La receta del mes
Para preparar la aut¨¦ntica sopa de ojos de ternera es necesario procurarse ojos de ternera frescos en alguna casquer¨ªa o carnicer¨ªa de despojos. Se calculan al menos un par de piezas por persona, de modo que si se quiere sopa para seis invitados son necesarios 12 ojos de ternera, y 20 ojos si la sopa es para 10. Si la cena es ¨ªntima, ya sea un t¨ºte-¨¤-t¨ºte sentimental o cualquier otro negocio, es preferible a?adir un ojo o dos suplementarios, de modo que la sopa se calcule como si fuera para cuatro o para tres. Los ojos, bien lavados al grifo, se cuecen en agua donde ha hervido cebolla. Se a?aden hierbas que no crecen en nuestras latitudes, cuyo nombre gastron¨®mico o bot¨¢nico dejo al lector imaginar. Se sazona. Se agrega alg¨²n condimento. Una vez que aquello est¨¢ cocido, lo que se comprueba hincando en un ojo un tenedor, se retiran los ojos del caldo con una espumadera y se deja que enfr¨ªen en una fuente honda donde no puedan rodar. Se prueba el caldo. Se rectifica de sal. La mitad de los ojos se trocea en rodajas tan finas como sea posible. La otra mitad se conserva con el globo entero, de modo que al sacar la sopera a la mesa cada invitado pueda recibir con el caldo un ojo intacto, a la manera de la yema de huevo en el consom¨¦. Se sirve en taz¨®n.Como puede apreciarse, el proceso culinario de la sopa de ojos de ternera no es demasiado complicado. La misma sopa existe en bote. Ya supondr¨¢ el lector que se trata de un plato ex¨®tico, que no forma parte de la tradici¨®n gastron¨®mica de ninguna de nuestras autonom¨ªas, ni aun de las m¨¢s violentas, ni aun de las m¨¢s refinadas. Es una sopa cruel, en el ¨¢mbito opuesto a esa sopa humanista, ilustrada, europea, que es la sopa de letras, donde los ni?os se inician al arte de la imprenta y a la carrera de periodismo. En los libros orientales de cocina la sopa de ojos frescos de ternera ser¨¢ sin duda una receta breve, resuelta en tres o cuatro elegantes pinceladas. En mi recuerdo es otra cosa. Era el oto?o esplendoroso de alerces y abedules en el Nuevo Mundo cuando aquella inmundicia apareci¨® en mi plato en un restaurante chino de Canal Street. En mi descubrimiento personal de Am¨¦rica, all¨¢ por los setenta, figura ante mis ojos estupefactos la sopa de ojos frescos de ternera que me ofreci¨® Nueva York. Escribo estas l¨ªneas dejando muy atr¨¢s el 12 de octubre, probablemente impregnado por la nostalgia de Am¨¦rica, mientras el barco de la memoria navega solo. Aquel descubrimiento nos condujo de las islas del tabaco al continente de Marlboro. Estados Unidos es algo m¨¢s que un pa¨ªs. Es una torre de Babel. Es una torre de platos apilados en un fregadero. Quiz¨¢ sea esa imagen simult¨¢nea de abundancia y desperdicio la que mejor corresponde a nuestra civilizaci¨®n.
Me han hablado de un restaurante en St. Louis, Misuri, que sirve habitualmente estofado de carne de le¨®n. Supongo que ser¨¢ le¨®n de criadero. Viajar por Estados Unidos consiste en descubrir esas cocinas b¨¢rbaras que florecen en la misma cuna del imperio. Hay que entrar en lo m¨¢s oscuro y f¨¦tido de los pantanos de Luisiana para probar el escabeche de cola de cocodrilo, carne blanca, fibrosa, alimonada, macerado en ollas de acero inoxidable fabricadas en Taiwan. Y es necesario llegar a Chocolate Mountains, monta?as de ese color, casi en la raya con el Estado mexicano de Sonora, para echarse unas cervezas delante de un plato de chipulines, esos min¨²sculos saltamontes de vuelo azul, ojos negros y abombados, cuerpo de m¨¢quina segadora, fritos y salados, que al paladar tienen el gusto a yodo de la crema de n¨¦coras y la consistencia de las pipas de girasol.
Y considera el autor que no hay comida ex¨®tica que no inspire el temor a morir envenenado o al menos a sufrir una transformaci¨®n de identidad. Digerir cocodrilo es algo as¨ª como cruzar un umbral inici¨¢tico para pertenecer al clan del cocodrilo lo mismo que el cristiano digiere el cuerpo de Cristo para pertenecer a Su clan. Es posible que una dieta regular de saltamontes provoque un fen¨®meno alucin¨®geno, y uno se sienta plaga, y su cuerpo se agite como el de Behemoth, aquel animal m¨²ltiple, plural c¨®mo un hormiguero, cuyo cuerpo era el cuerpo simult¨¢neo de infinitos animales. El oto?o culmina el D¨ªa de los Difuntos. Cuando llega el 1 de noviembre los ni?os mexicanos mordisquean calaveras de dulce, lo que equivale a roer el cr¨¢neo del abuelo. El esp¨ªritu de los antepasados se asimila por v¨ªa digestiva. Nosotros sacamos ese d¨ªa a la mesa huesos de santo, osamentas imitadas de nuestros panteones, reliquias de crema y nata que apenas disimulan con una alusi¨®n cristiana la misma ceremonia de antropofagia familiar. En t¨¦rminos m¨¢gicos somos lo que comemos, cocodrilo, saltamontes o herederos de todo el santoral. En Espa?a, nuestro animal tot¨¦mico es el toro, y eso explica la exquisita afici¨®n de comer sus criadillas rebozadas, empanadas o rehogadas con ajo y perejil, y abundan los restaurantes donde preparan un estofado triunfal con el rabo de las mejores corridas (como sucede con los vinos de La Rioja, tambi¨¦n hay rabo de divisi¨®n de opiniones y rabo vulgar).
Pero volviendo a mi sopa del principio, ?cu¨¢l fue el efecto de la mirada vidriosa, redonda y femenina del ojo de ternera en caldo chino? Intento recordarlo. Era un antro miserable, con servicio en mesas colectivas y clientela esc¨¦ptica, cuyo idioma era un sonido similar a un gorgoteo. La cocina era un infierno con breves llamaradas entre nubes de vapor. Comulgu¨¦ una rodajita del ojo laminado. Su textura era el¨¢stica con cierta tendencia enojosa a quedarse adherida al paladar. Prob¨¦ el caldo, sab¨ªa a esp¨¢rragos verdes. Apart¨¦ con delicadeza el ojo intacto utilizando la cucharita de porcelana. El ojo gir¨® sobre s¨ª mismo y me mir¨®. Era una pupila con el iris fragmentado, de un matiz verde cocido. Fue un instante. Toda la miseria de Manhatan estaba en aquella mirada suplicante que ped¨ªa compasi¨®n. Me contemplaba desde su sufrimiento, un m¨¢s all¨¢ caldoso, el alma de un difunto reducido a la m¨ªnima expresi¨®n. Si en Nueva York escasean las terneras, ?se prepara aquella sopa con ojos de pordiosero? Fuera de aquel tugurio, ?se sirve al clausurar los congresos de oculistas en un banquete ritual? Comerse un ojo puede ser un desaf¨ªo, un acto de amor o de delirio, pero comerse una mirada es otra cosa. Dej¨¦ la cucharilla. Apart¨¦ el caldo. El ojo y yo nos despedimos para siempre. Me levant¨¦, pagu¨¦ el d¨®lar que me cost¨® la experiencia a tiempo de ver al m¨¢s gorgoteante de mis vecinos recuperar disimuladamente mi taz¨®n.
(Una mujer de grandes ojos verdes y voz blanca escucha lo que le digo. Hay crisis, el d¨®lar ha subido, Broadway es una gigantesca calle de la Montera. Pero a ella no le asustan los men¨²s extravagantes, ni tiene miedo a que la siga por las calles del imperio el ojo de los mendigos. Despu¨¦s del mes de los muertos quiere ir en diciembre a pasar una semana a esa pesadilla de resucitados, ese hormiguero de pap¨¢s Noel y ofertas navide?as, esa Babilonia de hambre, museos y papel regalo que es Nueva York).
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