El discurso descamisado
A estas alturas no cabe que nos asustemos por la forma que adquiere el debate sobre las ideas y la pol¨ªtica. Si echamos un vistazo a la historia, no se encuentran con demasiada frecuencia pol¨¦micas que merezcan de verdad el nombre de debate. La descalificaci¨®n y el di¨¢logo de sordos son constantes, tanto en el terreno ideol¨®gico de la derecha como en el de la izquierda (valgan por el momento tan escurridizos t¨¦rminos).Desde que comenz¨® la transici¨®n democr¨¢tica en Espa?a, por fijar un momento de referencia, la historia del debate en el seno de la izquierda es la mis ma, al menos en sus momentos m¨¢s destacados. Ahora, en tiempos de crisis (el ¨²nico punto de partida incuestionado es que estamos en crisis) es l¨®gico que se acent¨²e tal caracter¨ªstica. El ¨²ltimo ejemplo de ello es la marejada en torno a las afirmaciones de Felipe Gonz¨¢lez sobre los sindicatos. Manuel V¨¢zquez Montalb¨¢n, en un re ciente art¨ªculo, se refer¨ªa a ellas (EL PA?S, 14 de septiembre). Ese art¨ªculo es un buen ejemplo de c¨®mo una parte de nuestros intelectuales de izquierda abordan la pol¨¦mica.
La teor¨ªa general de V¨¢zquez es la de la victoria de los se?oritos, constituidos en grupo social con intereses objetivos que act¨²an seg¨²n sus necesidades coyunturales, despertando del espejismo que les hizo actuar en un periodo al lado de las fuerzas revolucionarias. Su calidad de hijos de la clase media acaba imponi¨¦ndose sobre su ef¨ªmera consideraci¨®n de progres de los sesenta. Y los sindicatos, el ¨²nico movimiento social realmente existente, se han convertido en el objetivo de sus malvados intereses.
La descripci¨®n tendr¨ªa su gracia si fuera obra de, Fernando Vizca¨ªno Casas. Tiene menos gracia si pensamos en la cantidad ingente de cerebros perezosos que digieren semejante razonamiento para desenmascarar, una vez m¨¢s, la perversa esencia de la socialdemocracia.
Le¨ªdo el art¨ªculo de V¨¢zquez, cualquiera sufre un escalofr¨ªo y tiene la tentaci¨®n de hacer examen de conciencia y repasar si alguna vez ha cometido la tropel¨ªa de poner en cuesti¨®n los sindicatos (antes, lo que no se pod¨ªa poner en cuesti¨®n era el partido). Pasado ese horrible momento, cabe la opci¨®n confortable de encastillarse o bien la de arriesgarse a caer en el infierno de la duda: ?es l¨ªcito discrepar de la acci¨®n de los sindicatos? Hasta V¨¢zquez, as¨ª preguntado, dar¨ªa una respuesta afirmativa. ?O los sindicatos han heredado del desaparecido partido ¨²nico del proletariado la virtud de la infalibilidad?
No se suele negar, en la teor¨ªa, la capacidad de discutir las cosas. Lo que se suele negar es la capacidad de algunos, mediante el sencillo procedimiento de la descalificaci¨®n. Se siembra una idea fuerte: ¨¦stos son unos se?oritos que ya comenzaron a hacer de las suyas en 1914 cuando votaron los cr¨¦ditos de guerra. Despu¨¦s, ya todo es coser y cantar. De modo que plantear, desde posiciones de Gobierno o cercanas al partido del Gobierno, que es posible que los sindicatos puedan estar equivocados ha de interpretarse inequ¨ªvocamente en la direcci¨®n marcada por ese gui¨®n infalible: se quiere exterminar a la clase obrera.
El mismo discurso vale para otros ¨¢mbitos, como la acci¨®n humanitaria en Bosnia (c¨®mplice del imperialismo), la libre elecci¨®n de m¨¦dico (anticipo de la privatizaci¨®n sanitaria) o el sistema de revisi¨®n de las pensiones (que pretende acabar con los viejos).
Este discurso es sordo a la realidad. De nada vale que, por ejemplo, las pensiones se hayan multiplicado en alcance y cuant¨ªa durante los ¨²ltimos 10 a?os, o que los pacientes est¨¦n encantados con que aumente su capacidad de decisi¨®n. Para opinar sobre los sindicatos hay, cada vez, que hacer una declaraci¨®n de principios asegurando que se est¨¢ a favor de su existencia y fortalecimiento. Quien quiera discutir tiene que fabricar una secuencia agotadora de principios. Y si uno est¨¢ etiquetado con lo de se?orito, ya no puede opinar que, por ejemplo, cabr¨ªa discutir si los sindicatos tendr¨ªan que replantearse su posici¨®n respecto a los funcionarios, a los colectivos de grandes empresas o a la distribuci¨®n territorial de las inversiones p¨²blicas.
Si la discusi¨®n se plantea en el seno de los propios sindica tos, ?s¨®lo pueden discutir los afiliados? Los afiliados y los que tengan un impecable curr¨ªculo del partido del proletariado. Desaparecido ¨¦ste (quiz¨¢s s¨®lo por un tiempo), se le adjudica al movimiento sindical (antes era obrero) la virtud objetiva y una extra?a direcci¨®n un¨ªvoca en sus pretensiones, perceptible por los finos analistas, aunque resulte confusa para quienes hablando con sindicalistas descubren matices y posiciones distintas. Este discurso tiene un evidente y voluntario car¨¢cter reduccionista que se refleja en distintos ¨¢mbitos. De cuando en cuando, alguno de sus fabricantes escribe un art¨ªculo en el que se pregunta d¨®nde est¨¢n los intelectuales, un grupo que tiene, al parecer, la funci¨®n social de despotricar. Y Pablo Sebasti¨¢n responde que comiendo con Carmen Romero. La utilidad es evidente: descalificados los comensales de Romero y demonizado el aparato heredero de la guerra del 14, la cohesi¨®n y la firmeza se acentuar¨¢n entre quienes se han visto bendecidos por la magia de la raz¨®n hist¨®rica (a pesar de los horrores, que ellos llaman errores).
Por desgracia para ellos, en este pa¨ªs se ha avanzado en el terreno de la democracia y se puede seguir discutiendo en algunos sitios, se sea o no se?orito. Por desgracia para todos, se hace complicad¨ªsimo discrepar del Gobierno y sus acciones cuando no se pertenece a la m¨¢gica congregaci¨®n. Y si en alguna cosa se est¨¢ de acuerdo, uno cae en el horror de pensar si se habr¨¢ vuelto un se?orito, un traidor o un imb¨¦cil. Hay que gastar muchas palabras, hay que matizar hasta la n¨¢usea las posiciones, y se acaba el espacio en los peri¨®dicos.
J. M. Reverte es escritor y periodista.
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