme, ese sujeto capaz de convertir en estruendo el silencio de un cordero, y ¨¦ste le alert¨®: "No cortes ni un solo plano". Y la joya qued¨® intacta: su tan larga duraci¨®n es el tiempo de un suspiro de aire libre devorado por nuestros pulmones vac¨ªos y sedientos, de humo hermano.Short cuts es una pel¨ªcula coral llena de innumerables esquinas. Recuerda a la legendaria Nashville, y, de otra manera, a Gran Canyon, de Lawrence Kasdam, pero va mucho m¨¢s lejos que ellas. Es un derroche de sabidur¨ªa completamente poderoso y convertido en un juego de contrapuntos entre palabra e imagen, entre espacios y tiempos, que no tiene parang¨®n por su agilidad y exactitud en el cine reciente.
La facilidad con que Robert Altman reduce a vida la dificultad de vivir es resultado de una perfecta confluencia entre conocimiento y sentido de la fabulaci¨®n, que se salta a la torera esa tramposa forma de imaginar que llamamos fantas¨ªa. Cine adulto, que deja en calzones al impotente cine adolescente que domina esta Mostra.
Es m¨¢s que una pel¨ªcula: es un legado a quienes dentro de un siglo, si es que a nuestra especie le queda tanto plazo de supervivencia, quieran conocer, y reconocerse en ellas, sus fr¨¢giles, dolorosas y sin embargo emocionantes ra¨ªces.
Y es, como el Manhattan murder mistery, de Woody Allen, una devoluci¨®n a la palabra del lugar irremplazable que le corresponde en el cine. A la palabra, no a la palabrer¨ªa. Al verbo, no al coloquio. Poco antes de morir, Joseph Mankiewicz lo dijo en San Sebasti¨¢n, y meses m¨¢s tarde, Billy Wilder en su retomo a Berl¨ªn: el cine est¨¢ perdiendo conexi¨®n con la palabra y esto le condena a la baja estofa del truco visual, a la seudoimagen muda, no porque en ella domine el silencio (que es una forma exquisita de palabra), sino porque lo que domina es la muerte de la voz de la imagen, sin la que no es tal imagen sino un suced¨¢neo sin elocuencia de ella.
Altman, como Allen, abre horizontes al cine contempor¨¢neo. No hace literatura, sino verbo visual, que es muy distinto. Su aportaci¨®n a esta Mostra es, por consiguiente, un asunto mayor, que abre una puerta a la idea de que el arte por excelencia del siglo XX tiene territorio virgen que explorar en el siglo XXI. El repaso que Altman y Allen dan a la mudez mortal del cine europeo tiene el sonido, al mismo tiempo irritante y gozoso, de los timbres de alarma. Hay que insistir: el verbo visual del genuino cine europeo nos lo devuelven, en forma de bofetada, desde Am¨¦rica.
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