M¨²sica entre los escombros
A principios de los a?os cincuenta, mientras preparaba el rodaje de Los olvidados, Luis Bu?uel imagin¨® una escena en la que una orquesta sinf¨®nica interpretar¨ªa un concierto entre los pilares de cemento de un gran edificio en construcci¨®n: habr¨ªa sido, contaba ¨¦l mismo, una imagen r¨¢pida e inexplicada, vista muy de lejos, sin conexi¨®n ninguna con la trama de la pel¨ªcula, un fogonazo de imposibilidad en medio del paisaje mon¨®tono de las cosas reales, en la polvorienta desolaci¨®n de un descampado mexicano. Por falta de presupuesto, la escena no lleg¨® a ser rodada, pero yo he vuelto a acordarme de ella al encontrar en este peri¨®dico la foto de un concierto ofrecido hace poco por la Orquesta de Sarajevo entre las ruinas de la biblioteca de la ciudad, que la artiller¨ªa serbia bombarde¨® e incendi¨® el a?o pasado, cumpliendo as¨ª con exactitud, y tambi¨¦n con impunidad, uno de los m¨¢s firmes mandamientos en la ortodoxia de la barbarie, aquel que destina al fuego y a la destrucci¨®n la letra impresa.A Bu?uel lo divert¨ªa la incongruencia visual de los andamios y de los severos chaqu¨¦s negros, de las poleas y los tabiques de ladrillo y yeso fresco y las actitudes ensimismadas de los m¨²sicos frente a los atriles. La comicidad fantasmal de aquella escena que no lleg¨® a existir se convierte en desaf¨ªo y dolor en la foto del peri¨®dico, de modo que en vez de un irresponsable delirio surrealista lo que uno est¨¢ viendo es una afirmaci¨®n de realidad despojada y solemne, un sereno desplante de hero¨ªsmo civil que tiene algo de manifiesto insobornable sobre el valor no s¨®lo de la m¨²sica, sino de la pura dignidad humana, sobre la importancia que puede adquirir, en medio de un cataclismo, la preservaci¨®n de las buenas maneras, de los gestos antiguos, de la delicadeza con que un violonista se inclina sobre su instrumento o la confabulaci¨®n que es preciso establecer entre las inteligencias de un grupo amplio de hombres y mujeres para que la m¨²sica aparezca en el mundo y pueda mitigar o borrar durante unas horas el ruido de la metralla y la servidumbre del odio, del crimen y el terror.
En Madrid, durante la guerra espa?ola, un p¨²blico animoso y hambriento segu¨ªa llenando los teatros y los cines, y la artiller¨ªa franquista arreciaba sus bombardeos justo al final, de las pel¨ªculas, cuando las aceras de la Gran V¨ªa se poblaban de gente y era m¨¢s f¨¢cil lograr una matanza. De pronto, en el Madrid de entonces o en el Sarajevo de ahora mismo, ir al cine o a un concierto es un acto de coraje que roza la temeridad, y tambi¨¦n una estricta declaraci¨®n pol¨ªtica: cuando parece que la brutalidad y la sinraz¨®n lo arrasan y lo pervierten todo, cuando un pa¨ªs entero es aniquilado por los b¨¢rbaros ante la indiferencia absoluta de los civilizados, la destreza de un m¨²sico, su decisi¨®n de tocar entre los escombros de la biblioteca de Sarajevo en la misma actitud que si se encontrara en una sala de conciertos, tienen la potestad de disentir obstinadamente del infierno: una partitura, igual que un libro, puede ser tan ¨²til en la ciudad sitiada como un trozo de pan, tan perentoria como una herramienta.
En un campo de concentraci¨®n del sur de Francia, reci¨¦n terminada la guerra espa?ola, un oficial republicano que no hab¨ªa cumplido a¨²n veinte a?os y- al que sus convicciones libertar¨ªas de higiene le prohib¨ªan fumar cambi¨® su raci¨®n de tabaco por un libro sin tapas que le ofrec¨ªa otro prisionero. El libro result¨® ser El Quijote, y este oficial adolescente, que no lo hab¨ªa le¨ªdo, se entreg¨® a ¨¦l y obtuvo de sus p¨¢ginas lo que m¨¢s necesitaba, un refugio para su dolor de vencido y un impulso para su voluntad de sobrevivir el cautiverio inhumano; medio siglo m¨¢s tarde, aquel militar republicano, Eulalio Ferrer, es un magnate de la publicidad en toda Hispanoam¨¦rica, y ha fundado en M¨¦xico, el pa¨ªs donde se refugi¨® en 1939 sin llevar consigo mucho m¨¢s equipaje que un Quijote con las tapas arrancadas, un museo dedicado a Cervantes, en el que se atesoran todas las im¨¢genes posibles y todas las ediciones que multiplican diariamente por los idiomas del mundo las aventuras de sus h¨¦roes.
Alg¨²n Quijote o alg¨²n Persiles arder¨ªan el a?o pasado en la biblioteca de Sarajevo, pero no es improbable que sobrevivan en la ciudad ejemplares intactos ni que a¨²n queden lectores capaces de ensimismarse en ellos a la luz de las velas o de las l¨¢mparas de petr¨®leo, en las noches de fr¨ªo que ya anuncian el invierno, en el espanto mon¨®tono de un genocidio que nunca termina. El embrutecido cinismo que respira uno cada d¨ªa lo induce a pensar que cualquier cosa vale y que nada tiene ninguna importancia. La verdad, la mentira, la m¨²sica, los libros, los cr¨ªmenes, la basura, el lujo, todo es lo mismo en un aturdimiento moral en el que no hay m¨¢s simulacro de albedr¨ªo que el mando a distancia del televisor y en el que nadie parece inmune a la gangrena de la conformidad. De pronto, una austera fotograf¨ªa vuelve a poner cada cosa en su sitio: los m¨²sicos de la Orquesta de Sarajevo, con sus chaqu¨¦s impecables entre los escombros y sus atriles alumbrados por velas, se mantienen con pesadumbre y hero¨ªsmo en el lugar fronterizo donde los han dejado solos, en el l¨ªmite siempre disputado entre la decencia y la bestialidad. El d¨ªa en que ya no puedan seguir tocando el mundo ser¨¢ un poco m¨¢s inhabitable.
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