A trancas y barrancas
"?Qu¨¦ ha sido de la Europa con la que hemos so?ado todos estos a?os? ?Ad¨®nde ha ido? ?Qui¨¦n se la llev¨®? ?Se la llevaron los serbios? ?Se la llevaron los agricultores franceses? ?Los trabajadores de las acer¨ªas polacas? ?Los pescadores espa?oles? ?Nuestros impotentes pol¨ªticos con sus palabras vanas? ?Los muertos en Sarajevo?". Fue Cees Noteboom, el escritor holand¨¦s, quien plante¨® no hace mucho estas preguntas: inquietantes preguntas que surgen de lo m¨¢s profundo de un angustiado coraz¨®n europeo.Europa se est¨¢ entregando otra vez a uno de esos peri¨®dicos arrebatos de desesperaci¨®n. Es la hora del europesimismo. En toda la Comunidad, la opini¨®n p¨²blica parece mostrarse cautelosa con la aventura comunitaria, a los pol¨ªticos les falta convicci¨®n y las instituciones se ven acosadas por las dudas.
El verano de 1993 fue un verano de profundo descontento. Los temblores del terremoto de Maastricht se sent¨ªan todav¨ªa desde N¨¢poles hasta Narvik, el Sistema Monetario Europeo se derrumb¨® repentinamente, el n¨²mero de parados en la Comunidad se dispar¨® a 20 millones, y en Alemania, nada menos, el Tribunal Supremo investig¨® la constitucionalidad del Tratado de Maastricht. Los. pilares del futuro, que eran tan claramente discernibles despu¨¦s de la gran agitaci¨®n europea entre 1989 y 1990, parecieron desaparecer en una neblina de des¨¢nimo, duda y repugnancia.
Si miramos los titulares del mes pasado, el talante general de desaliento parec¨ªa, en verdad, justificado. Pero de vez en cuando viene bien leer libros de historia en vez de titulares. Y los libros de historia cuentan una cr¨®nica diferente. Nos recuerdan que la crisis de Maastricht no es de ning¨²n modo la primera crisis que atraviesa la Comunidad Europea. Hubo otras fases de agitaci¨®n, de estancamiento, de falta de confianza -pero la Comunidad sobrevivi¨® a todas- Y lo que es m¨¢s, cada vez sali¨® m¨¢s fortalecida, m¨¢s unida y m¨¢s decidida a seguir adelante.
?ste fue el caso cuando el general De Gaulle rechaz¨® la solicitud de ingreso brit¨¢nica o cuando paraliz¨® el Consejo de Ministros dejando la silla francesa vac¨ªa. Fue tambi¨¦n el caso cuando Londres, despu¨¦s de ser admitido por fin, exigi¨® una renegociaci¨®n de los t¨¦rminos, o cuando los noruegos se manifestaron en contra del deseo de su Gobierno de solicitar la adhesi¨®n. Y demostr¨® ser una regla fiable en docenas de crisis secundarias. Esta vez no ser¨¢ diferente. Desde sus comienzos, la Comunidad ha avanzado a trancas y barrancas. En los ¨²ltimos tiempos hemos sufrido un serio tropez¨®n. Ahora podemos intentar empezar de nuevo.
El panorama no es ni mucho menos gris. El 12 de octubre, el Tribunal Supremo alem¨¢n dio su sello de aprobaci¨®n al Tratado de Maastricht; entrar¨¢ en vigor el 1 de noviembre. El 1 de enero de 1994 se aplicar¨¢ el Acuerdo de Schengen y eliminar¨¢ los controles fronterizos en nueve de los 12 Estados miembros. Ese mismo d¨ªa, el Instituto Europeo de Divisas contemplado en el Tratado de Maastricht iniciar¨¢ sus actividades. El Mercado ¨²nico funciona desde principios de 1993; el 95% de los decretos necesarios han sido aprobados y est¨¢n en tr¨¢mites de aplicaci¨®n.
La Comunidad no ha perdido tampoco su atractivo. Las negociaciones con Austria, Noruega, Suecia y Finlandia sobre su ingreso en la CE contin¨²an seg¨²n el calendario previsto. Lo m¨¢s probable es que - desemboquen en la adhesi¨®n de estos pa¨ªses en 1995. Entretanto, los suizos, que retiraron su solicitud despu¨¦s de un plebiscito, est¨¢n pens¨¢ndose dos veces si quieren quedarse fuera. Los pa¨ªses de Europa Central y del Este que est¨¢n realizando sus reformas llaman cada vez m¨¢s insistentemente a la puerta, muchos de ellos con intenci¨®n de convertirse en miembros de pleno derecho y no con una mera asociaci¨®n en mente. No es inconcebible el que la Comunidad cuente con 17 o 20 miembros antes de que se acabe el siglo.
A medida que se va calmando la borrasca de Maastricht, es evidente que los dos objetivos b¨¢sicos promulgados por el tratado siguen vigentes: la Uni¨®n Monetaria Europea y la Uni¨®n Pol¨ªtica. Lo cierto es que ahora casi todo el mundo est¨¢ de acuerdo en que ser¨¢ dif¨ªcil cumplir el ambicioso calendario establecido para la Uni¨®n Monetaria. Del mismo modo, una Uni¨®n Pol¨ªtica plena parece una perspectiva m¨¢s remota en estos momentos de lo que pensaban los redactores del Tratado de Maastricht. Pero ninguna de estas nociones ha sido abandonada.
Es probable que la CE salga transformada de la actual crisis. La geometr¨ªa variable permanecer¨¢. No todos los miembros participar¨¢n en todas las iniciativas comunitarias desde el principio, y puede que algunos opten por mantenerse al margen. Sin embargo, eso no es nada nuevo. Siempre ha habido m¨¢s diferencias de lo que la mayor¨ªa supon¨ªa. Lo que importa es que un grupo central, que comprenda el mayor n¨²mero posible de miembros, permanezca unido. S¨®lo un n¨²cleo as¨ª de integracionistas comprometidos puede dar el impulso necesario para proyectar la Comunidad hacia el futuro.
Todas las razones que hace m¨¢s de 40 a?os desencadenaron el proceso de integraci¨®n europea siguen ah¨ª, excepto una: la amenaza comunista. La integraci¨®n europea ha permitido que enemigos ancestrales superaran sus antiguas rivalidades. Es el ant¨ªdoto m¨¢s eficaz contra el ruinoso nacionalismo -y la mentalidad pueblerina en los asuntos econ¨®micos- Constituye el ¨²nico marco significativo para hacer frente a la evoluci¨®n de la regi¨®n de Norteam¨¦rica y la regi¨®n de Jap¨®n y el Pac¨ªfico, un marco para establecer una asociaci¨®n con ellas, pero tambi¨¦n, si es necesario, para defender los intereses de Europa en cualquier conflicto sostenido que surja.
Y ahora hay varias razones nuevas para tejer una Europa unida. S¨®lo la Comunidad puede ofrecer una estructura de acogida para los pa¨ªses de Europa Central y del Este. S¨®lo la Comunidad como conjunto puede satisfacer los deseos y demandas de los agitados millones del litoral meridional del Mediterr¨¢neo. Y s¨®lo la Comunidad en su totalidad puede sacar al continente de la reces i¨®n econ¨®mica, enfrentarse al problema del crimen internacional organizado y ocuparse de los masivos movimientos migratorios, que se convertir¨¢n en una de las cuestiones m¨¢s dif¨ªciles de resolver de las pr¨®ximas d¨¦cadas.
Puede que Europa parezca a los analistas extranjeros un planeta extra?o: eternamente amenazado por la fragmentaci¨®n, arrastrado de un lado a otro por fuerzas de gravedad que se contrarrestan mutuamente, y con demasiada frecuencia, bloqueado en una ¨®rbita. Pero uno podr¨ªa aplicar a la Comunidad Europea las desafiantes palabras que Galileo Galilei murmur¨® supuestamente tras retractarse.: "Y el caso es que se mueve".
Jean Monnet, el padre de Europa, siempre analizaba las cosas a largo plazo. "Los obst¨¢culos se multiplicar¨¢n a medida que nos vayamos aproximando a nuestro objetivo". Nunca se dej¨® vencer por el des¨¢nimo. Y siempre advert¨ªa: "Nada ser¨ªa m¨¢s peligroso que equiparar las dificultades al fracaso". ?Tendr¨¢n los hombres de Estado reunidos en Bruselas la sabidur¨ªa y el valor para seguir adelante con el ¨¢nimo de Monnet?
Depende de ellos el responder a la desesperada protesta de Cees Nooteboom: "?D¨®nde est¨¢ Europa? ?En Bruselas o en Londres? ?En Atenas o en Kosovo? Si todav¨ªa existe en alg¨²n lugar, nos gustar¨ªa que nos la devolvieran; no la Europa de las billeteras y los muros, sino la Europa de los pa¨ªses europeos, todos los pa¨ªses europeos". Parece un eco lejano de las palabras de Jos¨¦ Ortega y Gasset: "Ha llegado la hora de convertir Europa en una idea nacional. Cuanto m¨¢s leales sean las naciones-Estado a su identidad intr¨ªnseca, m¨¢s directamente evolucionar¨¢n hacia un poderoso Estado continental".
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