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Tribuna:
Tribuna
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La memoria lo herida

La luz directa y brusca te da?ar¨ªa, pensamiento. Primero has de atravesar las subterr¨¢neas galer¨ªas de la apariencia y de la falsedad. Ahora ya hemos llegado al centro de Mosc¨². El atestado vag¨®n se vac¨ªa en el d¨¦dalo de la estaci¨®n Oj¨®tnyi Ryad, que antes ostentaba la sagrada denominaci¨®n de Prospekt Marksa o Avenida de Marx, tan cercana al Bolsh¨®i y a la plaza Roja. Oj¨®tnyi Ryad es uno de los tent¨¢culos del complejo rompecabezas de siempre trotados pasillos que, en pleno centro, une a ¨¦sa y otras estaciones, algunas con nombre nuevo. Sin embargo, la cuesti¨®n del cambio de apelaci¨®n no es cosa f¨¢cil en pa¨ªs alguno, y menos en tiempos de galerna pol¨ªtica: es menester negociar s¨ªmbolos y nostalgias, odios e intereses. En Rusia se opta a veces por el curioso aunque vergonzante compromiso de conservar el nombre antiguo en el subsuelo (as¨ª las estaciones Krop¨®tkinskaya o Biblioteca Lenin) y de mudarlo en la superficie: de ah¨ª las disputas actuales para rebautizar la gran biblioteca capitalina, que a¨²n conserva ese inc¨®modo marbete, a guisa de b¨²nquer abandonado a todas las rapi?as e incurias.Antes de alejarme del and¨¦n quiero cerciorarme del sino del infortunado que ocasion¨® la huida en masa del vag¨®n contiguo. El hombre sigue inc¨®lume en su lugar, aunque ahora no est¨¢ solo. Dos o tres mujeres de piernas hinchadas, cargadas de maletas y bultos atados con inimaginables cuerdas, no han conseguido acomodo en ning¨²n otro vag¨®n, con lo que han optado por aposentar sus personas y bagajes sobre el mancillado suelo, api?adas en el ¨²ltimo extremo de una esquina. Las mujeres van mirando al vac¨ªo. Pero al hombre doblado sobre s¨ª mismo no le importuna nadie. Su figura parece un signo de interrogaci¨®n plantado en el subterr¨¢neo: es una pregunta dirigida no se sabe a qui¨¦n, si a vasallos o se?ores, y una demanda que nadie sabe traducir con certeza. Quiz¨¢ el viajero se despierte al llegar el tren a la ¨²ltima estaci¨®n de la l¨ªnea, y alg¨²n bronco miliciano o una de esas mujeres-sargento empleadas en el metro le hagan descender a golpes. Su destino pender¨¢ entonces de la balanza de la arbitrariedad que en Rusia decide en todos estos casos. ?Parasitismo, des¨®rdenes, da?o a la propiedad p¨²blica, conducta antisocial ... ? Es harto improbable que esas minucias alteren la vida del hombre; pero hubiera sido m¨¢s seguro para ¨¦l tomar la l¨ªnea circular del metro: ¨¦sa es la que, sin principio ni fin, acarrea durante todo el d¨ªa, hasta el cierre, a la una de la ma?ana, su acostumbrada sobrecarga de mendigos, borrachos, prostitutas viejas, desocupados y, en general, gentes que han hecho del metro su precaria vivienda diurna. Por la noche se refugiar¨¢n en las estaciones, y quiz¨¢ nuestro hombre vaya a dar a alguna de ellas. Quiz¨¢ -fabulo- vaya a la estaci¨®n de Kurks, adonde llegan los trenes del C¨¢ucaso con uno o dos d¨ªas de retraso. En los s¨®tanos de esa estaci¨®n unos pocos miembros de la asociaci¨®n M¨¦dicos sin Fronteras han conquistado a dentelladas unos metros cuadrados para atender a toda esa multitud doliente. La mafia local se ha prometido desalojarlos cuanto antes para instalar quioscos de bebidas, y quiz¨¢ el pasajero dormido pase a engrosar la cifra de los 300 muertos que s¨®lo en esa estaci¨®n se recogieron el pasado a?o. Pero, como all¨ª tambi¨¦n nacen ni?os, el intercambiable material humano se compensar¨¢ muy pronto.

Enfilo uno de los largos corredores del metro, y el hombre doblado sobre s¨ª mismo, el hombre interrogante, se va filtrando por alg¨²n sumidero de mi memoria. Contemplo el zoco subterr¨¢neo m¨¢s propio al fin de la nueva Rusia que de un mal imitado y peor aclimatado Occidente. Se trata ahora de un zoco de papel: peri¨®dicos, libros, revistas, calendarios de pared y de bolsillo, planos de la ciudad, callejeros con direcciones y tel¨¦fonos ¨²tiles para diversos usos. (Hace ya muchos a?os que se public¨® la ¨²ltima gu¨ªa telef¨®nica, inexacta y parcial, de Mosc¨²). Y por doquiera aparece al fin la extraordinaria novedad del papel impreso: lo que los rusos llaman er¨®tika para distinguirlo, por ahora al menos, de la porngrafiya. Se trata de unos peri¨®dicos amplios, como alas primitivas de una libertad de prensa con tartamudo vuelo que se enfrenta con dos obst¨¢culos. Uno es el del abastecimiento de papel y dem¨¢s cuestiones t¨¦cnicas; el otro escollo, el antropol¨®gicamente m¨¢s relevante, es la ausencia de un lenguaje galante o al menos libertino en la tradici¨®n literaria rusa. Entre la m¨¢s soez groser¨ªa (mat) y la latinizante terminolog¨ªa m¨¦dica o anat¨®mica parece no haber nada. Un c¨®digo galante est¨¢ hecho de s¨ªmbolos y de met¨¢foras, como un zigzagueante camino en que la astucia del arte despliega un abanico que embauca y burla la convenci¨®n. La gran literatura rusa, sin embargo, no ha creado esas cumbres de emoci¨®n y sapiencia sensual que son Les liaisons dangereuses, de Laclos, o ciertas [pocas] p¨¢ginas de Sade, febrilmente traducido hoy al ruso, con m¨¢s inter¨¦s por la documentaci¨®n y cat¨¢logo carnal que por los estallidos de genio de su prosa. Los rusos se engolfan en esas p¨¢ginas con fruici¨®n y un tanto de extra?eza. Si las pasiones humanas son las mismas por doquiera, se preguntar¨¢n, ?por qu¨¦ nadie ha escrito en ruso nada parecido? Quiz¨¢ el cristianismo de tinte mis¨®gino (lo galante es, a la postre, una corte de amor de la dama), mon¨¢stico y masoquista de los inicios y la sociedad patriarcal a la que pertenec¨ªan, como nobles, la mayor¨ªa de los grandes cl¨¢sicos rusos explique en parte esta carencia, abstracci¨®n hecha de composiciones clandestinas y de un peque?o intento de prosa erotizante a comienzos de este siglo. As¨ª, y a pesar del g¨¦nero en que es habitual incluir Anna Karenina, el lector hallar¨¢ que su lenguaje amatorio es propiamente plano, sin el innuendo de las grandes novelas de adulterio decimon¨®nico, como Madame Bovary, La Regenta o O primo Bazilio. Por todos estos motivos, la proliferaci¨®n de estas revistas (er¨®tika) constituye un aut¨¦ntico tesoro hist¨®rico a la par que filol¨®gico. Mediocres fotograf¨ªas de una modelo desnuda suelen ocupar en blanco y negro la primera p¨¢gina, pero el estudioso ha de fijarse en la abundante literatura del interior: narraciones licenciosas, confesiones variadas -ficticias unas, y otras con el extra?o marchamo de la autenticidad-, cartas de lectores exponiendo dudas y requiriendo consejos. El gusto de los rusos por la palabra antes que por la imagen parece comprobarse aqu¨ª. Y es que el lenguaje cruje literalmente en la tensi¨®n entre la locuacidad burda y la respetabilidad que los editores parecen exigirse: la terminolog¨ªa latinizante suele ganar la partida en confesiones y cartas. Los viajeros se detienen y observan atentos las portadas; despu¨¦s preguntan el precio. En Rusia casi todas las publicaciones peri¨®dicas portan la se?al dogov¨®rnaya tsen¨¢, o sea, precio a convenir, y debe ser no parco el traj¨ªn de ponerse de acuerdo cada d¨ªa por la ma?ana a la hora de fijar los 200 a 500 rublos que despu¨¦s se exigir¨¢n uniformemente por cada mercanc¨ªa de papel en todo Mosc¨². Otras publicaciones er¨®ticas, occidentales, h¨²ngaras o polacas, ofrecen un pol¨ªcromo contenido en tenderetes aparte, o los vendedores ambulantes las extraen de mugrientas bolsas. Pero ese escaparate anat¨®mico, carnal, afluyente, distinguido, es cosa de gran lujo: los comerciantes exigen 200 rublos s¨®lo por hojearlo un instante y tocarlo con las manos. Adem¨¢s, pena perdida: el texto no se entiende. As¨ª, los hombres y mujeres se arraciman alrededor de Vida Privada, M¨¢s, Mister X y otras. Su actitud es absolutamente serena y pragm¨¢tica: se vende, luego se compra; y no se percibe ning¨²n gesto de repulsa p¨²blica en las personas de m¨¢s edad. La escena es harto notable, pues la pudibunder¨ªa absoluta en la palabra escrita (aunque no en los comportamientos) ha sido una constante en la Rusia sovi¨¦tica: ?qu¨¦ decir ahora de este fen¨®meno? Los conocidos estudios de Mija¨ªl Stern

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sobre la vida sexual en la URSS o las m¨¢s recientes cr¨®nicas de Adrian Geiges y Tatiana Suv¨®rova parecen desmentirse ahora en punto al "victorianismo" y gazmo?er¨ªa de este pueblo. As¨ª, la ruptura del tab¨² de lo escrito no ha comportado una febril carrera tras engendros parecidos a la zafiedad hispana del destape en las postrimer¨ªas de la dictadura franquista.O O O quiz¨¢ sucede que el tab¨² de lo escrito no era tal tab¨², sino algo artificialmente decidido. Al fin y a la postre, la depresi¨®n verdadera es la represi¨®n de conductas, y no de esa palabrer¨ªa de hambrientos que siempre tienen el pan en el seso y en la lengua por no tenerlo en el est¨®mago. Por otra parte, las sociedades agrarias no suelen conocer el tipo de represi¨®n que, como categor¨ªa de an¨¢lisis, se ha popularizado en Occidente. ?Por qu¨¦ iban a conocerla todos esos campesinos inurbados que constituyen la gran mayor¨ªa de la poblaci¨®n rusa de hoy? No hay miedo al cuerpo ni gazmo?er¨ªa ciudadana; no hay, por supuesto, ninguna r¨¦mora eclesi¨¢stica a vencer. Por eso, con sus chaquetas de mangas siempre demasiado largas o demasiado cortas, con sus sandalias de correas, como las del hombre interrogante del vag¨®n, veremos a todos los lectores de er¨®tika enfrascarse pensativos en esa lectura, como lo har¨ªan con cualquier peri¨®dico de prestigio. Vida Privada y el ponderado Nezavisimaya Gazieta, o sea, peri¨®dico independiente, con su tacitiano ep¨ªgrafe sine ira et studio, se dan la mano en los ojos del mismo lector.

Mas el iconostasio de revistas y peri¨®dicos, calendarios de pared y anuncios varios tiembla ante una de esas repentinas r¨¢fagas de Viento propias de los suburbanos. ?Se tratar¨¢ quiz¨¢ del traj¨ªn de esa banda de m¨²sicos ambulantes que se instala con sus cachivaches en uno de los m¨¢s laber¨ªnticos cruces? S¨ª, eso es: existe la fogosidad humana que se transmuta en a¨¦rea. Los viandantes, ¨¢vidos siempre de novedad en una sociedad cuyos amos jam¨¢s consideraron el esparcimiento como una esencial necesidad humana, se agolpan en torno a esos hombres gordos y tatuados. Al fin, los reci¨¦n llegados comienzan a desgranar una m¨²sica tosca, a medio camino entre el Jazz y el m¨¢s amorfo rock. El p¨²blico joven les jalea, y sus camisetas, al gunas con retratos estampados de Madonna y Michael Jackson, vibran sudorosas al comp¨¢s del agrio sonsonete. Los rusos exteriorizan muy pronto sus peque?as alegr¨ªas: enseguida van posando las bolsas sobre el inmundo suelo y empiezan a batir palmas con entusiasmo, y a mecerse de brazos y piernas sin diferencia de edad. El Occidente es implacable al enviarles su bazofia: el f¨¦ismo, adem¨¢s, se multiplica con la adoraci¨®n de lo lejano y tal vez inalcanzable, el American way of life, Sting, los tejanos aut¨¦nticos, Eros Ramazzoti, las hamburguesas..., todo eso que s¨®lo una intelligentsia compungida sabe colocar en su justo rinc¨®n. El efecto perverso de la propaganda comunista ha sido ¨¦ste: lo denostado ha de ser lo incondicional mente bueno, pues la polaridad de la mente humana no parece admitir otra cosa. El ¨¢lgebra del mundo moral, sin embargo, es infinitamente m¨¢s compleja, y dos embustes de distinto signo s¨®lo muy de tarde en tarde generan una verdad. Mas se trata de un caso imprevisible por in calculable. As¨ª, Lenin y Madonna, Marx. y Tina Turner se funden en Rusia en la podredumbre y el desamparo, en nupcias de fealdad y maldad, cuando la anomia de la poblaci¨®n intenta conciliar lo inconciliable para abrigarse ante la falta de c¨®digos y, el m¨²ltiple naufragio de su vicia cotidiana.

Emedo aturdido del metro y subo la ancha cuesta que une la plaza del Bolsh¨®i con la Lubianka, antes plaza Dzerzhinski, aunque el lenguaje popular nunca lleg¨® a adoptar de pleno esa denominaci¨®n. Frente al amarillento edificio del KGB se alza la imagen que ha dado la vuelta al mundo y que tantas esperanzas y perplejidades ha concitado. Se trata del z¨®calo vac¨ªo sobre el que alzaba su humanidad funesta el "bello Rafael adolescente", "el caballero de la revoluci¨®n" F¨¦lix Dzerzhinski, experto en torturas y organizador, junto con Lenin, del universo concentracionario sovi¨¦tico. Una m¨ªnima cruz de madera, puesta un d¨ªa y quitada otro, testimonia en el truncado monumento del zigzagueante n¨²cleo de tiniebla del esp¨ªritu humano. Lo mismo cabe decir de las inscripciones espont¨¢neas que van ornando el pedestal. Es como si, al desprenderse de ese sat¨¢nico fetiche, el moscovita sintiera un atenazador recelo. ?C¨®mo ha sido posible derribar esa mastod¨®ntica estatua? ?Qui¨¦n fue el primero que se puso manos a la obra y desencaden¨® as¨ª a toda aquella multitud que particip¨® en la inesperada catarsis? Son muchos los misterios en este comportamiento inici¨¢tico por parte de un pueblo que tantos observadores han tildado y tildan de ap¨¢tico y pasivo. Y son bastantes tambi¨¦n los que, dentro y fuera, se. devanan la cabeza buscando justificaci¨®n para conservar todas las estatuas, porque, a la postre, a nadie molestan y lo que representan forma parte de la historia del pa¨ªs. ?Qu¨¦ poco ingenio el de todos esos nost¨¢lgicos vergonzantes! Veamos: en 1570 N¨®vgorod fue arrasada en una de las m¨¢s s¨¢dicas carnicer¨ªas perpetradas por Iv¨¢n el Terrible, pero aquella memoria hist¨®rica no desempe?a ning¨²n papel en la vida de sus actuales habitantes: un sentimiento de buen tono y mejor gusto no aconsejar¨ªa, con todo, levantar all¨ª una efigie a ese zar. Pero las estatuas de Sverdlov -sustituida por una gran cruz hincada en el mismo sill¨®n del pr¨®cer-, Stalin, Lenin, Dzerzhinski... ?de veras no molestan a nadie hoy? ?Acaso no se han tenido que pasear entre ellas los millones y millones de seres directa o indirectamente marcados por su vesan¨ªa? Ciertamente que existe una historia gloriosa del crimen, la que en Espa?a, por ejemplo, ha vetado los monumentos y las calles dedicadas a Bartolom¨¦ de las Casas, mientras genocidas reconocidos como Pizarro y Cort¨¦s cuentan con inn¨²meros recuerdos en plazas, avenidas y jardines.

Sacudo esas consideraciones intempestivas sobre un lejano pa¨ªs y vuelvo a asombrarme de la riqueza de libros y de las recent¨ªs¨ªmas ediciones de cl¨¢sicos expuestas en los tenderetes que rodean la librer¨ªa Knizhnyi Mir. Como sucede en las farmacias en rubios, lo mejor est¨¢ afuera, esta vez con vendedores ambulantes o sedentarizados ah¨ª, corteses y entendidos. Sobre una mesilla llena a rebosar de vol¨²menes de historia rusa encuentro un ejemplar del gran investigador del feudalismo N. P. P¨¢vlov-Silvanski. Una mujer de rostro abotargado y voz so?olienta est¨¢ preguntando el precio. Son 3.000 rublos (tres d¨®lares), y el librero opone una resistencia cansina a la repetitiva pregunta de la mujer: por mucho que insista no se lo dar¨¢ m¨¢s barato. El hinchado bulto de la bibli¨®fila desaparece en el gent¨ªo, y el vendedor me explica que, desde hace semanas, esa baba acude casi cada d¨ªa a preguntar el precio de ese particular libro. Ni siquiera pide un descuento; pregunta una y otra vez. El hombre me expresa su satisfacci¨®n por haberse librado de ella porque su paciencia ya no daba m¨¢s de s¨ª; despu¨¦s me ense?a otros vol¨²menes y me despide alegr¨¢ndose, dice con una sonrisa, de que por fin el libro ha ca¨ªdo en buenas manos. Ese trato es una novedad en Rusia, y, en lo diminuto del lance, me siento confundido.

Voy descendiendo la cuesta que antes sub¨ª, caminando ahora en direcci¨®n al horr¨ªsono monumento a Karl Marx, colmado de inscripciones y dibujos obscenos o insultantes. Mas he aqu¨ª que una ni?a de 10 a 12 a?os me detiene.. En un lenguaje propio de cuarteles o c¨¢rceles me pregunta con voz clara cu¨¢ntos d¨®lares estoy dispuesto a pagarle por sus favores. Me quedo at¨®nito y mudo: estamos en el mismo centro de Mosc¨², en pleno d¨ªa, y esta ni?a podr¨ªa estar en la escuela, o saltando a la cuerda, o jugando con mu?ecas como en alguna estampa de idilio dom¨¦stico a las que tan proclive era el r¨¦gimen de los s¨®viets. El dif¨ªcil esp¨ªritu de la filantrop¨ªa me devuelve de pronto el habla: c¨®mo te llamas, cu¨¢ntos a?os tienes, quieres que llame a alguien, a tus padres, a alg¨²n familiar o vecino, a alg¨²n amigo, si te has perdido cogeremos un taxi hasta tu casa, o el metro si t¨² lo prefieres, dime... La peque?a despide con un gesto achulado y aburrido lo que a buen seguro toma como vana pr¨¦dica. Vamos al negocio: si ella no me satisface, all¨ª est¨¢ su hermano que tambi¨¦n se pone a mi servicio si pago el precio. Sigo la direcci¨®n marcada displicentemente por su pulgar y entreveo a un golfillo pecoso de parecida edad que est¨¢ ahora conversando con un hombre maduro. ?Coincidencia buscada o paralelismo infernal de la abyecci¨®n humana? El ni?o y el hombre nos est¨¢n mirando, y el muchacho insin¨²a un gesto parejo al de su hermana al ofrec¨¦rsela al otro. Probablemente se trata de eso: si ¨¦l no vale, all¨ª est¨¢ ella a su servicio. S¨®lo hay que convenir el precio. Los dos ni?os, hermanos reales o supuestos, sobreviven as¨ª en un mundo sin goznes. Doy por perdida cualquier palabra m¨¢s y desciendo poco a poco la cuesta, hacia el teatro Bolsh¨®i. La marea humana no amaina en entrambas aceras, pero me distraigo como absorbido por un n¨²cleo denso de noche. ?Qu¨¦ he comprado al fin? Ah, s¨ª, una joya bibliogr¨¢fica, el libro de P¨¢vlov-Silvanski Feodalizm y Rossii. Mec¨¢nicamente lo hojeo, y algunos peatones me llaman al orden viario. Pero yo no puedo explicar ahora que buscaba confrontar las investigaciones de P¨¢vlov-Silvanski con las del norteamericano Richard Pipes, quien sostiene que, en el sentido propio del concepto, el feudalismo es ajeno a la historia rusa. El pensamiento no quiere seguir. ?A qui¨¦n hablar¨¢n ahora los dos ni?os? ?Acabar¨¢n en la estaci¨®n de Kursk o en alguna otra? S¨ª, lo comentar¨¦ todo con mis amigos rusos, con amigos de intelecto profundo y alma inmensa, y me percatar¨¦ otra vez de que la indignaci¨®n se expresa en un rostro liso ya, curtido por tanta experimentaci¨®n con hombres y mujeres de toda edad, sin anestesia, sin piedad y sin sentido. S¨ª, pero no estamos en Bogot¨¢ ni en Manila.... adem¨¢s, me ha pasado a m¨ª. Todo eso es irrelevante: aqu¨ª est¨¢n las estad¨ªsticas, las oficiales y las oficiosas, o sea, lo que todo el mundo percibe. S¨¦ de antemano que con fraterna cortes¨ªa cambiar¨¢n de tema: el horror tambi¨¦n fatiga. Quiz¨¢ el silencio es otro ¨²til de supravivencia.

?Qu¨¦ han hecho con este gran pueblo, cielo santo? Una mano gigante ha tenido que estar arrugando el mapa entero, con ciudades y habitantes' belleza y cultura, aire y agua, y ha jugado maligna con el tu¨¦tano moral de los hombres y de los mismos ¨¢rboles. Ha tenido que ser una mano del tama?o del odio. Eso escribi¨®, en espa?ol, un poeta.

Antonio P¨¦rez-Ramos es doctor en Filosof¨ªa por la Universidad de Cambridge. Ha estudiado Filolog¨ªa Eslava en Cambridge y Mosc¨².

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