El regreso de Alejandro Barcelona
?Lo ven? Ese hombre en cuya mirada se adivina un pasado, como se dec¨ªa en las novelas malas, era aquel que no hace tanto sal¨ªa triunfando en las revistas: un ganador, ?recuerdan? Squash en la silueta, mand¨ªbula segura, seducci¨®n en los labios y una mujer -pincel siempre a su lado, vestida en las boutiques de Lista y apestando a Armani desde las 9 de la ma?ana (?Por qu¨¦ no les dir¨¢n desde el colegio a las madrile?as que hay perfumes para por la ma?ana y perfumes para por la noche, y que no son los mismos?)-.S¨ª, es el "sino veterano de las gloriosas campa?as en que volvimos a correr las fronteras del mundo conocido: las pistas de Candanch¨², las colinas de Montmartre y los desfiladeros de Portobello, en los a?os setenta, y Nueva York, India y Santo Domingo, adem¨¢s de Cuba, Praga y Mosc¨² cuando cay¨® el Muro. Alejandro Barcelona, que as¨ª se llama el hombre con ojeras, fue uno de los primeros espa?oles en codearse con naturalidad en los hoteles con ingleses y alemanes, desde la ¨¦poca, quiz¨¢, de los virreyes, y de alguna forma oscura, informulada, gris, siente por ello un puntiagudo orgullo. Esta satisfacci¨®n racial lleg¨® a la cima con las 13 medallas de oro en Barcelona (el oro m¨¢s caro de la historia), que Alejandro vivi¨® como un triunfo personal; trampas de la fon¨¦tica. Y luego, s¨²bitamente, el abismo.
Por eso hay que ser tolerantes. Si Alejandro le pita con desesperaci¨®n al coche que tarda en ' arrancar delante, si ya no se afeita cada cinco d¨ªas (la moda marca tres), si ha vuelto a fumar, ?y a fumar negro!, si gru?e... tengamos en cuenta que este es el primer a?o, en los ¨²ltimos diez, en que a estas alturas del curso Alejandro no tiene ya reservas para dos en Courchevel, o Gstaad, o Cortina... ni siquiera en Baqueira Beret.
Ha luchado, pues, para aparcar el coche, sin saber que Madrid ha cambiado mucho desde entonces y que Galileo es la calle m¨¢s dif¨ªcil de todo el Mediterr¨¢neo Occidental. Residente en los ¨²ltimos a?os en un piso geom¨¦trico de Capit¨¢n Haya, un amueblado con derecho a charquito en un n¨²mero alto del Paseo de la Habana, y un adosado de 87 metros repartidos en tres plantas con jard¨ªn (eso fue con Rita, la ¨²ltima chica-pincel, sali¨® mal), Barcelona ha olvidado ya lo que es intentar aparcar un coche a las siete de la tarde en Arg¨¹elles. A esa hora todos los lobos vuelven al tiempo a la manada y codician un sitio junto al fuego, o lo que es lo mismo, junto a la televisi¨®n, junto al concurso.
Alejandro frena ahora la marcha, pese a que va en bajada, pues algo le dice que debe retrasar lo m¨¢s posible su vuelta, incluso ahora que ya es demasiado tarde. Algo: las ancianas que se agrupan en las puertas a charlar (ya pronto sacar¨¢n las sillas de paja), el olor a romano de los calamares que escapa de los bares, los soniquetes televisivos que caen de los balcones... Barcelona sabe que si entra en aquel portal que se adivina, aqu¨¦l, frente al banco de madera, si cruza el primer rellano y llega al primer patio, si llega hasta la corrala y respira su olor inolvidable, si mira la ropa tendida a la vista de todos y escucha los gritos: "?Pacaaa!"
Sabe que si llama a casa de sus padres -si llama hoy, que no es domingo, ni Navidad, ni el D¨ªa de la Madre-, y entra, y se deja besar, y permite que le lleven como si no conociera el camino; y si acepta que su madre le deshaga la maleta que le viene pesando un quintal desde Islas Filipinas (donde ha tirado el coche en un paso de peatones); si luego vuelve y se sienta, e intenta sonreirle a su madre y no ver los ojos gachos de su padre, que llegaron a estar tan orgullosamente enga?ados no hace tanto; si luego se sienta en el tresillo y acepta mirar, mirar el concurso -el premio es una semana para dos en el Caribe, sonr¨ªe con tristeza-; si acepta todo eso, luego ser¨¢ mucho m¨¢s dif¨ªcil volver a salir. Y acepta, claro. Qu¨¦ va a hacer.
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